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Mundo :: 07/09/2013

Deconstruyendo a Ayn Rand (Hada madrina de Greenspan, Reagan y Tatcher)

Andrés Herrero
Ayn Rand intenta hacer del individuo un dios autosuficiente, soberano y sin ataduras, que con su egoísmo se basta y sobra a sí mismo: un capitalista

La escritora y filósofa Ayn Rand, nació en 1905 en San Petersburgo (Rusia), en el seno de una familia judía no practicante. La revolución soviética de 1917 que expropió la farmacia de sus padres, la impulsó a marchar en 1926, a Estados Unidos. Allí, atraída por el cine, se trasladó muy pronto a Hollywood donde trabajó como extra y guionista, casándose con un actor de segunda fila.

me éxito de sus novelas El manantial en 1943 y La rebelión de Atlas en 1957, le permitió popularizar su filosofía, a la que denominó objetivismo, que defendía el egoísmo y el capitalismo como únicas posturas racionales para los seres humanos, convirtiéndola en una de las más brillantes figuras ideológicas del pensamiento conservador.

Falleció sin hijos en 1982, y en la actualidad su labor es continuada por el Ayn Rand Institute y el The Objetivist Center, que se disputan la autenticidad de su legado.

Ayn Rand era apenas una adolescente cuando estalló la Revolución Rusa que expropió los bienes a su familia. Un trauma que nunca olvidó ni logró superar:

“Intenten ustedes imaginar lo que es vivir bajo un terror permanente desde la mañana a la noche, y por la noche seguir esperando que suene el timbre en cualquier momento, en un país en el que se tiene miedo de todo y de todos, donde la vida no cuenta nada, menos que nada...”.

Vacunada de por vida contra cualquier planteamiento colectivo, marchó a EEUU, tierra de promisión y de promoción, donde recuperó la libertad perdida y descubrió un lugar lo más cercano al paraíso que en este mundo le era dable hallar:

“Para gloria de la humanidad existió por primera y única vez en la historia, un país del dinero, Estados Unidos, en el que reinan la razón, la justicia, la libertad, la producción y el progreso, donde la riqueza no se adquirió con el robo, sino con la producción, y no por la fuerza, como botín de conquista, sino por el comercio. Los americanos fueron los primeros en comprender que la riqueza debía ser creada”. Y con tanto ímpetu se aplicaron a ello, que no vacilaron en exterminar a los pieles rojas, esclavizar a los negros, practicar la segregación racial y arrebatar a Méjico más de la mitad de su territorio (Arizona, California, Colorado, Nevada, Nuevo Méjico, Tejas y Utah), utilizando a los marines como aguerridos agentes comerciales del imperio del bien. Creación de riqueza a lo bestia que chocaba frontalmente con su principio de que “la moralidad termina donde empieza la pistola”, pero que bien merecía hacer una excepción en beneficio de tan noble causa.

Si el comunismo era la suma de todos los horrores, el capitalismo tenía que ser la suma de todas las bendiciones. La obra de Ayn Rand constituye una apología del individuo frente a la colectividad y una defensa a ultranza de la libertad, encarnada en el capitalismo, frente al totalitarismo representado por el comunismo.

Sectaria e intransigente hasta la médula, Ayn Rand combate fuego con fuego y extremismo con extremismo, y aunque su discurso esté bien construido y argumentado, no consigue evitar que sus prejuicios derroten a su inteligencia. Su renuncia a una reflexión ponderada, equilibrada y ecuánime, hace que sus análisis resulten esquemáticos, superficiales y maniqueos. Tan sesgados, estereotipados y caricaturescos como los personajes de sus novelas.

Nuestra autora se comporta en todo momento con la rígida coherencia, ceguera y determinación del fanático que niega la evidencia y no aprende nada de la experiencia. Aunque tanto Bertrand Rusell como ella se apoyan en la razón y los hechos, media entre ambos la misma distancia que separa la búsqueda de la verdad de su posesión indiscriminada, la altura de miras de la estrechez mental y la honestidad insobornable de la soberbia intelectual.

Ella misma bautizó con el nombre de “objetivismo” a su filosofía, una escuela de pensamiento presuntamente racional, fundada en lo material, que obtuvo gran popularidad gracias a la televisión, inspirando a premios Nobel de Economía como Hayek y Milton Friedman, presidentes de la Reserva Federal como Alain Greespan, gobernantes como Ronald Reagan y Margaret Tatcher, personalidades de la talla de Larry Ellison de Oracle, Steve Jobs de Apple, Hugh Hefner de Playboy, Jimmy Walles de Wikipedia, y artistas como el arquitecto Frank Lloyd Wright. Toda una superproducción hollywoodiense para un reparto estelar de lujo: la taquilla se lo merecía.

Cuando en 1957 publicó su novela más famosa, La rebelión de Atlas, considerado por muchos norteamericanos como el libro más influyente que habían leído en su vida después de la biblia, el economista von Mises, la felicitó con estas palabras: "Usted ha tenido el coraje de decirle a la gente lo que ningún político se atreve a decirle: que sois inferiores y que cualquier progreso en vuestras vidas que consideráis normal, se lo debéis al esfuerzo de hombres mejores que vosotros”. 1

La tesis de la obra era que la mayoría de la gente se dedica a obstaculizar y perseguir a los más dotados, y reflejaba fielmente la mentalidad elitista de su creadora. La semilla de la desigualdad ya estaba plantada, solo faltaba esperar a que germinara.

