La comunidad autoorganizada. Notas para un manifiesto comunero


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La comunidad como potencia política en contextos de crisis
Llanisca Lugo (ICIC Juan Marinello, La Habana): Me alegra compartir este espacio. También quiero agradecer a Miguel, porque su libro ha sido, para mí, una provocación muy potente, en el mejor sentido del término. Me permitió encontrar muchas resonancias con procesos de los que formo parte, pero también muchas preguntas nuevas, algunas de las cuales aún no he podido resolver del todo, y que me han hecho pensar desde otros lugares.
Quisiera comenzar por señalar algo que, para mí, es uno de los méritos más importantes del texto: su capacidad de nombrar. En un momento donde muchas veces se nos dice que no se puede nombrar, o que no se debe, Miguel apuesta por nombrar lo que hay, lo que existe y lo que puede llegar a ser.
Ese gesto de nombrar lo común, la comunidad, la trama ancestral, la autoorganización, las alteridades utópicas, no es solo un acto teórico, sino profundamente político.
En un tiempo donde la política parece estar secuestrada por la gestión tecnocrática, por los discursos vaciados de contenido, La comunidad autoorganizada... nos propone pensar de nuevo la política como invención, como praxis creadora, como espacio de posibilidad. Y lo hace desde una mirada que no es académica en el sentido convencional, sino que está atravesada por la militancia, por la experiencia concreta, por el compromiso con los procesos populares.
Eso me resuena profundamente desde el contexto cubano, donde muchas veces la palabra «comunidad» ha sido utilizada desde el Estado para designar zonas, territorios, espacios administrativos. Pero no siempre se ha pensado a la comunidad como sujeto político, como forma de vida, como potencia organizativa desde abajo. En cambio, en los últimos años -- sobre todo a partir del 11 de julio de 2021-- han empezado a emerger, en Cuba, formas de organización comunitaria que no responden a lógicas institucionales, sino que nacen de necesidades reales, de vínculos de solidaridad, de prácticas autogestionarias.
En ese sentido,
el libro de Miguel no solo nos sirve para pensar «desde afuera» lo que ocurre en Argentina o en América Latina. También nos sirve para pensar Cuba, para pensar lo que no se nombra, lo que queda por fuera del discurso hegemónico. En la Isla estamos atravesando un momento muy complejo, marcado por la crisis económica, por el endurecimiento del bloqueo, pero también por el desgaste de un modelo político que no ha logrado reinventarse con la fuerza necesaria. En ese contexto, hablar de comunidad, de autogobierno, de poder desde abajo, adquiere una relevancia vital.
Y hay algo más que quisiera señalar. Miguel no idealiza a la comunidad. No cae en la tentación de romantizarla como si fuera un espacio puro, incontaminado. Al contrario, la comunidad aparece en su complejidad: con sus tensiones, sus conflictos, sus contradicciones. Es una apuesta, sí, pero no una garantía. Eso me parece clave, porque muchas veces, en los discursos sobre la autogestión o el poder popular, se omite esa dimensión conflictiva, y se corre el riesgo de construir nuevos dogmas, como decía Josué.
En la práctica comunitaria, esa tensión es permanente. Lo veo en experiencias concretas en las que participo: redes de apoyo mutuo, procesos de soberanía alimentaria, proyectos culturales barriales. Ahí hay una riqueza enorme, pero también desafíos: cómo sostener esas experiencias sin que sean cooptadas por la lógica institucional; cómo evitar que se vuelvan cerradas sobre sí mismas; cómo construir redes más amplias, articuladas, capaces de disputar sentido y poder en otros planos.
El libro también me interpela en otro aspecto: la relación entre comunidad y subjetividad. Miguel insiste en que no se trata solo de organizar espacios físicos, sino también de producir nuevas subjetividades. Y eso es profundamente revolucionario. Porque
si algo ha hecho el capitalismo -- y, en muchos sentidos, también las formas burocráticas de socialismo-- ha sido erosionar la subjetividad, reducirla a su mínima expresión. La comunidad, en tanto espacio de producción de sentido, de afecto, de memoria, puede ser un lugar de reapropiación de lo humano.
En Cuba, hemos vivido una experiencia muy particular de Estado y revolución. Y muchas veces, esa experiencia ha colocado al Estado como el único actor legítimo del cambio. Pero hoy eso está en disputa. Hay una juventud que no se siente interpelada por las formas tradicionales de hacer política, pero que está buscando otras maneras de participar, de implicarse, de transformar su entorno. En ese marco, hablar de autogestión, de poder comunal, de tramas de vida en común, puede ser una vía para reencontrarnos con lo mejor de nuestra tradición revolucionaria, sin quedarnos atrapados en sus formas agotadas.
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Notas de autor: escritura como intervención política y búsqueda colectiva
Miguel Mazzeo: Gracias, compañeras, compañeros. Primero quiero agradecer profundamente a Wilder, a Josué y a Llanisca por sus intervenciones tan generosas, tan lúcidas, tan conmovedoras también. Me emociona que lean el libro no solo con atención, sino también con compromiso político, afectivo, militante.
