lahaine.org
Brasil, EE.UU., Europa :: 11/10/2017

La guerra contra las drogas es la verdadera culpable

Glenn Greenwald y David Miranda
A pesar del éxito absoluto obtenido por Portugal al descriminalizar las drogas, Brasil continúa su guerra entre bandas estatales y privadas del narcotráfico

El 1 de julio de 2001, Portugal promulgó una ley que despenalizaba las drogas. Según esta ley, nadie puede ser detenido ni fichado por tenencia o consumo de narcóticos. Ni el consumo ni la posesión de drogas se considera un delito. En cambio, los usuarios pueden acceder a asesores y terapeutas que les ofrecen distintas opciones de tratamiento.

En 2008, siete años después de la aprobación de la ley, viajamos a Lisboa para estudiar sus efectos y elaborar uno de los primeros informes globales sobre esta política, que fue publicado por el Instituto Cato. Las conclusiones fueron claras y sorprendentes: este cambio radical en la legislación sobre drogas había obtenido un éxito substancial e innegable.

Mientras en la década de los noventa, Portugal (como la mayor parte de los países occidentales) se consumía debido a las muertes por sobredosis y a la por violencia y las enfermedades relacionadas con las drogas, cuando dejó de perseguir y tratar como delincuentes a los consumidores, alcanzó una de las primeras posiciones de todo tipo de estadísticas positivas. Estos resultados ofrecían un agudo contraste con los de los países que seguían usando el enfoque de la criminalización: cuantos más adictos detenían y más se insistía en la “guerra contra la drogas”, más empeoraban los problemas derivados de ella.

Con todo el dinero derrochado por Portugal en la persecución y detención de los consumidores de drogas ahora disponible para programas de tratamiento, y habiendo trocado el gobierno el miedo por la confianza, los que habían sido consumidores impenitentes empezaron a superar su adicción y a recobrar la salud, y los mensajes contra las drogas del gobierno empezaron a escucharse. El aumento previsto en los índices de toxicomanía nunca se llegó a producirse y, en algunas categorías demográficas, de hecho se redujo. El estudio de 2009 concluía que “los datos muestran que el modelo de despenalización de Portugal ha sido un éxito rotundo en prácticamente todas las variables”.

Durante el fin de semana, el enviado especial en Lisboa del New York Times, Nicholas Kristoff, revisó estas estadísticas, ahora más abundantes e incuestionables incluso que en 2009. Sus conclusiones fueron todavía más rotundas que las del informe Cato ocho años antes: Portugal había demostrado definitivamente lo ineficaz, irracional y contraproducente que es la prohibición de las drogas.

Esta conclusión se basa en el éxito absoluto obtenido por Portugal al descriminalizarlas, si se comparan sus datos con los trágicos fracasos de países como EEUU y Brasil que continúan considerando la adicción como un problema moral y un delito más que como un problema de salud. Kristoff escribe:

“Después de más de 15 años de experiencia, es evidente qué enfoque funcionó mejor. El programa de narcóticos estadounidense ha fracasado espectacularmente y el país ha tenido tantas muertes por sobredosis (unas 64.000) como las que produjeron las guerras de Vietnam, Afganistán e Irak todas juntas.

Por el contrario, Portugal parece estar ganando la guerra contra las drogas, dándola por finalizada. En la actualidad, el Ministerio de Sanidad estima en unos 25.000 la cifra de consumidores de heroína en el país Cuando se inició el programa eran 100.00.

La cifra de muertos por sobredosis se desplomó más de un 85 por ciento antes de ascender ligeramente a consecuencia de la crisis económica de los últimos años. A pesar de ello, la tasa de mortalidad por drogas de Portugal es la más baja de los países de Europa Occidental: una décima parte de la británica o la danesa y alrededor de una quinceava parte de los datos más recientes en EEUU.

Kristoff da una explicación a este triunfo: “Es incomparablemente más barato tratar a las personas que encarcelarlas”. Pero hay otras razones, incluyendo el hecho de que las iniciativas para persuadir a los adictos de someterse a una terapia “son mucho más sencillas cuando el consumo está despenalizado, porque ya no temen que les detengan”.

Pero tal vez la prueba más contundente del éxito portugués no sean los datos empíricos, sino la realidad política: a pesar de que la ley resultó muy polémica cuando fue aprobada hace 16 años, ahora apenas hay grupos políticos que promuevan su derogación o aboguen por una prohibición del consumo.

Esta evidencia es de crucial importancia para los ciudadanos de cualquier país que siga considerando a los consumidores y adictos como delincuentes. Es totalmente inadmisible romper las familias, obligar a los hijos a estar separados de los padres recluidos en prisión y convertir a los toxicómanos en delincuentes no aptos para el trabajo, cuando los datos demuestran que dichas políticas logran los resultados opuestos a los que pretenden.