Políticamente incorrecta, espíritu independiente y mujer liberal, poco convencional para su época (“elegiré amigos entre los hombres, pero no esclavos ni amos, elegiré sólo a los que me plazcan y a ellos solo amaré y respetaré, pero no obedeceré ni daré órdenes”), Ayn Rand acierta cuando se libra de sus obsesiones y examina las cosas objetiva y desapasionadamente:

“¿Qué por qué apoyo el aborto? Por la simple razón de que apoyo los derechos individuales. Porque ni el Estado, ni nadie, tiene derecho a decirle a una mujer lo que debe hacer con su vida.

Y también porque un embrión no es una vida. Si algunos están confundidos o fueron engañados con el argumento de que las células de un embrión son células humanas vivas, recuerden que también lo son el resto de células de su cuerpo, incluyendo su cabello o sus uñas, por lo que cortarlas sería un asesinato.

Uno de los más repugnantes fraudes es que los enemigos del aborto se llamen a sí mismos ‘defensores de la vida’, y apoyen los derechos del embrión, una entidad no nacida, rechazando reconocer los derechos de la persona viva, la mujer. No existe tal cosa como el derecho del no nacido a sacrificar al vivo”.

Bingo. Tan absurdo resulta atribuirle derechos al feto como reclamarle obligaciones, al no ser un sujeto con conciencia de sí, racionalidad y albedrío. Nuestra amiga se declara atea, pero lo estropea al hacer del yo su dios, y de la razón el valor absoluto, la piedra sobre la que edificar su iglesia:

“Antes que una defensora del capitalismo, lo soy del egoísmo; y antes que del egoísmo, de la razón. La supremacía de la razón, era, es y será, el principal interés de mi trabajo y la esencia del objetivismo.

Me atrevería a decir que el único mandamiento moral que tiene el hombre es: pensarás. Pero un 'mandamiento moral' es una contradicción en sus términos. Lo moral es lo escogido, no lo forzado; lo comprendido, no lo obedecido. Lo moral es lo racional, y la razón no acepta mandamientos.

Que nadie diga que tiene miedo de confiar en su mente porque sabe tan poco. Vive y actúa dentro de los límites de tu conocimiento y continúa aumentándolo hasta el fin de tus días. Acepta que no eres omnisciente, pero que convertirte en un zombi no te aportará más sabiduría; que tu mente puede equivocarse, pero que abandonarla no te proporcionará infalibilidad; que un error al que hayas llegado por ti mismo es mejor que diez verdades aceptadas por la fe, porque mientras que aquel puedes corregirlo, éstas destruyen tu capacidad para distinguir lo verdadero de lo falso.

El misticismo es la creencia en lo sobrenatural que desprecia lo material, el bienestar y la felicidad en la tierra. Cada uno puede creer lo que quiera, pero como no hay evidencia de la existencia de un dios, creer en él constituye una señal de debilidad sicológica, propia de alguien que tiene miedo de confiar en su propia mente. No apruebo la religión porque se basa en la fe y no en la razón, en algo que no se elige racionalmente.

Lo moral, lo bueno y lo correcto es perseguir tu propia felicidad, que consiste en escoger tus valores, establecer tus propios objetivos y luchar por conseguirlos. La razón es el instrumento de supervivencia del hombre, la que tiene que guiar su vida y sus decisiones, y la racionalidad la virtud básica de la que nacen todas las demás. La moralidad consiste en seguir tu razón hasta donde seas capaz”.

Pero que algo sea racional, no implica que sea santo, justo o correcto. La moralidad no es una cuestión de racionalidad, ni de coeficiente intelectual, sino de responsabilidad, y se caracteriza por nuestro comportamiento no por nuestras capacidades.

Si lo moral es lo elegido sin coacción, ¿cómo puede sostener de buena fe que “una sociedad libre es una sociedad capitalista”, refiriéndose a una sociedad que hace de la gente una mercancía obligada a venderse, expuesta permanentemente a la zozobra de la presa frente al depredador?, ¿qué importa que al esclavo negro lo vendan traficantes, o al asalariado él mismo, si la compraventa de humanos se mantiene tan pujante hoy como el primer día, con el agravante de que, el resto de mercancías, como un saco de patatas o un cargamento de ladrillos, no sufren ni padecen, mientras que el ser humano sí siente y acusa ese trato vejatorio?

“El sistema económico ideal es el capitalismo laissez faire, porque en él los hombres tratan unos con otros no como amos y esclavos, sino como comerciantes, mediante intercambio libre y voluntario, en beneficio mutuo, y sin que ninguno pueda obtener nada de otro mediante el uso de la fuerza”.

Denominar libertad a la precariedad y pretender que la inseguridad nos colmará de felicidad, desprende un tufillo cínico, aunque Ayn Rand lo haga sin duda con la sana intención de que todos podamos disfrutar de las magníficas oportunidades de devorar o ser devorados, de enriquecernos o arruinarnos, que nos brinda el capitalismo. Juego perverso de ganadores y perdedores que para mayor escarnio está trucado, porque las reglas se confeccionan al dictado y los árbitros están comprados, pero que ella parece tomarse en serio.

Basta, según ella, que en cualquier relación haya consentimiento mutuo, rubricado mediante acuerdo o contrato, para que automáticamente cese la explotación, aunque se trate de una oferta como las de la Mafia de las que no se pueden rechazar. Su capitalismo de buen rollito opera en un mundo idílico donde los “productores” (asalariados y empresarios), intercambian entre sí libre y voluntariamente el fruto de su esfuerzo… ¡y qué hermosa estampa componen el fiero león hermanándose con la tierna gacela y el débil negociando de tú a tú con el fuerte, sin arrugarse!. Un pacto de caballeros tan exquisito, conmovedor y falso como una película de Disney.

