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EE.UU., México :: 21/12/2025

La Copa del Mundo no debería ser el juguete de Trump

Dave Braneck
El Premio de la Paz que la FIFA le otorgó a Trump es un gesto de servilismo puro. Y el Mundial 2026 ya se anuncia como uno de los ejemplos más degradantes de subordinación del deporte a la política

Hay mucho para criticar del Mundial 2026 de la FIFA. Un torneo inflado, con cuarenta y ocho selecciones y repartido por toda Norteamérica, sería difícil de organizar incluso en las mejores condiciones. En ese marco, que la FIFA le robe abiertamente a los hinchas y cobre miles de dólares por las entradas garantiza que todo será, en esencia, una fea maniobra para recaudar. Pero también hay otros males que afrontan los hinchas: el régimen migratorio de EEUU, los despliegues de la Guardia Nacional persiguiendo inmigrantes en los paisajes urbanos del país y las inquietantes y persistentes amenazas de mover las sedes a capricho de Trump. El evento deportivo más grande del planeta tendrá uno de los telones de fondo más autoritarios de su historia.

El presidente de la FIFA, Gianni Infantino, respondió a los hechos preocupantes que se suceden en el país anfitrión de la misma manera en que responde ante los déspotas de cualquier parte del mundo: con una obsecuencia descarada. El «rey del fútbol», según la definición de Trump, se arrimó tanto al hombre fuerte estadounidense que bien podría intentar meterse con él en su traje mal entallado. Infantino coronó este incipiente bromance otorgándole a Trump el «Premio de la Paz de la FIFA»: un indicador totalmente legítimo de su nivel como estadista, que nadie podría pensar que constituye un galardón inventado para aplacarlo por no haber recibido el Nobel de la Paz.

¿Y qué podría haber de poco serio en un premio que fue instituido «en nombre de los miles de millones de personas que aman este juego y quieren la paz» para honrar a un «líder dinámico que crea oportunidades para el diálogo, el desescalamiento de conflictos y la estabilidad», y que finalmente va a parar a manos de Trump? El presidente estaba tan entusiasmado con lo que definió como «uno de los grandes honores de su vida» que incluso permaneció despierto el tiempo suficiente para aceptarlo graciosamente. La ceremonia, un injerto forzado dentro del sorteo del Mundial, aportó algo de humor a una antesala del torneo que venía siendo deprimente.

A pesar de la reflexión generalizada sobre los giros autoritarios de Trump y las lisonjas de la FIFA, hubo poco rechazo al torneo, que ya está a la vuelta de la esquina. Ciertamente, no hubo nada ni remotamente parecido a las protestas que acompañaron al Mundial 2022 en Qatar. Ante esto, los hinchas necesitan ejercer su poder antes de que un Mundial lamentable vuelva irreconocible al juego.

Trump, el último infractor

Cuando EEUU ganó la organización del Mundial, junto con Canadá y México, allá por 2018, Trump e Infantino prometieron «el mejor Mundial de la historia». Mucho cambió desde entonces. El segundo mandato de Trump tiene menos de los rasgos torpemente cómicos de su primer período. La toma total del Partido Republicano por algunas de las fuerzas más reaccionarias del país, junto con la debilidad de los contrapesos institucionales, abrió perspectivas autoritarias realmente sombrías, que convierten a EEUU un sucesor adecuado del anfitrion previo: Qatar.

Aquel torneo, caso de manual de 'sportswashing', y el de Rusia en 2018, enfrentaron muchísimas más críticas occidentales que el previsto para 2026. Lo mismo ocurre con la avanzada saudita para copar casi todos los ámbitos del deporte, que culminará con su organización del Mundial 2034. En lugar de una resistencia efectiva, lo que predomina alrededor del próximo torneo es un gesto cada vez más resignado de «¿puedes creer esta mierda?». La cercanía entre Trump e Infantino hace que parezca que el estadounidense es el dueño absoluto del Mundial. Y, pese al sentimiento anti-Trump que existe en buena parte del mundo, cuesta imaginarse a bares de fútbol en Alemania negándose a transmitir los partidos, como sí se hizo en 2018 y 2022 (cabe destacar que en ambos torneos Alemania no pasó de la primera ronda).

EEUU no es Qatar, donde miles de trabajadores migrantes murieron construyendo la infraestructura necesaria para el monumento deportivo del petroestado. Pero el historial de la administración Trump --ejecuciones extrajudiciales en el exterior, persecuciones ilegales en el interior y tufillo fascista dentro de los EEUU-- dista mucho de ser impecable. Y si a Trump le preocupara que lo comparen con Mohammed bin Salman, cerebro del 'sportswashing' saudita, no hubiera estado con el príncipe heredero en la Casa Blanca, riéndose del asesinato de periodistas.

Irónicamente, pese a los paralelos con algunos de los jefes de Estado más depravados que metieron mano en el mundo del deporte, Trump en realidad no parece interesado en lavar su imagen (ni la de su país) con este recurso. Mientras que la mayoría de los regímenes autoritarios organizan eventos deportivos para blanquear su reputación internacional y cuidan obsesivamente las formas bajo la lupa global, Trump no da la sensación de estar muy preocupado por cómo queda parado de cara al torneo.

