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EE.UU. :: 21/07/2008

La próxima coartada

Aurelio Alonso
El imperio, después del derrumbe del Este, necesitaba un concepto para demonizar. De este modo, urgidos de un nuevo fantasma, ninguno mejor que la lucha contra el «terrorismo».

La coartada de despegue para una cruzada solo podía salir de un atentado, el más escalofriante posible para una opinión pública susceptible a todo cuanto amenace su seguridad. Dentro de esa lógica, una nueva desgracia atribuible a la mano del terror serviría, en el corto plazo, para apuntalar la escalada invasora. Definir el blanco para disparar, tendría que ser para los Señores del Terror el paso siguiente.

Si las líneas que siguen resultan de alguna manera tormentosas, no me voy a excusar por ello. Asumo el riesgo de que se me juzgue superficial por no contar con suficientes datos demostrativos, o paranoico por la dimensión trágica de las concatenaciones que pueda armar, o incluso que se me acuse de provocador por dar crédito a la factibilidad de que se repita en un plazo breve otra catástrofe significativa. Siempre habrá ocasión para la ingenuidad del que no quiere ver, y crea que estos escenarios no han sido manejados de sobra ya por quienes tienen el poder, el hábito y el interés de valerse de ellos.

Hace demasiado poco tiempo para olvidar que el concepto demonizado por la ideología occidental fue, a lo largo del siglo XX, el de «comunismo». El mundo comunista definía para Occidente un eje del mal, aunque aún no se le hubiera bautizado así. Hasta el Papa Pío XII desestimó, muy avanzado ya el holocausto y el conflicto mundial, la condena explícita al nazismo, al amparo del pretexto de que el comunismo era el verdadero peligro, el mal mayor. La desintegración del sistema soviético acabó, entre muchas cosas, con el pretexto del comunismo.

Se concentró en los Estados Unidos, desde aquel infausto episodio, un extraordinario poder. Quedó igualmente Washington ante una excepcional disyuntiva histórica. La de escoger cómo conducir al mundo: ¿a la destrucción o a la salvación? Asumir con responsabilidad el liderazgo que la coyuntura había colocado en sus manos, camino que aún muchos autores proclaman como opción, hipotéticamente viable. Me cuento entre los pesimistas, aunque reconozco que las fuerzas productivas allí concentradas le asignan un papel imposible de competir. No hay cómo ignorar que una corrección en el curso de la sensatez política haría ese liderazgo inevitable.

Pero los imperios implementan siempre una ética de justificación para sus actos. No lo atribuyo a un fatum sino a la esencia misma de la conciencia social del imperio, que se nos revela a lo largo de toda la historia. Es la misma que informa los argumentos de Ginés de Sepúlveda frente a Bartolomé de Las Casas en la justificación de la esclavitud y la masacre colonial hace medio milenio. La que siempre atribuye un sentido «civilizatorio» a la violencia del orden imperial. ¿Cómo podría esto ser cambiado?

La primera muestra de impunidad del imperio después de la demolición del Muro de Berlín en octubre de 1989, fue la invasión a Panamá, con un saldo de unas 3 000 muertes en la población civil (estaban «en el lugar equivocado, en el momento equivocado», se dijo), con el solo propósito de capturar y secuestrar al jefe de gobierno, general Manuel Noriega, bajo cargos de narcotráfico. Un acto inconfundible de terror. Y ni siquiera había llegado la era de Bush hijo. Si enriqueció Noriega a costa del narcotráfico, no creo que haya sido la verdadera causa; muchos se han enriquecido así y siguen enriqueciéndose con impunidad. Pero se trataba del sucesor del general Omar Torrijos, que había logrado que el Canal volviera a manos del Estado panameño, y allí hacían falta gobernantes más dóciles. Torrijos no lo fue, y pereció en un accidente de aviación nunca esclarecido satisfactoriamente. La operación posterior contra el general narcotraficante se revela en el fondo como una acción con el claro propósito de desacreditar al régimen y recuperar influencia sobre el Istmo. La recuperaron de mala manera.