Si eso no es misticismo, será un hechizo. Porque lo que la realidad muestra a es que mientras solo unos pocos tenga la existencia asegurada, miles de millones de veces, incluso antes de nacer, y los demás no, en vez de un mercado de productores “libres” (sin ventajas para nadie y en igualdad de condiciones como el que ella suscribe), lo que tendremos en su lugar será una merienda de negros.

El ser humano es un animal que razona, no una criatura racional, por lo que la idolatría de la razón que profesa Ayn Rand constituye una doctrina peligrosa capaz de fabricar monstruos, como intuyó genialmente Goya, y como tuvo ocasión de comprobar ella misma, cuando incapaz de controlar sus sentimientos, expulsó del movimiento objetivista a su amante, mucho más joven que ella y número dos de la organización, Nathaniel Branden, por engañarle con otra dama, pese a ser “una mujer racional, que sólo desea objetivos racionales, persigue valores racionales y encuentra su alegría en acciones racionales”. Los celos derrotaron a su mentalidad liberal - tanto ella como su amante estaban casados y sus respectivas parejas lo sabían y les autorizaban a verse una vez a la semana -, jugándole una mala pasada.

No existe culto sin sacrificios humanos, y el de la razón tampoco se libra de ellos. Madame reniega de dios, ese señor que se pasa la vida jugando al escondite con los humanos, pero confía incondicionalmente en el capitalismo, del que proclama a bombo y platillo sus excelencias y milagros, tan verídicos como los de cualquier religión. Más por mucho que intente maquillarlo, el capitalismo constituye un sistema nocivo en el cual el 0,1% de la humanidad explota y esclaviza al resto en su exclusivo beneficio, para su capricho y a mayor gloria suya.

Sin embargo, advierte miss Rand, es a esa minoría selecta que lo tiene todo, a la que hay que proteger de la tiranía de la mayoría para que no aplaste sus derechos, porque “los derechos no están sujetos al voto público; la mayoría no tiene derecho a eliminar los derechos de la minoría, y la minoría más pequeña del mundo es el individuo. El comunismo propone esclavizar al hombre mediante la fuerza, y el socialismo mediante el voto; entre ambos hay la misma diferencia que separa el asesinato del suicidio”.

El voto esclaviza, el dinero no.

Nuestra escritora pretende convertir los intereses privados, legítimos o no, en derechos, haciendo de enriquecerse el derecho humano más importante. Y acusa “al comunismo de ser un sistema en el que todos son esclavizados por todos... ¿es el hombre un individuo soberano, dueño de su persona, su mente, su vida, su trabajo y los productos que fabrica, o es el hombre propiedad de la tribu (estado, sociedad, colectividad) que puede disponer de él a su antojo, dictar sus convicciones, prescribir el curso de su vida, controlar su trabajo y expropiar sus productos?”

Miss Rand describe todos los vicios del capitalismo atribuyéndoselos al comunismo, obviando que tanto puede ser el hombre esclavo de la colectividad (“la tribu”), como de otros hombres (“los ricos”), y que tanto puede esclavizar el grupo como el individuo, sin que ninguno de los dos sea garantía de libertad.

Que “en una sociedad capitalista ningún hombre, grupo o gobierno tenga derecho a utilizar la fuerza física contra otros hombres”, se debe a que la violencia económica, infinitamente más eficaz, la sustituye con ventaja. Aún así, la historia nos recuerda que las dos guerras mundiales, más las de Corea, Vietnam, Irak, Afganistán, etc., fueron emprendidas por democracias capitalistas, con protagonismo y liderazgo destacado de Estados Unidos que no se ha perdido ni una. Para no gustarle el empleo de la fuerza, su presupuesto militar supera al de los demás países juntos, su índice de encarcelamiento es el más elevado del planeta, y la cantidad de armas de fuego y de víctimas de ellas, no tiene rival, dentro y fuera de sus fronteras. Pero como la violencia va por barrios, se comprende que hasta las elevadas cumbres filosóficas de miss Rand, no llegara lo que sucedía en los inframundos de Harlem o el Bronx.

“Nunca se puede justificar racionalmente el daño hecho a otros, porque cada vida humana constituye un fin en sí misma y ningún individuo debe ser sacrificado por el bien de otros”. Una verdad obvia, indiscutible… ¿pero qué hace el capitalismo, más que sacrificar al hombre al lucro y la producción?. Sustituyendo a los dioses paganos (Zeus, Osiris, Odín) por los tecnológicos (competitividad, eficiencia, productividad), lo único que hemos conseguido ha sido intensificar el ritmo de explotación hasta cotas no alcanzadas antes. El deterioro de la naturaleza, la mitad de la humanidad en la miseria y mil millones de hambrientos lo corroboran.

“Altruismo no significa benevolencia o consideración hacia otras personas, sino odio al éxito y adoración del sacrificio. Odio al individuo y adoración del grupo. Cualquiera que sea débil adquiere valor, pero cualquiera que tenga éxito, tiene que ser atacado.

Altruismo es una teoría que predica que el hombre debe sacrificarse por otros y poner el interés de ellos por encima del suyo propio. Pero es inmoral que el amor a los demás sea colocado por encima del de uno mismo, y más que inmoral, es imposible.

