La Riviera de Gaza


No consideran un crimen de guerra las familias asesinadas a tiros en los centros de distribución de alimentos, diseñados no para entregar ayuda, sino para atraer a los palestinos hambrientos hacia un enorme campo de concentración en el sur de Gaza, para preparar su deportación. Los israelíes no consideran extraordinarios los bombardeos y los ataques salvajes que matan o hieren a decenas de civiles palestinos, donde mueren una media de 28 niños al día. No ven como una barbarie el páramo de Gaza, pulverizado por las bombas y demolido metódicamente por excavadoras y bulldozers, que ha dejado prácticamente a toda la población de Gaza sin hogar. No ven la barbarie que representa la destrucción de las plantas de purificación de agua, la destrucción de hospitales y clínicas, donde los médicos y el personal sanitario a menudo no pueden trabajar porque están débiles a causa de la desnutrición. No se inmutan ante los asesinatos de médicos o periodistas, 232 de los cuales han sido asesinados por intentar documentar el horror.
Los israelíes se han cegado moral e intelectualmente. Ven el genocidio a través de la lente de unos medios de comunicación y una clase política en bancarrota que sólo les dicen lo que quieren oír y les muestran lo que quieren ver. Están intoxicados por el poder de sus armas industriales y la licencia para matar con impunidad. Están ebrios de autoadulación y de la fantasía de que son la vanguardia de la civilización. Creen que el exterminio de un pueblo, incluidos los niños, condenado como contaminante humano, hace que el mundo, especialmente su mundo, sea un lugar más feliz y seguro.
Son los herederos de Ben Gurion, de los asesinos que llevaron a cabo los genocidios en Timor Oriental, Ruanda y Bosnia y, sí, de los nazis. Israel, como todos los Estados genocidas --ninguna población desde la II Guerra Mundial ha sido desposeída y asesinada mediante el hambre con tanta rapidez y crueldad-- tiene una solución final que habría merecido el sello de aprobación de Adolf Eichmann.
El hambre siempre fue el plan, el capítulo final predeterminado del genocidio. Israel se propuso metódicamente desde el comienzo del genocidio destruir las fuentes de alimentos, bombardeando panaderías y bloqueando los envíos de alimentos a Gaza, algo que se ha acelerado desde marzo, cuando cortó casi todos los suministros alimentarios. Se propuso destruir la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA, por sus siglas en inglés), de la que dependían la mayoría de los palestinos para alimentarse, acusando a sus empleados, sin aportar pruebas, de estar involucrados en los ataques del 7 de octubre. Esta acusación se utilizó para dar a los financiadores, como EEUU, que aportó 422 millones de dólares a la agencia en 2023, la excusa para suspender el apoyo financiero. A continuación, Israel prohibió la UNRWA.
Según la Oficina de DDHH de las Naciones Unidas, más de 1.000 palestinos han sido asesinados por soldados israelíes y mercenarios estadounidenses en la caótica lucha por conseguir uno de los pocos paquetes de alimentos que se distribuyen durante los breves intervalos de tiempo, normalmente una hora, en los cuatro centros de ayuda establecidos por la Fundación Humanitaria de Gaza, respaldada por Israel.
Una vez que Gaza se convirtió en un paisaje lunar tras 21 meses de bombardeos intensivos, una vez que los palestinos se vieron obligados a vivir en tiendas de campaña, bajo lonas rudimentarias o al aire libre, una vez que el agua potable, los alimentos y la ayuda médica se volvieron casi imposibles de encontrar, una vez que la sociedad civil fue destruida, Israel comenzó su sombría campaña para matar de hambre a los palestinos de Gaza.
Según la ONU, casi una de cada tres personas en Gaza pasa varios días sin comer.
Muhammad Zakariya Ayub al-Matuq, un niño de un año y medio de edad de la ciudad de Gaza, padece una desnutrición que pone en peligro su vida a medida que la situación humanitaria empeora debido a los continuos ataques y bloqueos israelíes. Ha bajado de 9 a 6 kilogramos y lucha por sobrevivir en una tienda de campaña en la ciudad de Gaza, donde no existen o con suerte escasean la leche, los alimentos y otras necesidades básicas.