El imperio tenía, después del derrumbe del Este, que recodificar el eje del mal, y ahora la situación no proveía una realidad pura y dura de la cual partir: necesitaba un artificio ideológico. Necesitaba un concepto para demonizar y una coartada para sus nuevos códigos.

De este modo, urgidos de un nuevo fantasma para restablecer la regla de dominar por el miedo, ninguno mejor que la lucha contra el «terrorismo», y ese paso no se hubiera podido dar sin que el terror se mostrara como un escandaloso peligro. Los artífices del terror determinarían la definición de los terroristas. Mejor argumento que el que le precedió, el del comunismo, porque no hay legitimación ética plausible para el terror. Había, sin embargo, que dar una nueva connotación a este. No sería el neonazi dentro de los propios Estados Unidos, ni el del racismo del Ku Klux Klan y de sus sucedáneos; no el de los actores solitarios, fanáticos o mercenarios, como el venezolano Iván Ilich (el legendario Carlos), o los atentados domésticos, como los de Unabomb; no el de la organización Rifle y otros grupos que aplican por su cuenta el terror contra el terror. Mucho menos los de los que han aplicado el terror al servicio de la CIA, como es el caso de Luis Posada Carriles, que se pasea impunemente a pesar de las pruebas que obran en su contra. Menos aún, el terror de quienes mataron a 3 000 civiles en Panamá.

Es probable que John Wilkes Booth, aquel actor de veintiséis años que asesinó al presidente Abraham Lincoln en 1865, haya escenificado un acto riguroso y solitario de fanatismo político, pero el asesinato del presidente John F. Kennedy un siglo después está probado que respondió a una minuciosa operación de ingeniería terrorista al amparo de intereses económicos y manipulaciones politiqueras. Ninguno de ellos admite paliativos jurídicos ni justificación ética; existe, sin embargo, entre uno y otro atentado, un espacio histórico que introduce complejidades cualitativas en la aplicación del terror. Mario Puzo ganó su fama en los años 60 novelando los circuitos de la lógica política en las estrategias de la mafia. Cuatro décadas después nos enfrentamos a la introducción de la lógica mafiosa en las estrategias políticas.

Para el discurso en la cúpula del imperio, el terror se definirá a partir de ahora como algo que viene de fuera: del mundo islámico en primer lugar. Y que los crecientes circuitos migratorios lo pueden insuflar, como un virus letal, en aquel tranquilo y próspero país, saturado de libertad. No solamente han de llegar desde el Islam: eventualmente nadie está a salvo de ser acusado si cae dentro de los parámetros del clasificador, del «eje del mal».

La coartada de despegue para una cruzada solo podía salir de un atentado, el más escalofriante posible para una opinión pública susceptible a todo cuanto amenace su seguridad. Una catástrofe capaz de señalar sin equívocos el nuevo peligro, que permita establecer las nuevas reglas del juego desde el centro del poder mundial. Centro también del terror para el mundo de los oprimidos, para las dos terceras partes de la humanidad. Para las víctimas del hambre crónica, de la inseguridad y el desamparo.

No voy a gastar muchas palabras en lo que los cubanos conocimos a través de la voladura del acorazado Maine en la bahía habanera hace más de un siglo, cuyos autores directos nunca fueron identificados. Aunque la combinación de las brumas en que quedaron las causas del estallido y la dimensión de la revancha, que la historiografía «occidental» registra como la guerra hispanoamericana, dejan pocas dudas de la autoagresión como coartada. Hoy se revela como un antecedente inconfundible. Y como una prueba de la construcción de una eticidad de la ofensa dentro del sistema.

Un siglo después, el escándalo terrorista del 11 de Septiembre de 2001 vuelve a levantar las mismas sospechas. La administración norteamericana ha reconocido que tenía informaciones de que algo se fraguaba y, sin embargo, no fue capaz de interceptar los vuelos «suicidas»; identificó enseguida, pocas horas después del atentado terrorista, a los presuntos culpables, pero casi siete años más tarde Osama Bin Laden se mantiene incapturable, como una amenaza que contribuiría a justificar el escalamiento de la cruzadas de represalia. Se ignora cómo es posible que en la nómina de las víctimas que perecieron en las Torres Gemelas del World Trade Center no aparezcan los nombres de ejecutivos importantes de las trasnacionales que tenían allí sus oficinas. Se ha argumentado igualmente que el desplome total de esos colosos arquitectónicos tendría que haberse provocado por una implosión y no se puede explicar por el impacto de un avión. Las incongruencias son muchas más, pero no creo necesario detenerme en el recuento.