Cada ser humano debe existir por sí y para sí, por su propio esfuerzo, sin sacrificarse por otros ni sacrificar a otros. Los discapacitados deben depender de la caridad ajena, ya que la desgracia no otorga derechos. La verdadera moralidad ni te sacrifica, ni te permite sacrificar”.

No es la desgracia, sino la humanidad, la que otorga derechos; una potestad que ella otorga gentilmente al dinero para que sea él el que determine quien debe o no sobrevivir. Porque, al igual que en la selva, quien no pueda mantenerse a sí mismo, debe ser abandonado a su suerte, y que el mercado se apiade de él. El egoísmo de Ayn Rand no representa otra cosa que “odio al grupo y exaltación del individuo”; o lo que es lo mismo, que cada cual se apodere de todo lo que pueda, cuanto más mejor, y a los demás que los zurzan. Los leones piensan igual que ella.

Desde luego que el éxito obtenido a costa de la desgracia ajena tiene que ser rechazado sin contemplaciones, porque el sufrimiento no es bueno para nadie, ni siquiera para los pobres. Y aunque no sea lo mismo sacrificio que virtud, peor que sacrificarse en favor de otros, es ser sacrificado por ellos: terreno donde el capitalismo evidencia sus lacras y su inferioridad respecto del altruismo.

La eficiencia social, que todo el mundo pueda desarrollar su vida sin penurias ni estrecheces, tiene que ostentar siempre prioridad absoluta sobre la eficiencia económica, la producción de bienes y beneficios. Importa más repartir bien que producir mucho, si no queremos que las acumulaciones de riqueza corran parejas con las de miseria. La vida es algo más que lucro, aunque miss Rand pretenda reducirla a eso, aceptando que el hombre se sacrifique por dinero, pero no por sus semejantes.

“Cada hombre es dueño de su propia vida, no de la de ningún otro, por lo tanto tampoco la tiene un grupo, ni una nación. La sociedad no tiene responsabilidad alguna con nadie, ni tiene nada que ver con la vida y la suerte de ninguna persona en particular, no existe tal cosa como la sociedad, nosotros los individuos somos la sociedad”.

Un tópico que suena a estas alturas demasiado gastado, rayado y rancio.

Toda existencia humana discurre en sociedad, no en medio del planeta Marte ni en un erial. Esa identidad que en tan alta estima tenemos y de la que tan orgullosos nos sentimos (americano, chino, ruso, judío, católico, musulmán, funcionario, fontanero, abogado, ingeniero, socio del Atletic…), nos la proporcionan los demás y proviene de la pertenencia a un colectivo. Cualquier libertad que se nos ocurra, sea de asociación, de expresión, de manifestación, política, religiosa, artística, empresarial, cultural, etc., solo tiene sentido y es posible dentro de la sociedad humana; fuera de ella, la única libertad que existe es la ley de la jungla.

Ayn Rand intenta hacer del individuo un dios autosuficiente, soberano y sin ataduras, que con su egoísmo se basta y sobra a sí mismo, y cuya voluntad es ley. No existe nada más que él, ni nada fuera de él. Cero responsabilidades. Cero obligaciones. Y después de él, el diluvio. Y para eso concibe la sociedad como un marco, un decorado destinado al medro y lucimiento personal del individuo.

Pero, le guste o no, todos necesitamos de todos y dependemos de los demás. Por eso vivimos juntos. No por benevolencia o simpatía, sino porque nadie se basta para satisfacer por sí mismo todas sus necesidades, salvo ella que, abandonada en una isla desierta, se las apañaría mejor incluso que el mismísimo Robinsón Crusoe, llegando a superar a generales como Napoleón, que necesitaron un ejército para demostrar sus habilidades.

No se da cuenta de que el valor del individuo no anula el del conjunto, y viceversa, y que, igual que existen necesidades individuales, existen necesidades colectivas. Porque el ser humano no flota en el vacío, sino que su suerte se halla estrechamente vinculada a las personas que la rodean, como la propia Ayn Rand tuvo ocasión de comprobar cuando huyó de Rusia para establecerse en EEUU. Y lo mismo les sucede a niños, ancianos, enfermos, lisiados, víctimas de catástrofes, epidemias, guerras y accidentes, heridos, emigrantes, refugiados, pobres, parados, hambrientos y vagabundos sin hogar. Los podemos ocultar a todos bajo la alfombra para no que no molesten, pero están ahí. A lo largo de nuestra existencia, todos atravesamos por alguna situación de dependencia.

Hoy por ti, mañana por mí, es la norma de funcionamiento en la sociedad humana; no por espíritu de sacrificio, sino como estrategia de cooperación dirigida a reforzar los lazos y cohesión del grupo e incrementar sus posibilidades de supervivencia. Recibimos y damos, a diferencia del reino animal, donde los progenitores cuidan de sus crías, pero éstas se desentienden de ellos cuando, ya adultas, se valen por sí mismas.

Los humanos en cambio somos con los demás, y en el lote entra todo: cargas y beneficios, derechos y obligaciones. Ni la responsabilidad personal anula la social, ni la social la individual. Individuo y grupo se complementan mutuamente, y es por esa doble condición, por lo que nuestras responsabilidades son compartidas: ni todas colectivas, ni todas individuales.

