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Venezuela :: 19/06/2017

Extractivismo exportador y clases sociales en Venezuela

Silvia Adoue
No hay atajos. O las clases trabajadoras se organizan y asumen la iniciativa para hacer avanzar el proceso, o el proceso retrocede

La coyuntura de medio plazo en Venezuela es la del intento de superar la matriz exportadora, agropecuaria hasta 1920 y de petróleo a partir de entonces. Ese intento, por ahora, no prosperó. El pasaje de aquella producción agropecuaria (aunque centralmente exportadora) para la extractiva trajo como resultado una dependencia aun mayor para la economía del país, ya que el abandono de las actividades productivas en el campo resultó en el imperativo de la importación de alimentos. El consumo subvencionado por el Estado tornó gran parte de la sociedad venezolana “parasitaria” y bloqueó el pasaje para el capitalismo competitivo, aun en períodos en que otros países de la región, aprovechando la oportunidad de la coyuntura mundial para la sustitución de importaciones, desarrollaban una industria de transformación. Al mismo tiempo, creó condiciones adversas para cualquier proyecto nacional, dejando la economía interna a merced de cualquier presión del polo externo de la economía.

El programa bolivariano apuntaba, desde el comienzo, a una distribución más democrática de la renta del petróleo y, a medio plazo, a la superación de la matriz extractiva exportadora. Ese último objetivo esperaba contar con las posibilidades de una coyuntura mundial semejante a la que permitió el nacional desarrollismo en países de la región, a partir de los años de 1930 y, sobre todo, en la post segunda guerra mundial. Ese nacional desarrollismo tardío, sin embargo, no encontró, ante la realidad contemporánea, condiciones semejantes. Pero movilizó un sector importante de las Fuerzas Armadas, del cual Hugo Chávez fue expresión cabal.

Si en un primer momento se favoreció un sector burgués, con la esperanza de desarrollar una industria interna, la propia experiencia histórica permitió que la dirección política de Chávez percibiese que ningún sector burgués (dizque) nacional tendría la consecuencia, el interés y la radicalidad necesarios para llevar adelante tal proyecto. Así, buscó y podemos decir que encontró no sólo eco, sino apoyo fundamental en las clases trabajadoras. Lo que prueba la base de apoyo y resistencia frente al golpe de Estado que la burguesía más umbilicalmente vinculada a los intereses del capital internacional promovió en 2002.

El giro que la acción popular provocó en 2002, inclinando la balanza a favor del retorno de Chávez, consolidó una alianza que se expresó en una serie de medidas que ampliaban las conquistas democráticas de la Constitución de 1999, como el impulso a la formación de comunas organizadas. Estaba claro para Chávez que la viabilidad del proyecto de ruptura con la matriz extractiva exportadora dependía esencialmente del protagonismo de ese proletariado. Por eso la palabra que predominó en su último período de vida fue “Comunas o nada”. Era una carrera contra el tiempo. No sólo contra el cáncer que amenazaba su existencia, sino también contra el agotamiento del margen político y económico que la coyuntura regional y mundial permitía.

Sin ninguna experiencia histórica de alcance nacional, el proletariado venezolano, con una iniciativa mejor organizada que el espontáneo “Caracazo” de 1989, consiguió impedir el golpe de 2002, pero no consiguió en estos años asumir tal protagonismo a no ser en cuestiones de carácter ocal El intento de cambiar la estructura agraria con la Ley de Tierras de 2005, favoreciendo la producción local de alimentos en gran escala, no tuvo el impacto esperad. Después de casi 80 años de abandono de las actividades agropecuarias, no fue simple encontrar trabajadores urbanos dispuestos a retornar a la agricultura.

Tampoco resultó fácil la reconversión de los trabajadores informales al trabajo fabril en el contexto de una economía que continúa siendo rentista. Al mismo tiempo, y desaparecido el liderazgo de Chávez, un conjunto de fuerzas sociales que el proceso bolivariano no había descartado, como por ejemplo la “boliburguesía” que como toda burguesía venezolana es también parasitaria de la renta del petróleo, ganaron mayor peso en las decisiones, retardando cualquier avance en la superación de la matriz exportadora. Los intentos de acuerdos del Estado con el capital chino también se demostraron inútiles, a mayor plazo, para cualquier ruptura con la condición dependiente de la economía venezolana. Al mismo tiempo, se desenvolvió una burocracia de Estado con intereses propios, con creciente capacidad de decisión y poder.

La creación de las comunas, la gestión por los trabajadores de parte de las empresas estatales y las milicias populares no resultaron necesariamente en un contrapoder. Las milicias, que permiten el armamento popular, están sometidas a las decisiones de los cuarteles. Y si pueden ser fácilmente activadas en caso de invasión de tropas extranjeras, para la defensa territorial, es más difícil que puedan actuar frente a las acciones terroristas de las guarimbas (método de enfrentamiento de los opositores que se organizan en grupos para la acción directa).

Los trabajadores de las empresas estatales que se lanzaron al control de la producción con la conciencia de la necesidad de asumir el comando, sin experiencia y sin un proyecto de reestructuración económica, en muchos casos fueron desplazados por otros con visión corporativa, que actuaban en defensa de su empresa en competición por los mercados, en lugar de verse como clase trabajadora que se piensa dirigente de la sociedad. En otros casos, y antes de cualquier intento de control de la producción por los trabajadores, la burocracia del Estado asumió el papel de administradora de esas empresas, respondiendo a sus propios intereses como casta burocrática.

