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Europa, Europa :: 29/11/2018

La rebelión de los chalecos amarillos

Eduardo Febbro
En un país formateado por la división ideológica, los chalecos amarillos desconcertaron a la presidencia, al régimen y a la sociedad

De tanto jugar a poner al pueblo contra las elites y hacer de ese regateo retórico un instrumento electoral, el pueblo terminó saliendo a la calle. El presidente francés, Emmanuel Macron, enfrenta desde hace varias semanas un movimiento llamado “los chalecos amarillos” que ocupó las calles y bloqueó las rutas para protestar contra el incremento del precio de los combustibles, concretamente el del gasoil que, en 2019, pasará a costar tanto como la gasolina común.

Aunque el jefe del Estado no cedió aún ante las demandas, sí aceptó abrir un diálogo con una fuerza que se fue constituyendo poco a poco con más radicalidad hasta dotar de un rostro y una voz a esa Francia escondida por los medios. Pequeños comerciantes y productores, agricultores, conductores de camión o artesanos componen este movimiento “social nebuloso” (Le Monde) en torno al cual los analistas no se ponen de acuerdo cuando se trata de definirlo: de derecha, de extrema derecha, populistas, los calificativos se mueven según los momentos. Los chalecos amarillos se emparentan más bien a lo que ocurrió a partir de 2007 en Italia cuando empezó a surgir ese grupo al que se califica como “post ideológico”, es decir, el Movimiento Cinco Estrellas (M5S) que hoy cogobierna Italia mediante una alianza con la extrema derecha.

En un país formateado por la división ideológica, los chalecos amarillos desconcertaron a la presidencia, al gobierno y a la sociedad. Son “inclasificables”, apuntan muchos editorialistas. El semanario Le Nouvel Observateur escribe al respecto que “este movimiento no se parece a nada de lo conocido hasta ahora y marca un giro en la vida política social francesa”.

Los argumentos de este sector no son nuevos. Más allá de su exigencia vertebral de no pagar más por los carburantes su narrativa reproduce el verbo dominante de la extrema derecha y de sectores de la izquierda real: el pueblo víctima de las elites ignorantes, desapegadas de la realidad popular, indolentes frente al sufrimiento social de muchos niveles de la sociedad, el pueblo aplastado por un sistema que mira hacia otro lado. Los chalecos amarillos escenifican la confrontación entre una suerte de Francia a la antigua contra la Francia moderna y conectada que recibe todos los beneficios. Como es una fuerza electoral de cierta consistencia, todos los partidos políticos corren detrás de esos chalecos amarillos (la ropa obligatoria que se debe llevar en los autos) sin que, hasta el momento, estos hayan caído bajo su influencia.

No han convocado a multitudes imponentes, pero su influencia se empieza a sentir tanto más cuanto que se mete en un intersticio ya abierto durante la campaña electoral de 2017, donde Macron derrotó en la segunda vuelta a la candidata de la extrema derecha, Marine Le Pen: los chalecos amarillos son la expresión activa de la Francia anti sistema [se refieren al sistema noliberal, no al capitalista], anti elites y euroescéptica. Esa Francia de los chalecos amarillos usa el motor (auto, tractores) como instrumento de trabajo, circula en la periferia del país, en pueblos y ciudades medianas y en zonas rurales. Pagar más por el diesel es visto como una medida directa contra esa Francia que se levanta con el sol. La bronca de este sector es tanto más fuerte cuanto que el aumento del gasoil se inscribe dentro del programa “transición ecológica”, es decir, a favor del medio ambiente. La Francia de los chalecos siente que le hacen pagar a ella y sólo a ella el costo de un maquillaje a favor del medio ambiente mientras que las burguesías ecologistas y adineradas quedan afuera de la medida.

Desconcertados y sin respuestas, Macron y su Ejecutivo abrieron un camino de dialogo con este sector. Parecen recién descubrir que los chalecos son algo más que un objeto electoral disperso. En un discurso pronunciado este martes para presentar la transición ecológica, Macron adoptó un tono inusualmente modesto. Dijo que comprende la “cólera” de los chalecos amarillos, a quienes calificó como “las primeras víctimas de la crisis del medio ambiente”. El presidente habló mucho, pero ofreció poco: apenas una revisión de la fiscalidad en torno a los combustibles según el precio del petróleo y una gran concertación nacional.

Muy poco frente a los reclamos de una parte del país donde se percibe al presidente como un árbitro parcial: hace pagar más impuestos a los jubilados, a los trabajadores, le saca ayudas a los estudiantes, disminuye los subsidios sociales al mismo tiempo que modifica el impuesto a las grandes fortunas, lo que se traduce en una desigualdad indiscutible. "Nosotros estamos pagando por ellos”, decía a PáginaI12 una mujer del centro de Francia que participó en las manifestación de los chalecos amarillos que tuvo lugar en París. Su compañero, Olivier, repetía enojado: “Macron y los ricachones que lo rodean no entienden nada. No saben dónde está ni cómo es la Francia profunda”.

Esa sensación de incomprensión entre dos países que se miran desde muy lejos está retratada en un video difundido por un productor de pollos. Filmado en su gallinero, Aloïs Gury, productor del famoso pollo de Bresse, le dice al presidente: “usted no entiende nada. Usted no merece comer mis pollos”. Ante los ojos del mundo, Macron apareció en 2017 como el líder providencial que había derrotado en las urnas al populismo trumpista que se estaba extendiendo por Europa. Le bastó poco más de un año en la presidencia para que su elitismo presidencial desembocara en un movimiento que le reclama su derecho a no perder en la hoguera del sistema lo que cree merecer.

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