El hambre no es un espectáculo agradable. Cubrí la hambruna de Sudán en 1988, que se cobró unas 250.000 vidas. Tengo manchas en los pulmones, cicatrices de haber estado entre cientos de sudaneses que morían de tuberculosis. Yo era fuerte y sano y mi cuerpo combatió el contagio. Ellos eran débiles y estaban demacrados, no pudieron salir adelante.
Vi a cientos de figuras esqueléticas, fantasmas de seres humanos, caminar con dificultad a paso lento por el árido paisaje sudanés. Las hienas, acostumbradas a comer carne humana, se llevaban habitualmente a los niños pequeños. Me paré frente a montones de huesos humanos blanqueados en las afueras de las aldeas, donde docenas de personas, demasiado débiles para caminar, se habían acostado en grupo y nunca se levantaron. Había muchos restos de familias enteras.
Los hambrientos carecen de las calorías suficientes para mantenerse. Comen cualquier cosa para sobrevivir: pienso para animales, hierba, hojas, insectos, roedores, incluso tierra. Sufren diarreas constantes. Tienen dificultades para respirar debido a infecciones respiratorias. Desmenuzan pequeños trozos de comida, a menudo en mal estado, y los racionan en un vano intento de calmar los insoportables dolores del hambre.
El hambre reduce el hierro necesario para producir hemoglobina, una proteína de los glóbulos rojos que transporta el oxígeno de los pulmones al cuerpo, y mioglobina, una proteína que proporciona oxígeno a los músculos, junto con la falta de vitamina B1, que afecta al funcionamiento del corazón y el cerebro. Se produce anemia. El cuerpo, en esencia, se alimenta de sí mismo. Los tejidos y los músculos se atrofian. Es imposible regular la temperatura corporal. Los riñones dejan de funcionar. El sistema inmunológico se colapsa. Los órganos vitales se atrofian. La circulación sanguínea se ralentiza. El volumen de sangre disminuye. Las enfermedades infecciosas como la fiebre tifoidea, la tuberculosis y el cólera se convierten en una epidemia que mata a miles de personas.
Es imposible concentrarse. Las víctimas demacradas sucumben al aislamiento mental y emocional y a la apatía. No quieren que las toquen ni que las muevan. El músculo cardíaco se debilita. Las víctimas, incluso en reposo, se encuentran en un estado de insuficiencia cardíaca virtual. Las heridas no se curan. La visión se ve afectada por cataratas, incluso entre los jóvenes. Finalmente, atormentado por convulsiones y alucinaciones, el corazón se detiene. Este proceso puede durar hasta 40 días en un adulto. Los niños, los ancianos y los enfermos mueren a un ritmo más rápido. Este es el futuro que Israel ha predestinado para los dos millones de personas que viven en Gaza.
Palestinos se agolpan para recibir una comida caliente en un comedor social en la zona de al-Mawasi, en Jan Yunis, al sur de la Franja de Gaza, el 22 de julio de 2025.
Pero ese no es el futuro que ven los israelíes. Ellos ven el paraíso. Ven un Estado judío etnonacionalista en el que no existen los palestinos, a quienes robaron y ocuparon sus tierras y a quienes sometieron y obligaron a vivir en un régimen de apartheid. Ven cafés y hoteles surgiendo donde yacen enterrados bajo los escombros decenas de miles de cadáveres. Ven turistas retozando en la costa de Gaza, una visión realzada por un vídeo generado por inteligencia artificial subido a las redes sociales por la ministra israelí de Innovación, Ciencia y Tecnología, Gila Gamliel. Así sería Gaza sin palestinos, haciéndose eco del absurdo vídeo de IA publicado por Trump.