Este libro no fue pensado como un texto académico, aunque sin duda dialoga con ciertas tradiciones del pensamiento crítico, con ciertas referencias teóricas. Pero en su forma y en su intención, como se ha dicho acá, pretende ser un manifiesto. Una toma de posición. Una intervención. Y eso implica también asumir el riesgo del presente, de lo que está en juego hoy, con sus complejidades, sus límites, sus tensiones.
La comunidad autoorganizada... nace de muchas experiencias. Algunas propias, otras cercanas. Nace de procesos concretos de organización popular, de prácticas de resistencia, de búsquedas colectivas. Pero también de un malestar profundo con respecto a las formas institucionalizadas de la política, que muchas veces han dejado de ser espacios de emancipación para convertirse en formas de administración del orden. Es un libro que surge, también, del agotamiento. Pero un agotamiento que no paraliza, sino que impulsa a buscar lo otro, a formular hipótesis, a imaginar futuros posibles.
Como bien decía Josué, es cierto que el título del libro dialoga -- críticamente, por supuesto-- con la noción de «comunidad organizada» que aparece en el texto clásico de Perón. Pero no es una mera parodia ni una recuperación irónica. Es una operación política. Intento resignificar esa noción, ponerla en tensión, abrirla a otras posibilidades. Hay algo ahí que me interesaba: la idea de comunidad como organización, no solo como afecto o pertenencia. Pero también me interesaba desplazarla, sacarla de la matriz estatal, corporativa, organicista, en la que muchas veces fue inscrita. De ahí la apuesta por la autoorganización.
Y también, como bien dijo Llanisca,
intento no fetichizar a la comunidad. No convertirla en una especie de paraíso perdido o promesa idílica. La comunidad también puede ser lugar de encierro, de exclusión, de reproducción de opresiones. Por eso insisto en que la comunidad que propongo es una construcción política, no una esencia preexistente. Una apuesta, como ella dijo, no una garantía.
En ese sentido, la comunidad autoorganizada no es necesariamente una forma territorial cerrada. Puede ser también una práctica, una actitud, una forma de vincularse, de hacer política. Puede ser una red, una trama, un proceso. Y eso la convierte en una herramienta versátil, adaptable, capaz de operar en múltiples niveles: en lo territorial, sí, pero también en lo simbólico, en lo subjetivo, en lo cultural.
Sobre esto último, quisiera detenerme un momento. Porque uno de los ejes del libro es la recuperación de lo que llamo una «trama ancestral, tácita y conjetural». Son saberes que no siempre se presentan como teoría política, pero que contienen una potencia subversiva enorme. Son formas de organización popular, de economía comunitaria, de cultura política barrial, de espiritualidad insurgente. Muchas veces las encontramos en los márgenes, en los intersticios, fuera del radar de la política tradicional o del pensamiento académico. Pero ahí hay una riqueza que necesitamos volver legible, no para capturarla o domesticarla, sino para ponerla en circulación, para activarla.
Eso implica también pensar en otro tipo de sujeto político. No el sujeto abstracto, homogéneo, autosuficiente que imaginó la modernidad. Ni el sujeto negado, disuelto, fragmentado de la posmodernidad. Sino un sujeto múltiple, contradictorio, en construcción. Un sujeto que se hace en la praxis. Que no es un dato, sino una tarea. Que se forma en la acción colectiva, en la elaboración común, en la construcción de horizontes compartidos.
De ahí que el libro también intente aportar a una ontología de lo común, como decía Josué. Pensar lo común no solo como lo que se comparte, sino como lo que se construye. No como propiedad, sino como relación. No como estado, sino como proceso. En ese punto, retomo algunas intuiciones de Marx, de Mariátegui, de Dussel, pero también de muchos compañeros y compañeras de la militancia popular, que quizás no hayan escrito libros, pero que han producido pensamiento desde la acción.
Y sí, el libro se sitúa en una coyuntura difícil. Una coyuntura de reflujo, de fragmentación, de ofensiva reaccionaria. Pero no es un libro pesimista. Es un libro esperanzado. Y no por ingenuidad, sino porque
creo que todavía hay zonas de la vida social que no han sido completamente capturadas por la lógica del capital. Lugares, prácticas, vínculos, afectos que siguen resistiendo, que siguen creando. A eso me refiero cuando hablo de «alteridades utópicas». No como fantasía irrealizable, sino como posibilidad encarnada, como hipótesis en acto.
Por eso, como decía Llanisca, no alcanza con denunciar el Estado, con invocar su desaparición. Necesitamos construir reemplazos. No para replicar la lógica estatal, sino para afirmar otras formas de organización, de decisión, de producción, de reproducción de la vida. Reemplazos que no sean regresivos -- como los cuasi-Estados narcoparamilitares que vemos en algunos territorios--, sino verdaderamente emancipatorios.
Y para eso, hace falta teoría, sí, pero también afecto, deseo, memoria, imaginación. Este libro es una contribución en ese sentido. No pretende agotar nada. Pretende abrir. Abrir preguntas, abrir caminos, abrir encuentros. Como este que estamos teniendo hoy.
Gracias de nuevo por la lectura atenta, crítica y generosa. Y gracias también por la comunidad que, de algún modo, estamos construyendo con este diálogo.