Un planteamiento que, Branden, su discípulo bien amado y luego repudiado, rechaza tajantemente:

“Nadie tiene porque asumir la responsabilidad de mantener a otros. Si tengo derecho a comida, alguien estará obligado a crearla. Si no puedo pagarla, alguien deberá comprarla para mí. Y lo mismo sucede con la sanidad o la educación. Los defensores del estado de bienestar argumentan que esa obligación es impuesta a la sociedad como un todo, pero al final, recae sobre individuos concretos. No se debe usar al estado ni a la sociedad para expropiar la riqueza que han producido otros y les pertenece exclusivamente a ellos.

Nadie puede reclamar el derecho a que otros lo sirvan en contra de su voluntad, aunque su propia vida dependa de ello. Para un egoísta la generosidad solo es uno más de sus valores, entre los que se encuentra el bienestar de otros.

Si debiésemos elegir entre una sociedad colectivista en la que nadie es libre pero nadie padece hambre, y una sociedad individualista en la cual todos son libres pero un puñado de personas perecerán de hambre, yo sostendría que la segunda sociedad, es moralmente preferible”.

Hombre, Branden, los demás no van a reventar para que usted sea libre, ¿no le parece?... aunque, en todo caso, si hubiera que decidir quiénes deberían sacrificarse en favor de la libertad ajena, tendría que hacerse de forma equitativa por sorteo (un bombo en el que estuviéramos todos), y a lo mejor entonces la idea ya no le seducía tanto. No se ve igual el cadalso con los ojos del reo que del verdugo.

Libertad y hambre se repelen; son incompatibles: cuando la necesidad entra por la puerta, la libertad huye por la ventana. Hablar de libertad cuando no se tienen cubiertas las necesidades elementales, constituye una trampa dialéctica, una estafa. Manifiesta usted que aunque se perdiesen unas pocas vidas no pasaría nada, y yo le respondo que una sola sería demasiado (aunque si fuera la suya me lo pensaría), e incluso me atrevería a añadir, parafraseando a Bertrand Rusell, que, como sucede con la persecución de los delitos, mejor es que algunos queden impunes, que condenar a muerte a un solo inocente, aunque sea un método más eficaz para prevenir el delito e imponer el respeto a la ley. La única libertad digna de ese nombre es la de todos y para todos. Ya ve que a libertario no me gana.

Los objetivistas niegan que tengamos obligación de socorrer a quienes perecen de hambre, aunque exista comida de sobra para todos. Alegan que esa es una decisión que debe dejarse a la magnanimidad de cada cual. Fórmula de tan amplio radio de acción como escaso seguimiento, porque lo que el capitalismo manda es atesorar, no regalar. Y dado que su caridad mata, observando lo poco que les cunde la generosidad, sospecho que han debido guardársela toda para ustedes. No quieren compartir con los demás ni las virtudes.

El derecho absoluto de propiedad que ustedes se arrogan sobre sus bienes solo tendría justificación en el caso de que nadie más hubiera intervenido en su obtención, cosa materialmente imposible. En un mundo como el que ustedes preconizan, no puede haber cargas familiares, sociales, ni de ningún tipo, para evitar que los derechos de unos se conviertan en deberes para otros, y solo cabe establecer relaciones comerciales, sin control alguno, para que triunfen los mejores.

“Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada.

Porque el bienestar del hombre depende de su éxito en la producción. El derecho a la vida es la fuente de todos los derechos y el derecho a la propiedad es solo su realización. Sin derechos de propiedad, ningún otro derecho es posible. Como el hombre tiene que sostener su vida por su propio esfuerzo, el hombre que no tiene derecho al producto de su esfuerzo no tiene medios de sostener su vida. El hombre que produce mientras otros disponen de su producto es un esclavo”.

El destino fatal del asalariado en el capitalismo… La propiedad privada de los medios de producción, engendra inexorablemente explotación laboral, esclavitud. La propiedad de las fábricas deviene en propiedad de las personas; el derecho de posesión de unos, en cadenas para otros,

Ahora bien, tanto sobrevalora Ayn Rand la actividad productiva, que llega incluso a hacerla prevalecer sobre el inviolable derecho de propiedad, como se aprecia en su observación de que “los árabes no tienen derecho a su suelo (petróleo) si no hacen nada con él”... lo que significa que tenemos derecho a arrebatárselo por las buenas o las malas. Una declaración increíble viniendo de su boca. ¿Porque a los terratenientes y latifundistas les quitaremos también sus tierras de caza y fincas de recreo improductivas?, ¿en qué quedamos señora mía, se puede o no expropiar?, ¿y solo a los pobres o también a los ricos?, ¿para producir más sí, pero para salvar a la gente no?

Sus criterios resultan tan elásticos como sus beneficiarios.

Para miss Rand cuanto más fabriques, mayor valor (utilidad) humana tienes, siendo “el dinero el barómetro de las virtudes de una sociedad, ya que ningún hombre puede ser menor que su dinero porque lo destruye. Un hombre puede enriquecerse solamente si es capaz de ofrecer mejores valores (mejores productos o servicios), a un precio menor que otros”.

Así pues no es el dinero el que corrompe al hombre, sino el hombre el que corrompe al dinero. Y la riqueza imparte justicia: acude a quienes la merecen y sanciona a quienes no la adquieren honradamente haciendo que se autodestruyan al entrar en contacto con ella. Castigo atroz, mil veces peor que el infierno, pero que no solo no disuade a nadie, sino que cada día atrae más vocaciones, sea por masoquismo, sea porque el martirio purifica y los millones redimen de toda falta. Ayn Rand utiliza la realidad para hacer con ella el montaje del director, y la verdad es que por falta de imaginación no le negarán la estatuilla.