En el nuevo vídeo, israelíes despreocupados comen en restaurantes junto al mar. En el resplandeciente Mediterráneo están anclados yates de lujo. Hoteles relucientes y rascacielos de oficinas, incluida una Torre Trump, salpican la costa. Barrios residenciales atractivos se alzan donde ahora hay montículos de hormigón rotos y dentados. El vídeo muestra al hombre fuerte del régimen sionista, Benjamin Netanyahu y su esposa, Sara, así como a Trump y Melania, paseando por la costa.
Gamliel, al igual que otros líderes israelíes y Trump, utiliza cínicamente el término «emigración voluntaria» para describir la limpieza étnica de Gaza. Esto omite la dura elección que Israel ofrece realmente a los palestinos: marcharse o morir.
El ministro de Finanzas del régimen, Bezalel Smotrich, ha pedido una «anexión por motivos de seguridad» del norte de la Franja de Gaza y ha prometido que Gaza se convertirá en «parte inseparable del Estado de Israel». Hizo estas declaraciones en una conferencia de la Knesset titulada «La Riviera de Gaza: de la visión a la realidad», en la que se presentaron propuestas para la construcción de colonias judías en Gaza. Smotrich afirmó que Israel «reubicaría a los habitantes de Gaza en otros países» y que Trump respaldaba el plan.
El ministro israelí de Patrimonio, Amichai Eliyahu, que en su día propuso lanzar una bomba nuclear sobre Gaza, declaró que «toda Gaza será judía». El Gobierno israelí «está avanzando rápidamente para que Gaza sea arrasada», afirmó Eliyahu. Describió a los palestinos como nazis. «Gracias a Dios, estamos acabando con este mal. Estamos expulsando a esta población que ha sido educada en el Mein Kampf».
Pero son los asesinos genocidas los que abrazan fantasías de erradicar a una población nativa y expandir su Estado etnonacionalista. Los nazis llevaron a cabo su asalto genocida, que incluyó el hambre masiva, contra los eslavos, los judíos de Europa del Este y otros pueblos indígenas, a los que despreciaban como Untermenschen, o subhumanos. Luego enviarían colonos a Europa Central y Oriental para germanizar el territorio ocupado.
Estos asesinos no tienen en cuenta la oscuridad que desatan. Las lujosas propiedades frente al mar con las que sueña Israel nunca aparecerán, al igual que nunca se construyó en las ruinas de Bagdad la moderna capital exclusivamente occidental, con su catedral de cúpula dorada, su imponente edificio presidencial, su torre del reloj de 15 pisos, su centro médico de última generación y su teatro nacional con un escenario giratorio de 22 metros.
Lo que habrá serán feos bloques de apartamentos, poblados por los habituales malhechores supremacistas, protofascistas, racistas y mediocres que viven en las colonias judías de Cisjordania. Estos ultranacionalistas, que han formado bandas rebeldes para apoderarse de tierras palestinas y se han unido al ejército israelí para asesinar a más de 1.000 palestinos en Cisjordania desde el 7 de octubre, serán quienes definan a Israel. Son la versión israelí de los tres millones de jóvenes Pancasila --el equivalente indonesio de las Camisas Marrones o las Juventudes Hitlerianas-- que en 1965 ayudaron a llevar a cabo el caos genocida que dejó entre medio millón y un millón de muertos.
Estas milicias rebeldes, equipadas con armas automáticas proporcionadas por el régimen de Netanyahu, lincharon a Saifulah Musalet, un palestino-estadounidense de 20 años que hace dos semanas intentó proteger las tierras de su familia. Es el quinto ciudadano estadounidense asesinado en Cisjordania desde el 7 de octubre. Trump, mudo.
Una vez que estos matones y delincuentes israelíes acaben con los palestinos, se volverán unos contra otros.
El genocidio en Gaza supone la abolición, tanto para los israelíes como para los palestinos, de la pretensión del Estado de derecho. Supone la desaparición incluso de la pretensión de un código ético. Los israelíes son los bárbaros a los que condenan. Si hay alguna justicia retorcida en este genocidio es que los israelíes, si llegan a acabar con los palestinos, se verán obligados a convivir en la miseria moral.
The Chris Hedges Report