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Argentina :: 11/10/2007

Los condenados de la ciudad

Luis César Bou
Nada ofende tanto la grosera sensibilidad burguesa como la mierda, excepto quizá el movimiento rítmico de las frazadas bajo las que los acampantes hacen el amor. Estos, conociendo su fuerza, y que el tiempo jugaba a su favor, aumentaron día a día sus demandas

I

El libro de Frantz Fanon Les damnés de la terre [Los condenados de la tierra. FCE, México, 1963] se publicó por primera vez en castellano en 1963. Su traductora realizó un trabajo muy fiel y prolijo, pero ninguna traducción puede ser exacta. Hay un viejo aforismo italiano, traduttore tradittore, que expresa esta cuestión: el traductor siempre, de alguna manera, es un traidor. Y cuando intenta no serlo, frecuentemente, es cuando más traiciona.

El título mismo del libro de Fanon es casi intraducible. El término francés damnés tiene una connotación mucho más fuerte que el condenados de la traducción. El damné es el condenado al infierno, el maldito, el que no tiene redención posible, el que sufre desde siempre y para siempre [esto me recuerda la novela de Balzac El hijo maldito, de la que tanto gustan algunos psicólogos, allí damné se tradujo como maldito, mucho más adecuadamente al argumento de la novela]. El otro sustantivo, terre, aparece muchas veces escrito con mayúscula, y pierde entonces su sentido. Fanon no se refería a nuestro planeta, sino a la tierra del suelo, a la que estaban ligados esos damnés.

En el antológico prólogo que Jean Paul Sartre escribió para el libro de Fanon se caracteriza claramente a los damnés:

No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. [pág. 7]

Tengamos en cuenta que, para un francés de aquella época, los indígenas eran casi todos los no-europeos, y algunos europeos también. Pero ¿qué define a los indígenas? Ante todo su relación ancestral con la tierra. En consecuencia, el libro de Fanon apuntaba al estudio de ese campesinado de Asia, África y América Latina. O, más precisamente, a las potencialidades revolucionarias del campesinado, expresadas entonces en numerosos movimientos insurgentes antiimperialistas.

Por supuesto que Fanon no pretendía que los campesinos leyeran su libro, no estaba dirigido a ellos sino a los presuntos revolucionarios urbanos de ese entonces. En la segunda parte, Grandeza y debilidades del espontaneísmo, Fanon traza el derrotero del revolucionario: de la ciudad al campo, a organizar la insurgencia que debe asediar a las ciudades. Los aliados de los insurgentes son los habitantes de los suburbios de la ciudad, muchos aún ligados a las zonas rurales de las que han emigrado. Aquí Fanon comete una doble herejía: primero, poner la carga de la revolución en los hombros de los campesinos (esa clase en sí, pero no para sí, del Marx de El 18 Brumario); segundo, rescatar el rol del lumpen como elemento corrosivo del sistema:

Ese lumpen-proletariat, como una jauría de ratas, a pesar de las patadas, de las pedradas, sigue royendo las raíces del árbol. [pág. 7]

Y, un poco más adelante:

El lumpen-proletariat constituido y pesando con todas sus fuerzas sobre la “seguridad” de la ciudad significa la podredumbre irreversible, la gangrena instaladas en el corazón del dominio colonial. Entonces los rufianes, los granujas, los desempleados, los vagos, atraídos, se lanzan a la lucha de liberación como robustos trabajadores. Esos vagos, esos desclasados van a encontrar, por el canal de la acción militante y decisiva, el camino de la nación. No se rehabilitan con relación a la sociedad colonial, ni con la moral del dominador. Por el contrario, asumen su incapacidad para entrar en la ciudad salvo por la fuerza de la granada o del revólver. [pág. 8]

Estos lumpen son los encargados de abrir las puertas de la ciudad para que penetre la insurgencia campesina.

II

Hay varios elementos de la realidad actual que es necesario tener en cuenta:

1) La tecnología bélica ha avanzado lo suficiente como para hacer muy difícil, hoy en día, una guerrilla del tipo Sierra Maestra o Vietnam. Radares que detectan el calor humano, imágenes satelitales que registran cualquier movimiento, armamento contrainsurgente ultrasofisticado.

