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Mundo, Madrid :: 20/02/2018

¿Es la alternativa insurreccional en América Latina una opción de futuro?

Marcos Roitman Rosenmann
Aquellos que imposibilitan la revolución pacífica hacen que la revolución violenta sea inevitable

No corren buenos tiempos para la democracia representativa, forma por excelencia de dominación burguesa occidental, en América Latina. En nuestro continente la hechura por antonomasia de ejercicio del poder ha sido la dictadura y los regímenes autocráticos. Su receta para garantizarse el control de las instituciones y evitar la derrota política son el fraude electoral y el sempiterno recurso del golpe de Estado. Un espejismo hizo albergar falsas expectativas. Durante un breve periodo –el comprendido entre el fin de la guerra fría y el ataque a las Torres Gemelas (1989-2001)– pareció que las burguesías latinoamericanas habían asumido un comportamiento democrático.

Eliminado el fantasma del comunismo, no había enemigo en el corto plazo. Imbuidas de una fe ciega por haber desarbolado cualquier proyecto que les hiciese sombra, no dudaron en asumir un discurso democrático reivindicando un nuevo orden, en el cual se respetarían las reglas del juego, renunciando a las viejas prácticas desestabilizadoras, golpes de Estado y fraudes electorales.

Por otro lado, la izquierda política latinoamericana y, más aún, la izquierda social siempre han luchado por conquistar espacios institucionales, ampliar los derechos sociales, políticos y económicos bajo el marco de unas elecciones limpias donde se respetasen los resultados. La reconversión hacia la democracia de la burguesía facilitaba el advenimiento de un espacio común de lucha política. La coincidencia en los objetivos de mediano y largo plazos, un ordenamiento en el cual los conflictos se resolvieran en la arena electoral y la negociación, llevó a consensos para reformar constituciones, legitimar la participación de nuevos actores y asumir el resultado de las urnas, favoreciendo a unos u otros. La vía insurreccional se descartaba y entraba en barbecho buscando soluciones a los conflictos armados en la región abriendo una etapa de reconciliación. Desarme, negociación y reconversión de movimientos armados en partidos políticos era el horizonte dibujado para el futuro siglo XXI.

Lamentablemente, las esperanzas se vieron frustradas al momento de renacer alternativas populares cuyos proyectos cuestionaron el orden neoliberal. La derecha política y las clases dominantes deciden retroceder sobre sus pasos, recurriendo al fraude electoral y reinventando los golpes de Estado. El acceso al Ejecutivo de gobiernos populares, antimperialistas, democráticos, se ha visto frustrado mediante la manipulación y el dolo en las urnas. Han disparado toda la munición para hacer inviable el acceso al poder político de alianzas populares, heterodoxas y revolucionarias en las maneras de entender el proceso de toma de decisiones, cuyo sello de identidad es el compromiso sin ambages con los valores democráticos. Alianzas de amplio espectro defienden programas destinados a frenar la desarticulación de los débiles sistemas públicos de salud, educación, vivienda y derechos laborales emergentes en los años del desarrollismo.

Vistas como un peligro para los intereses del nuevo complejo financiero industrial militar, sufren el ataque inmisericorde de las burguesías trasnacionales, encuadradas en el Consenso de Washington, cuyo papel ha sido jibarizar los espacios de representación política de las clases trabajadoras, recortar derechos ciudadanos y articular un capitalismo predador anclado en la privatización, desregulación y descentralización flexible del poder, cuyo resultado ha sido el aumento de la desigualdad, la exclusión social, la precarización laboral, reinventando la esclavitud y ampliando en grado superlativo el rechazo a la democracia en todas sus formas, reivindicando la explotación como fuente de progreso.

Más allá del discurso triunfalista del neoliberalismo, los primeros síntomas de rechazo a sus reformas se hicieron sentir en México. La insurgencia del EZLN en 1994 puso en evidencia las consecuencias de un sistema corrupto, ilegítimo y fraudulento. Más tarde, en 1998, el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela supuso otro llamado de atención. En 2001 se produjo en Argentina una crisis de legitimidad, dejando al descubierto las consecuencias del neoliberalismo. Corralito financiero y despidos acompañados de represión. Entre 2001 y 2004 ocuparon la Casa Rosada seis presidentes, hasta el triunfo de Néstor Kirchner. Una ola de optimismo sacudió el continente.

Lula, en Brasil; Evo Morales, en Bolivia; Correa, en Ecuador; José Mujica, en Uruguay; Kichner, en Argentina; Manuel Zelaya, en Honduras, y Fernando Lugo, en Paraguay, ganaban elecciones a contracorriente. En El Salvador triunfaba el FMLN, en República Dominicana se imponía el socialdemócrata Leonel Fernández y en Nicaragua los sandinistas recuperaban el poder. Fue el fin de la ilusión democrática. No todos concluyeron sus mandatos. Manuel Zelaya, en Honduras, o Fernando Lugo, en Paraguay, inauguraron los nuevos golpes de Estado, donde el protagonismo pasó de las fuerzas armadas a magistrados, senadores, diputados, empresarios y trasnacionales. Asimismo, se bloquea el acceso a la presidencia en 2012 a Andrés Manuel López Obrador en México, y en 2017, en Honduras, se ningunea el triunfo al candidato de la unidad anticorrupción, Salvador Nasralla, religiendo a Juan Orlando Hernández con la complicidad de institutos, centros o consejos electorales. Por no citar el golpe de Estado en Brasil contra Dilma Rousseff y los intentos por inhabilitar a Lula.

En la región emergen el asesinato político, las detenciones arbitrarias, se compran jueces y fiscales, el sistema judicial se trasforma en el brazo ejecutor de las corporaciones trasnacionales y el empresariado cipayo. Se cierran medios de comunicación independientes, secuestran a dirigentes campesinos, la guerra sucia renace de sus cenizas. Periodistas mueren a manos del crimen organizado y de los cuerpos de seguridad del Estado. Se criminaliza la crítica. La sociedad se militariza. Se vive un estado de guerra, la presencia continua de las fuerzas armadas en la calle hace temer lo peor. La vigilancia, el control social y la violencia estructural permean todas las esferas de la vida cotidiana.

Se persigue a los pueblos originarios, les arrebatan sus tierras, los encarcelan y violan a sus mujeres y niños. La pobreza y la desigualdad social se expanden como pandemia. Nuevos totalitarismos, golpes de Estado, fraude electoral y pérdida de derechos políticos se unen a un imperialismo cada vez más depredador. La neoligarquización del poder abre la puerta a nuevos movimientos insurgentes. Aquellos que imposibilitan la revolución pacífica hacen que la revolución violenta sea inevitable: John Kennedy.

La Jornada

 

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