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Europa, Pensamiento :: 21/10/2017

¿Votar, o reinventar la política?

Alain Badiou
Badiou nos explica por qué las elecciones parlamentarias solo benefician al capital, y qué debemos hacer para evitar sus perniciosos efectos

Artículo escrito el 17 de abril de 2017, antes de las presidenciales francesas de mayo.

Gran parte del electorado está aún indecisa sobre el voto para presidente. Yo consigo entender el porqué. No es tanto que los programas de los candidatos considerados elegibles sean oscuros o confusos. No es tanto - para usar una formulación que usé cierta vez con Sarkozy y que gozó de cierto suceso - que necesitemos preguntarnos "en nombre de qué hablan." En la realidad, todo eso es bastante evidente.

Marine Le Pen es la versión modernizada - y por tanto feminizada - de lo que la extrema-derecha francesa siempre fue. Un incansable petanismo.

Francois-Fillon es un petanista de traje y corbata. Su filosofía (personal o presupuestaria) puede ser reducida a "ahorrar cada centavo." Él no está tan atento al origen de su propio dinero, sin embargo es obsceno, avariento, intransigente cuando se trata de gastos fiscales, en especial del dinero destinado a los pobres.

Benoit Hamon es el representante tímido, bastante limitado, del "socialismo de izquierda"; algo que siempre existió, aunque sea más difícil de identificar o detectar que aquellos personajes que nunca vemos.

Jean-Luc Mélenchon - ciertamente el menos repulsivo - es mientras tanto la expresión parlamentaria de lo que llamamos hoy izquierda "radical", en la frontera precaria entre el viejo socialismo fracasado y un comunismo espectral. Enmascara la falta de osadía y claridad de su programa con una elocuencia digna de Jean Jaurés.

Emanuel Macron, a su vez, es una criatura traída de la nada por nuestros verdaderos maestros, los capitalistas tardíos, aquellos que compraron todas las papeletas por precaución. Si cree y dice que Guyana es una isla o que El Pireo es un hombre, es porque sabe que ninguno en su entorno jamás se comprometió con lo que dice.

Entonces aquellos que dudan, saben - aunque no claramente - que en ese teatro de papeles viejos y conocidos, la convicción política tiene poquísimo valor, o es solo un pretexto para trucos falaces. Por eso, es útil comenzar por la siguiente pregunta: ¿qué es la política? y ¿qué es una política identificable, declarada?

Cuatro orientaciones políticas fundamentales

Una política siempre puede ser definida a partir de tres elementos. Primero, la masa de personas comunes, con lo que piensan y hacen. Llamemos a eso "el pueblo." En seguida, las varias formaciones colectivas: asociaciones, sindicatos y partidos - en suma, todos los grupos capaces de acción colectiva. Finalmente, los órganos del poder estatal - congresistas, gobierno, ejército, policía - pero también los órganos del poder económico y mediático (una diferencia que se tornó casi imperceptible), o todo lo que llamamos hoy - con un término al mismo tiempo pintoresco y opresor - "aquellos que deciden."

Una política siempre consiste en perseguir objetivos para la articulación de estos tres elementos. Así, podemos ver que en el mundo moderno - de modo general - hay cuatro orientaciones políticas fundamentales: fascista, conservadora, reformista y comunista.

Las orientaciones conservadoras y reformistas constituyen el bloque parlamentario central en las sociedades capitalistas avanzadas: la izquierda y la derecha en Francia, republicanos y demócratas en EEUU, etc. Lo que esas dos orientaciones tienen en común es que afirman que el conflicto entre ellas - específicamente la articulación de esos tres elementos - puede y debe permanecer en los límites constitucionales aceptados por ambas.

Lo que las otras dos orientaciones - fascista y comunista - tienen en común, a pesar de la radical oposición entre sus objetivos, es que defienden que el conflicto entre los diferentes partidos en la cuestión del poder estatal es tendencialmente irreconciliable: no se puede restringir a un consenso constitucional. Estas orientaciones rechazan integrar objetivos que contradicen los propios - o que sean simplemente diferentes de los suyos - en su concepción de la sociedad y del Estado.