2) Hoy la población rural ya no es mayoritaria. Si bien no existen datos totalmente confiables, en torno al año 2000 se habría producido la inflexión en favor de los pobladores urbanos.

3) La nueva urbanización de los años 80’ y 90’ tiene características disímiles en relación con lo que fue el crecimiento de las ciudades ligado a la industrialización. Se trata de un crecimiento relacionado más con la depauperación de las áreas rurales que con el surgimiento de nuevas oportunidades económicas urbanas.

4) Esto ha dado lugar al surgimiento de inmensos suburbios constituidos por viviendas precarias (a veces muy precarias), carentes parcial o totalmente de servicios elementales como la electricidad, el agua, el drenaje, la recolección de residuos, el transporte, etc., etc., etc.

Estos elementos hacen que, hoy por hoy, el centro de la protesta y de la lucha sea esencialmente urbano. Mike Davis, en su artículo, luego libro Planet of Slums [el artículo puede encontrarse en New Left Review, n° 26, marzo-abril del 2004; el libro fue editado por Verso, Londres, 2006] menciona la preocupación de los estrategas del Pentágono ante estos cambios. Deben enfrentarse a un problema nuevo: localizar a los enemigos dentro de esos hormigueros que son los laberínticos suburbios de las ciudades del Tercer Mundo. Experimentaron la dificultad en carne propia, en Iraq, en Sadr City, el inmenso suburbio de Bagdad. Para contrarrestar la insurgencia lo destruyeron totalmente, a la semana siguiente estaba de nuevo en pie. Sus habitantes no tenían mucho para perder: no había servicios ni infraestructura y las viviendas, mayormente de chapa y cartón, eran tan fáciles de destruir como de reconstruir.

El nuevo contexto también ha conducido a nuevas formas de lucha y de organización para la insurgencia y la protesta. Veamos un ejemplo cercano.

III

En Argentina, la extensión del monocultivo de soja, la mecanización de las cosechas, la concentración de la propiedad rural y la destrucción de los bosques naturales han llevado a la expulsión de población rural, sobre todo en las regiones de nueva roturación. Como en otros casos del Tercer Mundo, el destino de esos expulsados han sido los suburbios de las ciudades.

En el caso de Rosario, segunda ciudad más grande de Argentina, esta migración comenzó en los 80' y se prolonga hasta hoy. Los recién llegados ocuparon tierras fiscales o de propietarios absentistas en los márgenes de la ciudad, lugares sin más servicios ni infraestructura que algún tendido eléctrico clandestino, sin pavimento, agua corriente, transporte, etc. Además, se trata de sitios inundables, próximos a canales y cursos de agua, húmedos e insalubres.

Estos recién llegados, muchos de ellos de origen indio, tuvieron tantas dificultades para adaptarse a la vida en la ciudad como tendríamos nosotros si nos viéramos forzados a vivir en el bosque. Muchos se convirtieron en cirujas o cartoneros, sobreviviendo con lo que podían rescatar de la basura, comida incluida. Aquí perdieron la pureza de sus costumbres, vieron como sus hijas se prostituían y sus hijos se asociaban a las barras bravas que controlan la circulación de droga y regulan la delincuencia.

Luego de la tremenda crisis económica y política del año 2001, el gobierno comenzó a distribuir “planes sociales” con el fin de acallar la protesta. Se trata de míseros subsidios que no alcanzan para que una familia sobreviva dignamente más de cuatro o cinco días. Pero fue la prueba de que podía obtenerse algo concreto de la protesta social. Las metodologías de la protesta utilizadas hasta hoy son dos: el piquete y el acampe.

A inicios de este año, los trastornos provocados por el monocultivo sojero ocasionaron un período de grandes lluvias e inundaciones. No fue la primer inundación, en un país donde los desagües generalmente se construyen décadas después de ser edificado un barrio. Lo novedoso fue que, esta vez, la gente no se conformó con el alojamiento transitorio en un estadio y la efímera ayuda en ropa y comida, exigieron ser indemnizados por las pérdidas causadas por una mala acción de gobierno. Para esto instalaron un piquete cortando la estratégica Avenida de Circunvalación, por la que circula una gran parte del tránsito pesado que, luego de la destrucción neoliberal de los ferrocarriles del estado en la década del 90', es el medio de transporte indispensable en Argentina. Los inmensos camiones debían desviarse por callejuelas en las que, a veces, las barras bravas les cobraban “peaje”. En algunos casos, se perdían en los laberintos de las villas miseria donde eran saqueados y asaltados.

