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Mundo, Chile :: 21/08/2023

La historia en disputa: qué enseñan los libros de texto

Marcos Roitman Rosenmann
Partidos de ultraderecha, órdenes religiosas y una versión actualizada del nazi-fascismo buscan imponer un nuevo totalitarismo, fundado en la sumisión de la conciencia

La escuela es un lugar privilegiado donde se libran batallas relevantes. Alumnos y maestros constituyen la base sobre la cual se educa en valores ¿Pero qué valores? La respuesta no se encuentra en las aulas, sino en los entresijos del poder. Una economía de mercado requiere un plan de estudios afincado en potenciar el egoísmo, la competitividad, la meritocracia, la intolerancia, el individualismo, al afán de riquezas, el machismo patriarcal y el odio al diferente, adoctrinando en la fe católica. Por el contrario, una sociedad fundada en la igualdad, requiere valores republicanos como la colaboración, la amistad, el bien común, el interés general, además de reflexionar acerca de la desigualdad, la explotación, la responsabilidad ética y la vivencia democrática.

Cuando la derecha pierde su capacidad de control sobre el sistema educativo, se vuelve negacionista y saca a relucir sus armas, moviliza a la Iglesia, a las asociaciones de padres conservadores, sus medios de comunicación, jueces, fiscales, académicos e ideólogos. Emprenden una cruzada con el fin de evitar a los educandos conocer la historia oculta, no contada, como la guerra sucia, la tortura, la desaparición forzada o las luchas reivindicativas por los derechos humanos.

Hace cinco siglos quienes cuestionaban el poder establecido eran enviados a la hoguera junto con sus libros. El 27 de octubre de 1553, a los 44 años de edad, fue quemado al lado de su obra el teólogo Miguel Servet “porque su libro llama a la Trinidad demonio y monstruo de tres cabezas…, por decir que el bautismo de los pequeños infantes es obra de brujería… Por estas razones te condenamos, Miguel Servet, a que te aten y te lleven al lugar de Champel, que allí te aten, prendan fuego y tu cuerpo quede reducido a cenizas, y así termines tus días para que quedes de ejemplo para otro”.

El odio, la ignorancia y el miedo forjaron los tribunales de la Inquisición. Libros, obras de arte, cualquier objeto que contraviniera la visión del mundo de la Iglesia, acabaría en piras, donde el fuego purificador limpia el pecado de hacer preguntas incómodas. No por casualidad Adán fue expulsado del Paraíso al aceptar la fruta del árbol prohibido del conocimiento.

Catherine Nixey, en La edad de la penumbra: Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, escribe: “En Alejandría, Antioquía y Roma, las hogueras de libros ardían y los funcionarios cristianos contemplaban el espectáculo con satisfacción. Quemar libros era algo aprobado e incluso recomendado por las autoridades de la Iglesia. –Buscad los libros de los herejes (…) en todos los lugares –advertía Rábula, el obispo sirio del siglo quinto. –Siempre que podáis, traédnoslo o quemadlos en el fuego”.

Así, la costumbre de quemar libros se proyecta hasta nuestros días. Hoy sus autores no van a la hoguera: son asesinados o están en prisión. Decenas de profesionales de la información se han convertido en blanco. Aún están presentes los casos de Miroslava Breach, Javier Valdez, Pablo González o Luis Martín Sánchez; mientras tanto, Julian Assange sigue encarcelado.

Vivimos tiempos de criminalización del pensamiento. Partidos de ultraderecha, órdenes religiosas y una versión actualizada del nazi-fascismo buscan imponer un nuevo totalitarismo, fundado en la sumisión de la conciencia, la desmemoria y el control de la voluntad.

En el gobierno de Bolsonaro se quemaron obras de Paulo Freire, uno de los pedagogos más destacados del siglo XX.

En el Chile del siglo XXI se mantiene, en los textos de educación media, la visión de que el gobierno de Salvador Allende fue un periodo de caos. Corolario: la intervención de las fuerzas armadas fue inevitable. En el segundo nivel de enseñanza media se recomienda la lectura del historiador Gonzalo Vial, ministro de Educación de Pinochet, quien justificó el asesinato de los militantes de la Unidad Popular bajo un supuesto autogolpe, Plan Z, que buscaría eliminar la oposición para establecer una República Popular marxista leninista.

Este es su relato: “La crisis de 1973 puede ser descrita como una aguda polarización a dos bandos (…) Ninguno de estos bandos logró (ni probablemente quiso) transigir con el otro, y en cada uno de ellos hubo sectores que estimaban preferible, a cualquier transacción, el enfrentamiento armado”. Cualquier intento de crítica es adjetivada de izquierdista.

Sin embargo, el temario llama a leer a otro historiador conservador, Alfredo Jocelyn-Holt, para quien el golpe de Estado se debe a cuatro razones: “La Cuba revolucionaria…, la heterogeneidad de la Democracia Cristiana; el problema del mesianismo que siempre cree que puede hacerlo todo, y la espiral discursiva que acompaña este mesianismo”. Ambas afirmaciones, a juicio de las autoridades educativas chilenas, parecen estar exentas de sesgo ideológico.

¿Y los efectos del golpe de Estado? ¡Bueno!, se cometieron excesos, pero el resultado fue para bien. Surgió un Chile libre, exitoso, respetado mundialmente, ejemplo de sociedad de mercado. Mantener este relato es la razón por la cual la derecha persigue inquisitorialmente a quienes buscan educar en los valores democráticos. No por casualidad las dictaduras persiguen a los maestros, intervienen en la escuela, cierran universidades, mutilan bibliotecas y queman libros.

¿Acaso será esta una de las causas por la cual los jóvenes votan a la extrema derecha en Chile, Argentina, EEUU, Francia o Italia? La historia sigue estando en disputa.

La Jornada

 

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