Pero, cuestiones morales aparte, la violencia relacionada con las drogas que está arrasando Brasil, y en concreto la terrible guerra que está devorando la favela de Río de Janeiro Rocinha –apenas unas semanas después de que se declarara su “pacificación”– subrayan la importancia y la urgencia de que los brasileños y los ciudadanos de cualquier país consideren el tema. Brasil ha sido testigo de repetidos estallidos de gran violencia en las favelas de sus mayores ciudades, muchas de las cuales llevan tiempo gobernadas por bandas de narcotraficantes bien armadas. Pero la guerra de la pasada semana [18-24 de septiembre] en Rocinha (y eso es exactamente: una guerra), favela situada en mitad de la Zona Sul de Río, barrio de moda, ha sido particularmente impactante.

Las bandas rivales han “invadido” la favela y han mantenido una guerra abierta por el control del narcotráfico, forzando al cierre de las escuelas, a que los residentes se refugiaran en sus casas y a que las tiendas permanecieran cerradas. Tal y como informó Misha Glenny en The Intercept, “la causa inmediata de la violencia es la continua lucha entre facciones e incluso entre miembros de la misma facción”, pero la violencia presagia una guerra general por el control del comercio de drogas.

Cuando nos enfrentamos a la violencia relacionada con las drogas, existe la tentación de agarrarse a la solución aparentemente más sencilla: intensificación de la guerra, más arrestos de traficantes y de adictos, más policía y más prohibición.

Quienes propugnan este enfoque quieren que la gente se trague una secuencia lógica bastante simplona: la causa de los problemas relacionados con las drogas, como la violencia de las bandas de narcotraficantes, son las drogas. Por tanto, debemos eliminar las drogas. Por tanto, cuantos más problemas tengamos por las drogas, más empeño ponemos en deshacernos de ellas y de quienes las venden y las consumen.

Pero esta mentalidad se basa en una trágica y evidente falacia: que la guerra contra las drogas y su criminalización conseguirá eliminarlas o, al menos, reducir su disponibilidad. No obstante, décadas de fracasos demuestran la falsedad de esta hipótesis; más bien se produce el efecto contrario. Como en EEUU, en Brasil existen cientos de miles de ciudadanos encarcelados por delitos relacionados con las drogas –la mayor parte de ellos, pobres y no blancos– y, aún así, el problema no ha hecho sino empeorar. Cualquier persona con un mínimo de sensatez tendría que admitir que este razonamiento es falso.

Apoyar una política fracasada con la esperanza de que algún día funcione por arte de magia es irracional por definición. En el caso de las leyes sobre drogas ­que generan miseria y sufrimiento, no solo es irracional sino cruel.

Un informe de 2011 del Comité Global de Política Antidrogas (que incluye a múltiples líderes mundiales entre los que están el exsecretario general de la ONU Kofi Annan y el expresidente de Brasil Henrique Cardoso) estudió todas las pruebas relevantes y fue muy claro: “La guerra global contra las drogas ha fracasado y ha provocado consecuencias devastadoras para individuos y sociedades de todo el mundo”.

El dato primordial de esta conclusión es de vital importancia. La causa fundamental de todas las patologías relacionadas con las drogas –en particular la violencia entre bandas del tipo que ahora devasta Rocinha– no son las propias drogas, sino la política de criminalización de las mismas y la guerra librada en su nombre.

La propia naturaleza de las drogas –su pequeño tamaño, la facilidad para traficar con ellas, el atractivo que tienen para los humanos– supone que nunca podrán ser eliminadas o reducidas significativamente mediante la fuerza. Únicamente los cambios en el comportamiento humano, que pueden producirse mediante el tratamiento prolongado y profesional, pueden promover esta mejora.
El único resultado de la criminalización de las drogas, aparte del enorme despilfarro humano y financiero que supone encerrar a los adictos, es el aumento del poder y el enriquecimiento de las bandas de narcotráfico, al asegurarles que los beneficios que reporta la venta de un producto ilegal sigan siendo irresistiblemente elevados.

Por ese motivo, los más fervientes adversarios de la legalización o descriminalización son las propias bandas de narcotráfico. Nada conseguiría eliminar el poder de las bandas (como las que se enfrentan en Rocinha) tan rápida y radicalmente como la despenalización de las drogas. Los traficantes, como buenos empresarios que son, lo saben bien.

En 2016, el periodista Johann Hari, autor de uno de los libros más influyentes sobre adicción a las drogas, escribió un artículo en el Huffington Post titulado: “Lo único a lo que tienen miedo las bandas y los cárteles de las drogas es a la legalización”. En sus propias palabras:

“Cuando se penaliza una droga que cuenta con un gran mercado, esta no desaparece. El comercio, simplemente, se desplaza de los locales autorizados, las farmacias y los doctores a las bandas armadas de delincuentes. Con el fin de proteger su parcela y sus rutas de abastecimiento, dichas bandas se pertrechan y matan a cualquiera que se cruce en su camino. Se puede ver cualquier día en las calles de los barrios pobres de Londres o Los Ángeles, donde las bandas de adolescentes se apuñalan o disparan para conservar el control de un producto que ofrece márgenes de 3.000 por ciento de beneficios.