En una sociedad como la argentina, donde la represión a la protesta social no se tolera (y además hace perder votos), la caótica situación provocada por este piquete (que también hacía perder votos, en un año electoral), debía resolverse rápidamente: el gobierno cedió y los inundados, por primera vez, obtuvieron una indemnización, generalmente muy inferior a las pérdidas sufridas. Pero fueron por más, ya habían comprendido cómo funciona la cosa.

Este mes se produjo el mayor acampe conocido en la ciudad. Todo comenzó a partir de la prohibición municipal al ingreso al centro de la ciudad de los carros tirados por caballos que utilizan los cirujas en su trabajo. Claro, los desvencijados carros, con sus no muy briosos caballos, estorbaban el tránsito y, sobre todo, ofendían la vista de los buenos burgueses. A partir de la prohibición, los afectados se instalaron en la céntrica plaza San Martín, frente a la sede de la gobernación de la provincia. Allí fueron con sus carros, sus caballos, sus perros, sus numerosos niños. Se les unieron otros grupos de indigentes: integrantes de los pueblos indios, afectados por la inundación, etc. Varios miles de personas instaladas permanentemente, otros miles que van y vienen. Con lonas, cartones, plásticos, materiales sacados de la basura construyeron refugios contra el frío. Y allí se quedaron, comiendo, durmiendo, amando, defecando y orinando, estas dos últimas cosas preferentemente en las escalinatas de la gobernación.

Los habitantes de los cotizados pisos que dan a la plaza, entre ellos algunos diputados y concejales, debieron soportar el espectáculo, y el olor. Las elegantes boutiques de la zona debieron cerrar o padecer la suciedad de las veredas y el pillaje ocasional por los grupos de niños desarrapados. También los bares (¡tan caros!) fueron víctimas de los niños, y de sus muy jóvenes madres. A veces un pañal con caca quedaba pegado en alguna vidriera.

Nada ofende tanto la grosera sensibilidad burguesa como la mierda, excepto quizá el movimiento rítmico de las frazadas bajo las que los acampantes hacen el amor. Estos, conociendo su fuerza, y que el tiempo jugaba a su favor, aumentaron día a día sus demandas. La desesperación del gobierno y de los vecinos llegó al paroxismo cuando los acampantes, para hacer valer sus demandas, decidieron instalarse permanentemente en la plaza y comenzaron a construir allí sus ranchos. Finalmente, obtuvieron casi todas sus demandas: no sólo entrar al centro con sus carros y caballos, sino también que se les proveyera ropa, calzado, materiales de construcción, garrafas de gas y se iniciara un plan de viviendas.

IV

Todas las ciudades tienen reductos exclusivos, en los que los burgueses viven y exponen su lujo. Mancillar esos reductos es atacar el orden moral y económico que representan. Valga la redundancia, la burguesía se desarrolló a partir de los burgos. Las ciudades fueron su territorio y su reino. Hoy se refugia en los shoppings y en los countries, pero éstos también sufren el asedio de los indigentes. Y la indigencia, con la exposición de su vida, ofende la moral burguesa, que en buena medida la generó. A los indigentes se asocian los pequeños delincuentes, asaltantes, arrebatadores de carteras, vendedores de droga, etc., etc., etc. La jauría de ratas de Fanon royendo las raíces del árbol, instalando la podredumbre irreversible, la gangrena. Las ciudades del Tercer Mundo se les van de las manos a la burguesìa, aunque los màs pequeños de los burgueses se aferren a ellas. O, mejor dicho, a la imàgen que de ellas tienen, herencia de un pasado perimido.

Iraq quizá sea hoy el paradigma del Tercer Mundo. Los norteamericanos no pudieron controlar las calles ni someter la protesta en las ciudades. Terminaron construyendo la Zona Verde, recinto amurallado donde, ellos y sus aliados, llevan adelante una vida que no tiene nada que ver con la realidad del país. ¿Será ese el espejo del futuro?

Observatorio de Conflictos

 

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