“Creo en un capitalismo totalmente libre sin regulaciones ni controles, basado en el reconocimiento de los derechos individuales y de propiedad. Defiendo la separación total del estado y la economía, igual que ocurrió antes con el estado y la iglesia. Creo en carretas privadas, escuelas privadas, correos privados, hospitales privados e impuestos voluntarios (y que cada cual mantenga su trozo de calle, carretera o alcantarillado, se preocupe de recoger y eliminar sus basuras y de cobrar a los viandantes el canon de paso. En un planeta de 7.000 millones de habitantes sin duda la mejor forma de organizarse).

El gobierno debe limitarse exclusivamente a proteger los derechos de los hombres de quienes intentan arrebatárselos por la fuerza, como hacen los criminales, los ladrones, o los invasores extranjeros. Se necesita policía para mantener la paz interna, ejército para salvaguardar la paz externa y tribunales para mantener a salvo la propiedad privada, hacer que se respeten los contratos y conseguir que los ciudadanos diriman justa y pacíficamente sus diferencias: esas son sus únicas funciones”.

Disfrutando de un mercado sin reglas que todo lo resuelve por inspiración divina, sobran los humanos. Fuera lo público, privaticémoslo todo, la tierra, el agua y hasta el aire cuando se pueda. Eso sí, el dinero de la gente ni tocarlo, ya que recaudar impuestos implica “expropiarle” (palabra tabú) parte de la riqueza adquirida (“producida” diría ella)... sensacional oiga, ¿pero cómo financiaremos entonces a los gobernantes, funcionarios, policías, jueces, carceleros y soldados que su sistema demanda? ¿con cuestaciones y rifas benéficas?, ¿va a estar el estado compitiendo con los pobres para ver quién ablanda más el corazón de la gente?. Hasta la fecha ningún país del mundo lo ha hecho, ni se plantea hacerlo, por considerarla una idea inviable, aberrante, descabellada, y como no podemos privar a nadie ni de un palmo de tierra de su propiedad, las carreteras, aeropuertos, ferrocarriles, cárceles y vertederos, a partir de ahora los construiremos en el aire para no molestar.

A nuestra pobre miss Rand otra vez ha vuelto a darle el brote de fiebre. Delira, aunque puede estar tranquila, porque su propuesta de tributos voluntarios ha calado en la sociedad y es ya una realidad, aunque solo para los ricos. 2

Su fracaso como recaudadora se multiplica a la hora de buscar destino a los fondos públicos: ¿por qué con el dinero de todos se puede proveer seguridad e infraestructuras, pero no sanidad y educación?, ¿acaso protege más a la población el policía que el médico, o son más necesarias carreteras que hospitales?, ¿por qué el estado puede sostener al ejército pero no a los parados, si ambos producen lo mismo, es decir nada? La respuesta es de nuevo ideológica: son buenos los impuestos que favorecen a los ricos: ley y orden, y malos los que cubren necesidades generales: sanidad, educación, vivienda, desempleo o pensiones. Lo único que deben recibir gratis los de abajo es palo.

Aunque ni todo puede ser público, ni todo privado; ni todo voluntario, ni todo obligatorio, para miss Rand “el concepto de bien común carece de significado, salvo que se tome como la suma del bien de todos (algo que carece de sentido como criterio moral), porque nadie sabe en qué consiste, o cual es el bien de los individuos concretos”.

El que un número cada vez creciente de actividades se efectúen a nivel general y no particular, prueba que hacerlo así presenta ventajas sustanciales sobre intentar solucionar cada cual los mismos problemas por separado. Existen economías de escala, del mismo modo que las compras hechas al por mayor resultan mejor que al detalle, o sale más rentable contratar un seguro que pagar una casa nueva si se incendia la que tenemos. Pero a miss Rand, que solo cree en la iniciativa individual, el trabajo en equipo, las sinergias y soluciones colectivas, le suenan a chino.

El bien común engloba los valores que consideramos universales como la defensa de la vida, la salud, la libertad, la seguridad o la dignidad. Y si hay valores generales, existirán también reglas y bienes generales y, al revés, males generales a evitar, como la guerra, el crimen, el soborno, el fraude, el abuso o la corrupción. Porque si no fuera así, se permitiría violar, robar y matar, no habría leyes ni instituciones, y todo quedaría al arbitrio del humor y talante de cada cual o a merced de la delincuencia organizada. Dejar la convivencia en manos del mercado es la mejor forma de acabar con ella.

“Cuanto menos eficiente sea el trabajo de vuestro cerebro, menos obtendréis de vuestra labor física. El hombre que no ejecuta más que trabajo físico, consume lo que produce y no crea valor para los demás. El que trabaja como portero de una fábrica, recibe un pago enorme en proporción al trabajo mental que su labor requiere y lo mismo sucede en los demás niveles. El asalariado situado debajo, abandonado a su propia suerte se moriría en su total ineptitud, y no contribuye en nada al beneficio de las personas situadas por encima de él (que sin duda lo mantienen allí por filantropía empresarial, para que se sienta útil).

Si los trabajadores luchan por mayores sueldos, se consideran 'beneficios sociales', si los empresarios luchan por mayores beneficios, se conceptúan como 'codicia egoísta'. El hecho es que algunos hombres nacen con mejores cerebros y hacen mejor uso de ellos que otros, sin embargo la 'teoría de la justicia' exige que los hombres contrarresten las 'injusticias de la naturaleza' privando a las personas con talento, inteligentes, creativas, del derecho al fruto de su trabajo, y concediendo a los incompetentes, los estúpidos y los vagos, el derecho al disfrute de bienes que no podrían producir, no podrían imaginar y ni siquiera sabrían qué hacer con ellos”.