En Beirut me mostraron los edificios que habían sido arrasados por las bombas de los israelíes en el año 2006, que fueron a impactar con inaudita precisión en blancos seleccionados dentro del bosque urbano. Me comentaban de dispositivos magnéticos, colocados secretamente por agentes de Israel al interior de los inmuebles, para asegurar la dirección de los proyectiles. Mi dominio técnico para sumarme a esta afirmación es nulo, pero el sentido común me la hace aceptable. Tel Aviv ha dado sobradas muestras de irradiar el terror, en sus acciones agresivas hacia el mundo árabe, con la misma saña con que lo hicieran los nazis con el pueblo hebreo.

El paisaje de terror de Nueva York abatida por el pánico se convirtió en el punto de referencia de la escalada de Washington para invadir, primero a Afganistán, y después a Iraq, iniciando así una nueva etapa en la política de agresión militar del imperialismo. Y añadiendo a la nómina decenas de muertos civiles. El peligro del comunismo soviético no solo había dejado de ser argumento de riposta, sino que tampoco estaba ya presente como factor disuasivo. Mientras las tensiones dominantes fueron «bipolares», se usaron para enervar la retórica, pero también para contener las acciones: «disuasión», le llamábamos, palabra casi en desuso ya, porque perdió su referente real.

Después del desastre de las Torres Gemelas, los Estados Unidos dejaron de tomar en cuenta las opiniones de sus aliados y pasaron por alto pasarán ya siempre que se les antoje al hasta entonces sacrosanto Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Después de las Torres, tipificaron al eje del mal con los Estados más incómodos para su política imperial, y proclamaron su disposición de intervenir militarmente en al menos sesenta «oscuros rincones» del planeta y, sobre este presupuesto, montaron la ideología de un nuevo fundamentalismo: el de la cruzada contra los terroristas del mundo, los que Washington decida, repito sin cansarme, clasificar así ahora según sus códigos.

Llamativamente, Cuba ha estado en la agenda del imperio al principio y al final de este recorrido: dilemas de la geopolítica. Primero, un siglo atrás, como víctima de una independencia duramente luchada, y usurpada por la intervención militar. Ahora, acusada del imperio como el puerto occidental del eje del mal por el pecado de seguir defendiendo su independencia. Este es hoy el panorama donde se mantiene siempre latente, a ultranza, una amenaza de intervención. ¿No se le puede llamar «terror»?

Pero la historia no transita por caminos lineales. En el Oriente Medio la resistencia iraquí, sin recursos logísticos y sin mucha organización ni liderazgo visible, impide que la ocupación y la implantación de un gobierno títere se estabilicen. Prácticamente a fuerza de coraje y voluntad. Este hecho también empieza a encontrar resonancias en la revitalización de una resistencia afgana. A esta resistencia el imperio la llama, por supuesto, terror. No lo hace por ignorancia, sino que es esa su definición, parte esencial de su estrategia.

El dictamen de continuar la escalada invasora sobre Irán se ha visto contenido, al menos con intermitencia, por la amenaza de un descalabro norteamericano mayor en el área, y esta contención prefigura el fracaso rotundo del propósito de usurpar totalmente el petróleo del área en beneficio de las poderosas trasnacionales, y de la concentración del dominio de los Estados Unidos sobre las fuentes energéticas mundiales.


* Aurelio Alonso (Cuba, 1939): Sociólogo y politólogo. Autor de Iglesia y política en Cuba, El laberinto tras la caída del Muro, y del más reciente, La América Latina y el Caribe: territorios religiosos y desafíos para el diálogo (coordinador) por Ediciones de CLACSO.

Cuadernos de Ruth

 

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