Las comunas no siempre consiguieron asumir autonomía con respecto al Estado y tampoco contaron con un proyecto que les permitiese actuar de manera coordinada contra los intereses burgueses y pequeño burgueses en él representados.

Los partidos políticos de derecha y la pequeño burguesía, que perdió su “distinción” en todos estos años, ahora cuentan con la desesperación que campea en los sectores menos organizados de la población frente a la falta de productos de primera necesidad que la economía, dependiente de las importaciones de esos productos, sufre. La caída del precio del petróleo, la presión internacional, el mercado negro que la escasez de esos productos propicia (inclusive por la oportunidad de hacer “negocios” a costa de la población, que sectores del propio Estado y de la “boliburguesía” ven) aumenta el descontento general. Así, aunque las fuerzas de derecha no tienen ningún proyecto favorable a las clases trabajadoras, navegan sobre la onda de desorientación y de miedo de esos sectores desorganizados.

El llamado a la constituyente por parte del presidente Maduro a partir de las comunas y de los movimientos populares duplica la apuesta en el sentido de la movilización popular. Es un guiño para que los sectores más organizados de las clases trabajadoras asuman protagonismo de alcance nacional que no tuvieron hasta hoy.

La operación que los grandes medios de comunicación vienen llevando presenta la lucha callejera como un factoide de movilizaciones con opositores de un lado y policía por otro. Opositores que no extrañamente están agrupados en torno de dirigentes partidarios que son los mismos que organizaron el golpe en 2002. La mortalidad de los enfrentamientos debe ser acreditada a las guarimbas, a los linchamientos encabezados por los opositores, a los atentados de derecha y a la represión policial, en ese orden.

El ambiente de violencia, que está restricto a algunas ciudades, es puesto en foco y espectacularizado para crear apoyo y opinión favorable a un golpe parlamentario, ya que es en el parlamento donde la oposición aliada a los intereses del capital internacional tiene más fuerza institucional. Una parte de la población quiere que todo esto acabe enseguida y que aparezcan los productos de primera necesidad. No importa con qué gobierno, no importa cómo. Externamente, e ignorando insidiosamente las conquistas democráticas de los últimos años, la situación es recurrentemente presentada como una disputa por más o menos democracia dentro del modelo de las democracias basadas en los tres poderes, y no de los cinco definidos en la Constitución de 1999: Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral. Recordemos que las invasiones a Afganistán, a Irak, a los Balcanes, a Haïti y a Libia fueron precedidas por llamados de intelectuales bien pensantes a una intervención de la “comunidad internacional” y en nombre de la democracia.

Si los movimientos populares asumen el protagonismo, inclusive en el enfrentamiento a la derecha en las calles, así como ocurrió en 2002, es posible otro desdoblamiento. En algunas regiones, se formaron brigadas para combatir los asesinatos y las guarimbas y proteger el territorio, evitando la formación de corredores de municipios afectados por las bandas fascistas. Pero, si la defensa territorial prospera, será sólo el comienzo. Aun así, será preciso implementar una estrategia que promueva la necesaria reestructuración productiva y trace los rumbos de una economía que no dependa tan profundamente de la extracción y exportación de petróleo y sus derivados. No es imposible.

No hay socialismo, del siglo XXI o de cualquier otro siglo, si las clases trabajadoras no asumen la dirección de los destinos de la sociedad. Para quienes se acuerdan solamente de la primera parte de la frase de Mao “La revolución no es una cena de gala”, vale recordar la última parte. Si es verdad que la revolución no es un encuentro educado y ordenado, no es el carácter violento en sí mismo lo que permite reconocer una revolución. Lo que la define es tratarse de una acción “por la cual una clase derriba otra”. La revolución democrática, en América Latina, inmediatamente encuentra el límite de clase: la burguesía no es democrática, es autocrática. Las burguesías latinoamericanas no abren mano de nada. Sus intereses están íntimamente vinculados a los intereses del capital internacional.

La reciente experiencia brasileña, que catapultó empresas de origen local para transformarlas en operadoras transnacionales, así lo demuestra. Ellas se mostraron descaradamente contrarias a cualquier proyecto o interés nacional, dispuestas a cualquier acuerdo que permitiese mantener sus lucros y sus agentes se revelaran personalmente canallas, como corruptores de funcionarios de Estado a los que seguidamente entregaron al escarnio público para salvar sus intereses empresariales. La JBS y la Oderbrecht no son casos singulares. El tamaño del fracaso e cualquier intención de impulsar la constitución de una burguesía nacional fuerte y tornarla un actor transnacional es el tamaño del éxito en el segundo término del proyecto. El primero era simplemente imposible.

No hay atajos. O las clases trabajadoras se organizan y asumen la iniciativa para hacer avanzar el proceso, o el proceso retrocede. Los 100 años de la revolución soviética, con sus éxitos iniciales y su degeneración concomitante a la pérdida del protagonismo de las clases productoras, lo confirman. En Venezuela no hay más margen para una salida de consenso con aquellos que apoyaron el golpe en 2002 y los que ponen palos en la rueda de la superación de la economía rentista. No se trata de “resolver la crisis” cediendo al chantaje de las fuerzas regresivas, se trata de profundizar la lucha de clases. Cualquier salida de consenso abrirá la puerta para una dirección cruel, vengativa y autocrática. Esta usará el consenso para prescindir inmediatamente de él.

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