Solo vale el sudor cerebral. Las neuronas trabajan a destajo; el músculo no. Todo lo hace el cerebro; las manos podrían amputárnoslas. Afirma Ayn Rand que el albañil, el campesino o el obrero de la cadena de fábrica que solo realizan trabajo físico, se automantienen sin aportar nada a sus semejantes. Y son los genios de arriba, esos titanes que se cargan el mundo sobre los hombros, los que lo hacen todo, sacando a los de abajo las castañas del fuego. Porque abandonados a su suerte, los asalariados estarían perdidos y terminarían hundidos en la miseria (aunque siempre menos que con sus patronos). Pero que no se quejen. Los que no sean unos torpes, ni deseen seguir siendo unos mantenidos, que se conviertan en emprendedores, y ascenderán por la escala social tan rápido como Tarzán por la liana.

Miss Rand divide a la humanidad en dos bandos irreconciliables: “productores” que crean riqueza, y “saqueadores” que se la confiscan y consumen. No hace falta decir en cual se incluye nuestra ilustre diva. Miss Rand constituye un caso clínico incurable de clasismo en estado puro que deja chiquito a Mandeville 3 y cual redivivo Nietszche con faldas, desprecia olímpicamente a la masa, glorificando al empresario como el superhombre de nuestro tiempo:

“Los empresarios son alegres, benevolentes, optimistas (un dechado de virtudes humanas, las mismas que les faltan a los subordinados que trabajan para ellos). Los empresarios no se sacrifican por otros (los sacrifican que es mejor), pero aunque la esencia de su trabajo es su constante esfuerzo por mejorar la vida humana (gracias por avisarnos), nadie les defiende cuando son atacados (y los antidisturbios los masacran). Los grandes industriales han logrado la hazaña de elevar el nivel de vida de la humanidad, creando nueva riqueza con el talento productivo de hombres libres. Ellos dieron al pueblo mejores trabajos, salarios más altos y bienes más baratos con cada nueva máquina que inventaron, con cada descubrimiento científico, con cada avance tecnológico”.

Ovación de gala. Si algo caracteriza a los capitanes de la industria es que son unos blandos y bonachones que se matan por pagar salarios más altos. Los empresarios de miss Rand son héroes de nuestro tiempo, paladines del bien, dotados de unas cualidades tan excelsas que superan las de los propios ángeles. Poseen tantas que no dejan ninguna para los demás. A la riqueza, suman la perfección. Lo que sigue siendo un misterio es cómo, durante miles de años, la humanidad fue capaz de sobrevivir sin ellos, forjando civilizaciones espléndidas. Sin duda, tuvo que ser un accidente, felizmente remediado ahora.

Lógicamente tenía que ser una filósofa la que diera con la piedra filosofal, aunque en su caso sea mas bien un muro de hormigón. Porque, por “creación de riqueza”, ¿tenemos que entender extraer hasta el último gramo de utilidad de los asalariados, convertir las selvas en pastos, arrasar los bancos de pesca y agotar todos los recursos de la tierra?, ¿en lujo por un lado y desnutrición por otro?, ¿crea más riqueza el industrial que fabrica calcetines o el científico que descubre la cura de una enfermedad?, ¿riqueza es lo que beneficia a unos pocos o lo que beneficia a todos?...

“Las compañías petrolíferas ganan muy poco y aguantan demasiado, pero o producimos petróleo nosotros mismos, algo que ningún gobierno ha hecho, o tenemos que aceptar que ganen lo que puedan”.

Bravo. De nuevo nuestra ilustre intelectual está mal informada, yerra, o falta a la verdad. Porque todo el mundo sabe que existen empresas estatales, tanto en el sector petrolífero como en otros, en naciones comunistas y capitalistas, cuyo buen o mal funcionamiento depende de su gestión, no de que su propiedad sea privada o colectiva.

Más para alguien de ideas fijas como ella, todo mal económico proviene del estado, ya que “una economía libre nunca entra en crisis. Todas las recesiones son causadas por la intervención del gobierno”.

Otro mantra tan repetido y cacareado como falso.

Habiendo convertido a los empresarios en ángeles, a la iglesia de miss Rand le faltaba un demonio, el gobierno, para estar completa. Que las hipotecas basura las concedieran los bancos y no los estados (que bastante hicieron con salvarlos), desatando el año 2008 la mayor crisis económica mundial desde el crack bursátil del 1929, sin duda tuvo que ser un lapsus de realidad, la excepción que confirma la regla. Pero nuestra irreductible Ayn Rand, antes preferiría morir que rectificar. Y si San Pedro negó a Jesucristo tres veces, a ella ninguna cantidad le basta.

Inasequible al desaliento, no cesa de pregonar a los cuatro vientos que “en una sociedad libre nadie puede convertirse en un monopolista. Es un error muy difundido pensar que el mercado libre conduce a la formación de monopolios, cuando todos los monopolios han sido establecidos con ayuda del gobierno, concediéndoles una legislación favorable o un privilegio especial y bloqueando a sus potenciales competidores”.

