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EE.UU., Asia, Mundo :: 29/05/2023

Kissinger, Ellsberg y la muerte

Maciek Wisniewski
Kissinger convenció a Nixon de ir con todo contra Ellsberg, y fue él quien creó la unidad secreta dentro de la Casa Blanca para tapar las fugas: los Plomeros

1. Henry Kissinger está cumpliendo 100 años. Pocos estadistas han ejercido tanto poder, han generado tanto sufrimiento y −con razón− han sido acusados de tantas cosas. Algunos de sus variopintos acusadores −como Christopher Hitchens (1949-2011), el enfant terrible de la izquierda vuelto un neoconservador, autor de un alegato para enjuiciar al genio de la geopolítica por crímenes de guerra (The Trial of Henry Kissinger, 2001, pp. 145) o Anthony Bourdain (1956-2018), el chef-celebridad que remarcó que si alguna vez alguien ha estado en Camboya (la operación secreta de bombardeo ideada por Kissinger mató allí al menos a 100 mil civiles) nunca dejará de querer matarlo a golpes con sus propias manos y nunca podrá observar las exageradas adulaciones de este cerdo traicionero, prevaricador y asesino sin atragantarse−, ya están muertos. Pero no Henry. Henry se niega a morir.

2. Greg Grandin en su devastador, tanto para Kissinger como para todo el sistema estadunidense, libro Kissinger’s Shadow: The Long Reach of America’s Most Controversial Statesman (2015, pp. 270), en una sección titulada Un obituario predicho −¡cuántos de estos esperan futilmente en los cajones a lo largo del mundo!− recuerda la lista de acusaciones y otros, aparte de Camboya, lugares destripados por este Premio Nobel de la Paz (cuando se lo dieron a Kissinger se dijo con razón que la sátira política ha muerto): el propio Vietnam, Laos, Indonesia/Timor, Bangladesh, Chipre, Chile, Argentina, Uruguay.

A la vez Grandin recordaba que hasta hoy en día el mejor retrato de él es el libro de Seymour Hersh, el famoso reportero de investigación, The Price of Power: Kissinger in the Nixon White House (1983, pp. 698), donde Hersh lo expone como un paranoico acicalado suspendido entre la crueldad y la adulación para avanzar su carrera. Pequeño en sus vanidades y andrajoso en sus motivos Kissinger bajo la pluma de Hersh es, no obstante, shakespeariano, porque su mezquindad se juega a escala mundial con consecuencias épicas (p. 5). Qué más que añadir.

3. Siendo brevemente víctima del culto de Henry Kissinger −tal vez ya no, pero hace un par de décadas cada estudiante de diplomacia tenía que saber de memoria su monumental Diplomacy (1995, pp. 912) y más aún en países como Polonia, donde los profesores mediocres compensaban su pasado de apparatchitks socialistas con el culto neófito de todo lo que venía de EEUU− no me deja de extrañar cómo pude, literalmente, saber primero quién era el Dr. Henry Kissinger que quién era el Dr. Daniel Ellsberg.

Aquel Ellsberg que después de trabajar por años dentro de la maquinaria de guerra de EEUU, también bajo Kissinger, se convirtió en su operativo de más alto rango en optar por no participar y revelar los Pentagon Papers, el ultrasecreto estudio de 7 mil páginas que expuso mentiras sobre las políticas estadounidenses en Vietnam dichas por cuatro presidentes sucesivos.

4. En el libro de Grandin hay fragmentos apasionantes dedicados a desgranar la relación Kissinger-Ellsberg. Los dos eran una antítesis perfecta. Seguían preceptos parecidos y venían de historias similares. Ambos suscribían la visión de que las personas y los Estados debían crear sus propios destinos, pero mientras Kissinger la empuñó para acumular el poder, Ellsberg usó estos principios filosóficos para contrarrestarlo y revelar la verdad sobre la guerra que consideraba inmoral (p. 98-102).

Kissinger no lo pudo tragar. Es inmensamente irónico que con toda su astucia han sido sus propias acciones –paranoia y odio personal– las que acabaron tumbando el gabinete que lo subió a la fama. Kissinger convenció a Nixon de ir con todo contra Ellsberg – es magnífica la escena en Nixon (1995) de Oliver Stone donde Kissinger lo pinta como el enemigo más grande de la nación y un desviado sexual–, y fue él quien empujó la creación de la unidad secreta dentro de la Casa Blanca para tapar las fugas: los Plomeros. Su primera tarea era entrar a la oficina del sicoanalista de Ellsberg para hacerse de algún material comprometedor. Y luego fue el Watergate.

5. Los futuros obituarios de Kissinger, predecía ya hace años Grandin, errarán en muchas cosas. Su culto acrítico vino a quedarse. Pero el principal error será describirlo como el opuesto de los neoconservadores idealistas y añorarlo por su realismo que tanto necesitamos. La verdad es que el realismo y el idealismo son dos caras íntegras del sistema estadounidense y éste en su conjunto ya se mueve por principios kissingerianos (p. 14-15).

Seguramente no faltarán también quienes en este falso tenor lo alabarán por sus recientes llamados razonables por la paz en Ucrania. Pues conviene recordar que fue Kissinger quien quiso usar armas nucleares tácticas en Vietnam cuando EEUU iba perdiendo. En cambio, perspectivas como las de Ellsberg −sus críticas a la industria bélica o su defensa de los nuevos whistleblowers− raramente llegaban a escucharse.

De allí tal vez uno se puede sentir un poco justificado de joven, pero a la vez enfurecido de como el sistema se impuso por encima de la verdad (la adulación a Kissinger es la prueba más clara de ello). Hace un par de meses, a sus 92 años, Ellsberg anunció que tiene cáncer terminal y que le quedan pocos meses de vida. Hersh, su amigo de décadas −en su momento Ellsberg pasó una semana en su casa corrigiendo el manuscrito de The Price of Power− le dedicó un entrañable texto. Otro, probablemente, que se irá antes de Henry.

@MaciekWizz

 

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