Podemos entender el "parlamentarismo" como el nombre para la organización del poder del estado que asegura a conservadores y reformistas una hegemonía compartida - mediatizada por la maquinaria electoral, los partidos y su clientela - que elimina en todos los lugares cualquier perspectiva seria de que los fascistas o los comunistas lleguen a tomar el poder del Estado. Tal es la forma dominante de Estado en lo que llamamos "Occidente."

Esta configuración requiere un tercer término, una poderosa base contractual común, al mismo tiempo externa e interna a las dos orientaciones principales. Claramente, en nuestras sociedades, el capitalismo neoliberal es esa base. Libertad ilimitada de empresa y enriquecimiento, respeto absoluto a la propiedad privada - garantizada por el sistema judicial y por la policía - confianza en los bancos, educación de los jóvenes, competencia bajo la máscara de "democracia", apetito de "éxito", afirmaciones repetidas del carácter nocivo y utópico de la igualdad: tal es la matriz de las libertades consensualmente establecidas. Estas son las libertades que los tales partidos dominantes más o menos tácitamente se comprometen a garantizar perpetuamente.

El desarrollo del capitalismo puede conllevar algunas incertidumbres en cuanto al valor del consenso parlamentario y a la confianza atribuida - durante el ritual electoral - a los "grandes" partidos conservadores o reformistas. Eso es especialmente cierto en el caso de la pequeña-burguesía que ve su estatus social amenazado, o en zonas de clase trabajadora desbastadas por la desindustrialización. Vemos eso en Occidente., donde podemos observar una especie de decadencia de cara al poder ascendente de los países asiáticos. Esa crisis subjetiva actual favorece sin duda a las orientaciones pro-fascistas, nacionalistas, religiosas, islamofóbicas y beligerantes, porque el miedo es mal consejero, y esas subjetividades marcadas por la crisis se ven tentadas a apegarse a mitos identitarios. Sobre todo, porque la hipótesis comunista emergió terriblemente debilitada del fracaso histórico de casi todas sus versiones primeras, estatizantes, especialmente la URSS y la República Popular China.

La consecuencia de esa debilidad es auto-evidente: una buena parte de la juventud, de los des-privilegiados, de los trabajadores abandonados y del proletariado nómada de nuestros suburbios está convencida de que la única alternativa a nuestro consenso parlamentario es la política fascista de identidades resentidas, racismo y nacionalismo.

Comunismo, una liberación de la humanidad

Si quisiéramos oponernos a esa terrible situación, solamente un camino se nos abre: reinventar el comunismo. Esa gran palabra tan ultrajada debe ser retomada, redimida y recreada. Anuncia, como lo hizo por casi dos siglos, con una gran visión apoyada por la realidad, una liberación de la humanidad. Algunas décadas de tentativas inéditas - violentas porque fueron brutalmente cercenadas y atacadas, y finalmente condenadas a la derrota - no pueden convencer a nadie de buena fe de que se deba eliminar esa perspectiva, forzándonos a desistir para siempre de realizarla.

¿Deberíamos, pues, votar? Fundamentalmente, deberíamos ser indiferentes a esa demanda que viene del Estado y de sus organizaciones. A estas alturas, todos deberíamos saber que el voto siempre implica reforzar una de las orientaciones conservadoras del sistema existente.

Analizado en sus contenidos reales, el voto es una ceremonia que despolitiza al pueblo. Debemos comenzar por restablecer en todos los lugares la visión comunista del futuro. Militantes convencidos deben discutir sus principios en todos los contextos populares, en todo el mundo. Como propuso Mao, debemos "dar al pueblo, en su especificidad, lo que este nos da en medio de la confusión." Eso es reinventar la política.

Le Monde. Traducido por La Haine

 

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