Hay una analogía histórica perfecta que demuestra este punto: la prohibición del alcohol en EEUU en los años veinte. La ilegalización del alcohol no provocó su desaparición. Lo único que cambió fue el control de su venta y distribución: de la tienda de comestibles de la esquina a las bandas violentas del tipo a la que hizo famoso a Al Capone.

Es decir, la ilegalización del alcohol no hizo que la gente dejara de consumirlo. Lo que hizo fue aumentar el poder de las bandas del crimen organizado, capaces de hacer cualquier cosa o matar a cualquiera para proteger los enormes beneficios obtenidos por su venta.

Lo que finalmente acabó con esas peligrosas bandas de la prohibición no fue la policía ni la reclusión de los comerciantes o consumidores ilegales; durante la prohibición, cuando las bandas no podían sobornar a la policía, la disparaban. Lo que acabó con ellas fue la legalización del alcohol. Al regularizar su venta, el fin de la prohibición restó relevancia a las bandas, y estas desaparecieron.

Las bandas del narcotráfico no temen la guerra contra las drogas sino todo lo contrario. Como señala Hari, les encanta. Es la criminalización lo que hace su comercio tan rentable. Hari cita a un veterano agente antinarcóticos de EEUU: “En la grabación encubierta de una conversación, el máximo jefe de uno de los cárteles, Jorge Román, se mostraba agradecido por la guerra contra las drogas y la calificaba de ‘una farsa montada de cara al contribuyente estadounidense´ que resultaba en realidad ‘buena para los negocios´.

En 2015, Danielle Allen, una teórica política de la Universidad de Harvard, escribió una columna de opinión en el Washington Post titulada “Por qué la guerra contra las drogas genera violencia”. En ella explicaba que una de las principales razones para despenalizar las drogas era el hecho de que su combate producía crímenes violentos, lo que a su vez aumentaba la cifra de reclusos y generaba otras consecuencias sociales indeseadas”. Según ella: “Es imposible interrumpir el manejo de 100.000 millones de dólares de un producto ilegal sin llevar a cabo un montón de operaciones armadas y homicidios. Esto debería ser fácil de entender o defender”.

¿Por qué Rocinha está llena de armas y controlada por bandas capaces de actuar con tanta violencia? ¿Cómo puede un influyente político brasileño, relacionado con algunas de las figuras más poderosas del país, contratar a un piloto previamente detenido por transportar un alijo de cocaína valorado en millones de dólares en un helicóptero propiedad de dicho político, y todo ello sin que nadie tenga que rendir cuentas?

La respuesta es evidente: porque las leyes que ilegalizan las drogas garantizan que el tráfico sea una actividad extremadamente rentable, lo que a su vez permite a las bandas del crimen organizado armarse y asesinar para mantener el control. Es lógico que Rocinha, situada en medio de la Zona Sul y con salidas fáciles, se convierta en un refugio de la droga para turistas ricos, profesionales de clase media y adictos empobrecidos. Las enormes sumas de beneficios que procura la guerra contra las drogas aseguran que las fuerzas de policía no solo estén pobremente armadas sino también que sean tan corruptas que sus acciones fracasen inevitablemente.

Ahora ya es indudable que es la propia guerra contra las drogas la que provoca la continua violencia relacionada con las drogas.

Si le horroriza la violencia que se ha adueñado de Rocinha o de lugares similares en el resto del mundo, lo último que debería hacer es respaldar nuevos programas que alimenten la violencia: a saber, la criminalización y la guerra contra las drogas. Hacerlo es como quejarse del cáncer y animar a la gente a fumar. Las estadísticas con las que contamos son suficientes para afirmar que quienes respaldan la actual criminalización son cómplices de esta violencia relacionada con las drogas y los problemas de adicción y sobredosis que conllevan.

Puede parecer ligeramente paradójico a primera vista, pero los datos no dejan lugar a dudas: la única manera de evitar violencia como la de Rocinha es la despenalización total de las drogas. Ya no es necesario que sigamos especulando sobre el tema. Gracias a Portugal, los resultados están ahí; y no podían ser más claros.

----

Glenn Greenwald es cofundador de The Intercept y veterano periodista de investigación, ganador de múltiples premios y difusor de las filtraciones de Snowden. David Miranda está casado con Greenwald y es concejal del Ayuntamiento de Río de Janeiro.

theintercept.com. Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo. Extractado por La Haine

 

Este sitio web utiliza 'cookies'. Si continúas navegando estás dando tu consentimiento para la aceptación de las mencionadas 'cookies' y la aceptación de nuestra política de 'cookies'.
o

La Haine - Proyecto de desobediencia informativa, acción directa y revolución social

::  [ Acerca de La Haine ]    [ Nota legal ]    Creative Commons License ::

Principal