¡Que no sea una ola!
Cuando yo tenía 26 años casi no conocía feministas, porque éramos muy pocas. Y cuando me presentaba como tal, sentía inmediatamente, en la abrumadora mayoría de los casos, tanto en varones como en mujeres, la barrera, la prevención. A mi “soy feminista” se respondía casi indefectiblemente exponiendo un desacuerdo con más prejuicios e ignorancia que argumentos, y una agresividad no siempre disimulada. Varones y mujeres diferían en el modo en que manifestaban su reacción negativa pero era raro que tuvieran algún real interés en entender qué quería decir yo cuando me reconocía feminista. Y no diferían casi nunca en la intención que atribuían a mi declaración: escuchaban palabras desafiantes aunque yo hubiera querido hacer una confesión, o una aclaración sobre mi marco teórico o político. Era siempre escuchado como un ataque y me exponía a la hostilidad o a la burla y sobre todo -lo más doloroso- al empecinado desinterés por mis motivos.