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Mundo :: 05/07/2014

El fútbol y el juego del poder

Dagoberto Gutiérrez
Los aparatos ideológicos se aseguran de que la euforia sustituya o borre cualquier contacto real con la realidad real de la gente que sigue los resultados

Según dicen, el fútbol nació en el oriente como un ejercicio de los soldados chinos, o los monjes chinos, para fortalecer la fortaleza y habilidad del cuerpo. Todo parecía un juego y una diversión, sin peligro alguno, pero con los siglos, a ese juego se le agregaron las reglas, y luego de estas reglas, apareció otro juego. Aquí nos encontramos con una densa relación entre juego y regla, porque el fútbol conserva su mismo nombre, pero ha dejado de ser un juego, o por lo menos, ha dejado de ser el juego que millones de espectadores creen estar viendo.

Los estadios de los países grandes y fuertes están llenos de público que desahogan en cada partido sus frustraciones, sus miedos e ilusiones. Son los fanáticos que necesitan construirse un ídolo al cual adorar como un Dios. Puede ser un jugador o puede ser un equipo, por los cuales, incluso, pueden dar hasta su vida, además de su tiempo, energía y estados de ánimo. Algunas personas llenan su vida vacía con esta actividad.

En el mundo actual hay que saber que el juego real no es el que se está desarrollando en la cancha ni el que presencian los fanáticos. Este es el juego aparente, que es el desarrollado por los jugadores que mueven un balón. Estos son, sin embargo, los simples operarios que, al ser sacados de la nada social y convertidos en personajes millonarios, funcionan como representantes de un éxito social y económico, cuyos pasos es posible y hasta necesario seguir. Generalmente se trata de personas inofensivas, sin ideas más allá de la cancha de fútbol, que son transformadas en verdaderos héroes, vacíos, silentes, y sobre todo, inofensivos para el juego.

Esta verdad deja de serlo en el caso del jugador Diego Armando Maradona, quien desde siempre expresó una posición inteligente y política, y descubrió la relación entre el juego y el poder. En nuestro país [El Salvador], el Mágico González representa un ser humano alejado de los valores mercantiles más odiosos y es alguien que recupera la humanidad, capaz de entender que el juego debe ser defendido y asegurado.

El otro juego, el juego real, el que no se desarrolla en la cancha, y el que no miran los espectadores, es el del poder real, en donde los jugadores reales no aparecen en la cancha, no son ídolos de nadie, pero son, sin embargo, los que determinan las reglas reales del juego real. Estos son los dueños de los equipos, de las televisoras, son los apostadores que deciden quien debe ganar y quien debe perder, y ellos son los que construyen el verdadero juego.

Este juego es el que le da al fútbol diferentes significaciones porque, en determinadas circunstancias, construye una especie de unidad nacional, por encima de cualquier diferencia económica o política, y en ciertos momentos, los países más divididos y confrontados aparecen unidos en torno a un resultado esperado y hasta peleado en la cancha. En este caso, el juego es político y los hilos del mismo son manejados hábilmente por grandes aparatos ideológicos, asegurándose, en todo caso, que la euforia sustituya o borre cualquier contacto real con la realidad real de la gente que sigue los resultados, que los celebra o que los sufre. Una vez pasado el evento, la sociedad sigue viviendo su vida y cada quien sigue su noria, que en algunos casos puede ser sangrienta.

En todo esto funciona un poder, pero contemporáneamente, nada sustituye al fútbol en el oficio peligroso de construir un poder en el que las masas sean el objeto perfecto, y nunca el sujeto de nada.

Por supuesto que no estamos hablando de ningún deporte, aunque, si el deporte es un conjunto de reglas, armonizadas con un conjunto de habilidades, bien podríamos pensar que el fútbol, pese a todo, sigue siendo deporte. Pero si consideramos que todo deporte busca un desarrollo integral del ser humano en lo físico, espiritual y cultural, pensamos que no estamos nosotros ante un deporte, sino ante una serie sucesiva de actos brutales de poder. Esto es lo que explica que esta actividad entre de lleno en las actividades del mercado, en lo que se llama “mundo privado”, que define sus propias reglas, sus propios precios, sus propias ganancias, sus propias sanciones, como una especie de castillo feudal al que nadie penetra ni asalta, y por supuesto, se trata de un mundo que define su propia política.

Vistas así las cosas, resulta difícil definir todo esto como un deporte. Y desde luego, los “héroes deportivos” de este “deporte” resultan ser nuevos millonarios que han salido de las canchas más polvorientas, de los barrios más olvidados y del mundo más gris de las sociedades. Y representan el éxito, pero casi nunca modelos patrióticos, o morales, o culturales, recomendables por ningún gobierno decente. Pero estos héroes cumplen la función política de convocar a millones de muchachas y muchachos a buscar el éxito y no la felicidad, a dedicarse a algo que no exija estudio y trabajo afanoso, ni conocimiento científico, y aquí, el poder real aparece controlando las psicologías y conductas de millones de seres humanos en el mundo.

El poder es necesario en las sociedades, pero sobre todo aquel poder que en manos de los últimos y de los mínimos, amenace un orden injusto y construya otro orden justo. El poder no ha de ser la manipulación tan soberana y brutal que emana de las canchas y de las publicidades. Ha de ser liberador y los seres humanos han de aprender a ponerlo a su servicio, y han de saber que ni una pelota rodando ni una muchedumbre de muchachos detrás de ella, es un juego inocente. Por el contrario, han de saber que hay lobos aullando en cada gol alcanzado, y monedas tintineando en cada victoria o derrota gozada o sufrida.

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