La cuestión es, ¿para qué diablos querría el gobierno crear monopolios?, ¿qué ganaría haciéndolo?, ¿y los lobbys también los ha instituido él?, ¿para qué, para complicarse la vida?... Miss Rand debe ser la única que no se ha enterado de que no es el gobierno el que regula la economía, sino la economía la que regula el gobierno, a pesar de que Von Mises le explicó que “no existen partidos políticos, sino grupos de presión, y toda la vida política está determinada por la lucha sin cuartel que libran entre ellos”.

Y se obstina en rechazar que pueda haber monopolios en un “mercado libre”… ¿pero donde ha visto uno donde no los haya?, ¿entre los maorís?, ¿sumergido en la Atlántida quizá?. Olvida la lección de su maestro y gurú Von Mises, que definió “mercado libre” “como aquel que no manipula el gobierno (fijando precios, salarios y tasas de interés), ni los sindicatos (haciendo huelgas para incrementar las retribuciones y mejorar las condiciones laborales)”, y que solo manipulan los empresarios. Como debe ser.

“Bajo las leyes antimonopolio, si un empresario cobra precios demasiados altos, puede ser procesado por monopolio, si cobra precios más bajos que sus competidores, puede ser procesado por competencia desleal, y si cobra los mismos precios puede ser juzgado por colusión”.

Otra sarta de falacias convenientemente aliñadas.

Porque una empresa solo puede cobrar precios demasiado altos si es la única en ese sector o produce una mercancía insustituible, ya que si no la competencia acabaría con ella vendiendo lo mismo más barato. Pero imaginemos que una corporación fuera dueña de todo el petróleo de la tierra o descubriera el remedio para el cáncer, ¿le permitiríamos que nos pidiera lo que quisiese por él, o le obligaríamos a ajustar razonablemente su margen de beneficios?

En el segundo caso, intentar cobrar precios más baratos que la competencia es lo habitual, y no supone ningún problema para ninguna compañía: el consumidor elige lo que más le conviene con arreglo a su presupuesto y preferencias. Lo que se prohíbe es el dumpin, vender por debajo de coste, práctica comercial fraudulenta destinada a labrarse una posición de monopolio y dominio en el mercado barriendo a la competencia. Malas artes que tampoco ha inventado ningún gobierno.

Por lo que afeca al tercer supuesto, cobrar los mismos o similares precios repartiéndose el mercado, es la tónica habitual… perro no come carne de perro, no nos vamos a hacer daño, ¿verdad?. Las mafias y cárteles aplican este principio a rajatabla, y las guerras estallan cuando alguno intenta apoderarse del corral ajeno. De lo único que se puede acusar al estado en este campo, es de inacción, por no intervenir para frenar las concertaciones de precios y cortar de raíz los abusos de las empresas.

Ni son tampoco los poderes públicos los interesados en pagar salarios de miseria a los trabajadores, imponerles condiciones laborales inhumanas, producir artículos de mala calidad o engañar al fisco: artes todas ellas reservadas a los emprendedores.

Está claro que si de moralidad Ayn Rand sabe poco, de economía, nada.

“El hombre no puede sobrevivir en el estado de naturaleza que los ecologistas sueñan, es decir, al nivel de los erizos de mar o de los osos polares, porque para producir lo que necesita, tiene que alterar su ambiente. Su petición es vive suficientemente bien sin nada, no molestes a las aves, los bosques, los pantanos, los océanos… pero incluso si la contaminación fuese un riesgo para la vida humana, debemos recordar que la vida en la naturaleza, sin tecnología, es un matadero al por mayor”.

Y aquí estamos nosotros dispuestos a llegar adonde no llegue ella, que para eso somos la primera especie de la clase y no se nos pone nada por delante. Declaremos la guerra a la naturaleza, en vez de buscar la armonía con ella.

Un análisis medioambiental tan profundo como el de miss Rand solo puede haberle salido del inconsciente. Su tríada "razón-individualismo-capitalismo" avanza como una apisonadora desbocada que todo lo arrolla a su paso. Y es esa concepción suya de malentendida superioridad y confrontación, la que nos pone en riesgo y nos aboca a la catástrofe. No los ecologistas. Respetar la naturaleza es respetarnos a nosotros mismos, porque somos usuarios del planeta, no dueños de él.

Sin duda la evolución humana no fue generosa con ella. Sea por falta de ADN o de vitaminas, le falla la conciencia como a otros el riego o la memoria. Abusó tanto de la razón que al final ésta se convirtió en su peor enemiga.

Su egoísmo la cegó y el capitalismo la remató.

Su filosofía de saldo constituye un cúmulo de despropósitos con el que alcanzó “objetivamente” su nivel de incompetencia. Se ofuscó y perdió el norte, y si su mensaje no hubiera sido concebido a medida de los intereses dominantes, hubiera permanecido en el anonimato como una iluminada más.

Confíemos que este exorcismo haya sido suficiente para dejar de estar poseídos por él.


Notas

1 La crisis desnuda todas las falacias y miserias del libre mercado de Hayek, Andrés Herrero, 8.5.2009, rebelión.org

2 Economía para los que odian el capitalismo, Andrés Herrero, kaosenlared.net

3 Actualidad de Mandeville: Cómo el mercado convierte los vicios privados en públicas virtudes, Andrés Herrero, 7.02.2007, rebelion.org

Todas las citas de Ayn Rand han sido tomadas libremente de las siguientes fuentes: Internet, Wikipedia y Wikiquote, de sus libros: 'La rebelión de Atlas' y 'Qué es el capitalismo, objetivismo, liberalismo', y de vídeos de You Tube

www.asturbulla.org

 

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