Y aunque todavía no es seguro que haga algo demasiado disruptivo una vez que empiece la competencia, ya está hablando de desplegar tropas federales para ocupar ciudades gobernadas por demócratas y amenazando con cambiar sedes por culpa de alcaldes «lunáticos de la izquierda radical que no saben lo que hacen». Tampoco inspira confianza la afirmación del vicepresidente J. D. Vance de que quiere que los hinchas extranjeros visiten el país, pero aclarando que después del torneo «tendrán que irse a casa, porque si no van a tener que hablar con la secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem».

Y la verdad es que no resulta muy acogedor el régimen antiinmigrante que impulsan Trump y Vance, junto con un flujo casi ininterrumpido de agentes enmascarados del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) deportando gente. Muchos hinchas del mundo ni siquiera van a tener la posibilidad de decidir si quieren visitar esos EEUU cada vez más brutales y autoritarios. Irán y Haití clasificaron al torneo, pero ambos integran la lista de naciones cuyos ciudadanos tienen prohibido ingresar al país. Y aunque Haití logró su primera clasificación a un Mundial desde 1974, Trump dejó claro que sus hinchas no son bienvenidos en suelo estadounidense.

Nada sorprendente, considerando que deshumanizar a los haitianos en EEUU fue un eje de su campaña electoral. Incluso le fue negada la visa para asistir al sorteo del Mundial en Washington al presidente de la federación iraní de fútbol, pese a que se había garantizado que todos los planteles y el personal de los países participantes no tendrían problemas de visado.

Si la FIFA no se planta, ¿lo harán los hinchas?

La FIFA no hizo nada para mitigar ni desviar la atención de todo esto. Infantino decidió que la adoración sin límites es la mejor manera de mantener la estabilidad y se superó en su obsecuencia habitual (siguiendo la táctica del secretario general de la OTAN). «Tengo mucha suerte. Tengo una gran relación con el presidente Trump, a quien considero un amigo muy cercano», balbuceó Infantino en un discurso reciente antes de elogiar los supuestos logros de gobierno del mandatario. Podemos suponer que fue esa amistad profunda la que inspiró a la FIFA a contratar a los Village People --favoritos de Trump-- como «artistas» del sorteo mundialista.

Su amistad va más allá de una relación conveniente que facilita que la FIFA se llene los bolsillos con gran eficiencia. Al parecer, Infantino es un intelectual de política internacional por derecho propio y llegó a participar con Trump en conversaciones de paz sobre Gaza en Egipto. El año anterior al Mundial de Qatar, el presidente de la FIFA se la pasó esquivando las críticas por los documentados abusos de DDHH en el país y tratando de dibujar un panorama positivo para una prensa global escéptica. Ahora dejó de fingir y respalda abiertamente cualquier estupidez que se le ocurra a Trump, incluida la retirada de cualquier cuestionamiento inicial sobre la propuesta sin precedentes del presidente de cambiar sedes a último momento, basándose en sus peleas personales. Y la prensa occidental apoya.

Aunque nadie involucrado en este desastre parezca interesado en usar el poder del deporte para mejorar su reputación, el torneo merece la misma condena que otros casos más nítidos de 'sportswashing'. Y si esa condena no llega desde instituciones deportivas o de DDHH, tendrá que venir de los hinchas. Y aun si quienes están pensando en asistir al Mundial no se inmutan por la política brutal de Trump o el retroceso democrático en EEUU, al menos deberían reaccionar ante el hecho de que la colaboración entre Trump e Infantino transformó completamente el torneo en una estafa que se extenderá a lo largo de varias semanas, diseñada para exprimirlos a cada paso.

Muchos hinchas no podrán asistir por las prohibiciones migratorias de Trump, por las lentas y restrictivas políticas de visado de EEUU o por los precios de las entradas. Quienes consigan viajar tendrán que cruzar los dedos para que los alcaldes y gobernadores demócratas no irriten a Trump lo suficiente como para que decida mudar partidos a estadios universitarios del sur (porque no está claro dónde más podría encontrar los recintos gigantescos que hacen falta en ciudades gobernadas por republicanos).

Hinchas curtidos en recorrer países sede en trenes de alta velocidad se llevarán una sorpresa cuando necesiten alquilar un auto (ya que el transporte público es pésimo) y pagar más por estacionarlo que lo que costaban las entradas de los mundiales anteriores. La mayoría de los proyectos de 'sportswashing' al menos dejan algo de infraestructura pública para simular modernidad y beneficio social. EEUU ni siquiera se tomó ese trabajo.

Aunque ya sea tarde, es momento de que los hinchas --y también los jugadores, que son quienes realmente pueden detener este carnaval lúgubre-- empiecen un movimiento para boicotear los partidos, aunque sea para mitigar algunos de los aspectos más sórdidos del régimen de Trump (como el hecho de impedir que hinchas de países participantes puedan asistir al torneo). Si la FIFA tuviera una pizca de seriedad, le estaría quitando partidos a EEUU en vez de darle un premio a Trump.

Si estamos considerando cambiar sedes a seis meses del inicio, bien podríamos mudarlas todas a Canadá y México, que merecen muchísimo más que tener su Mundial pero compartido y completamente dominado por la beligerancia trumpista. Es eso, o esperar que Zohran Mamdani pueda profundizar su ofensiva anti-FIFA y construir una ola de apoyo para que las entradas sean accesibles y le devuelva el juego del pueblo a la gente trabajadora.

Jacobinlat

 

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