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Mundo :: 19/06/2019

Magia y mercado

Renato Ortíz
La proliferación de las fórmulas mágicas entonadas cotidianamente: C-Bond, riesgo país, fluctuación financiera, planes, metas

¿Qué es un mito? En un libro viejo, publicado en la década de los cincuenta del siglo pasado -y le recuerdo al lector que así comienzan las leyendas, remitiéndonos a un tiempo intangible-, un antiguo escritor decía: se trata de una palabra despolitizada. El mito congela la historia, dándonos la impresión de la eternidad del presente. Revuelve la visión de las cosas y, al presentarlas como dato natural, inmutable, impide la comprensión como proceso, como devenir. Con la globalización surgen nuevos mitos, otras creencias, ahora mundializadas; su alcance es mayor, de manera que ya no está confinado a sus lugares de origen, la nación o la provincia. La época en que vivimos está marcada por un sentido común planetario, generalizado, aire enrarecido de la atmósfera que respiramos; se manifiesta en los periódicos, en los noticieros de televisión, en los diagnósticos políticos, en el pensamiento universitario. Su verdad y su poder de convicción ya no provienen tan sólo de su contenido, de su ideología, sino de su extensión, como si la expansión de las barreras, su forma técnicamente administrada, fuese la prueba de su veracidad.

De los mitos actuales, perennes, incuestionables, celebrados cotidianamente a escala global, uno de ellos se denomina el mercado. Nos referimos a él como una entidad real, con vida propia, capaz incluso de reacciones semihumanas. Se dice de él que tiene “humores”, que “reacciona” con optimismo o pesimismo a determinadas medidas, que tiene “percepción” de lo que ocurre en el reino de la política y de la vida social. Se lo describe como una entidad “sensible”, “irascible”, que oscila al ritmo de eventos, rumores y noticias. La profusión de frases que se refieren a él es elocuente: “El mercado está inquieto”, “Se recuperó de los efectos negativos”, “Comprendió las medidas de este o de aquel gobierno”. Se habla como si estuviéramos delante de un ser dotado de sensibilidad, inteligencia y autopercepción; un organismo vivo, dinámico y envolvente. El mercado tiene características divinas. Como los seres sagrados, en su calidad de global, planetario, está “en todas partes”; de la China comunista o de los escritorios de Wall Street se desvía hacia el Banco Central brasileño, argentino, europeo, y penetra organizaciones internacionales, ONG, partidos, sindicatos, universidades, industrias culturales.

Nadie se escapa a sus redes, a su mirada atenta y controladora. Su lógica utilitaria subsume despiadadamente a los individuos. Incluso en los rincones más pobres del planeta, como el África negra, su presencia -o mejor, su ausencia- se resiente y es lamentada. Entonces se dice que ella fue “abandonada”, como si los dioses, por una omisión cualquiera de los hombres, quizás la falta de un sentido calvinista de la vida, la hubieran condenado a las privaciones, dejándola a merced de sus propios pecados. Duro castigo pero que, ciertamente, algún día será redimido. El mercado es, pues, trascendente y omnisciente. Cada transacción, comercial, cultural o científica, da testimonio de su existencia, actualiza su manifestación. Sin las limitaciones de las viejas barreras materiales, pues un sofisticado aparato tecnológico, computadores, satélites, fibras ópticas, tarjetas de crédito, vuelve su voracidad simultánea y extensiva a la espacialidad de la modernidad-mundo.

Pero los mitos son misteriosos, contienen secretos insondables. Su estructura maliciosa, su complejidad, no se revela fácilmente a los ojos de los simples mortales. Deben ser interrogados, descifrados por algunos predestinados. Los economistas, sacerdotes-brujos modernos, tienen esa función. Ellos, y sólo ellos, logran sondear lo oculto, interpretar sus designios. Como los quirománticos, interpelan el presente y leen el futuro (es común ver en los diarios matutinos las previsiones de esos sumos sacerdotes). La ciencia económica necesita especialistas como las religiones, una casta aparte traduce así la voluntad divina. Sin embargo, como nos enseñan los antropólogos, para que tal entendimiento sea creíble, es decir, socialmente aceptado, es necesario que se exprese en forma esotérica, que sea incomprensible para los legos.

De ahí la proliferación de las fórmulas mágicas entonadas cotidianamente: C-Bond, riesgo país, fluctuación financiera, planes, metas. Cada uno de esos términos encubre un agujero negro, un mensaje criptográfico. Su comprensión está restringida a un círculo cerrado, pero para la mayoría de las personas eso es lo de menos; por el contrario, cuanto más inaccesible, más grande la fascinación. La celebración es más importante que el contenido. De ahí la existencia de esos comentaristas económicos, especie de hechiceros populares que, sin mayor aprendizaje (apenas son lectores de The Economist o de la Harvard Business Review), rezan en la prensa y la televisión la oda mercantilista. No saben bien lo que están diciendo, simplemente transmiten pedazos de una cultura letrada que les es ajena; y mucho menos lo sabe el público, lector o telespectador, para quien todo eso es indescifrable, pero es la repetición, el canto mágico que cuenta, sumergiéndonos en una misma totalidad, en un mismo universo de creencias.

Entre tanto, los hechiceros se equivocan, cometen errores; ¿por qué, entonces, creer en sus pronósticos? Retomo una idea que desarrolló Marcel Mauss, al trabajar con las sociedades antiguas, tribales, por ser esclarecedora. La magia es, antes que nada, un acto técnico; y lo digo en un sentido preciso: se trata de interpretar el mundo de los espíritus con miras a obtener un resultado. Ella es, por tanto, utilitaria; lo que hizo que muchos la vieran como precursora del raciocinio científico.
Por ejemplo, la muerte de mi vecino o la realización de una demanda cualquiera (la mujer del prójimo o la cura de una enfermedad). El hechicero, al ser consultado, atiende el pedido de un cliente, y con base en el saber tradicional formula las prescripciones por seguir. Cada acto mágico es singular, único, y debe escenificarse meticulosamente mediante el uso de hierbas determinadas, sacrificio de animales, ayuno, algunas veces castigos corporales, respeto a las fases lunares, etcétera.

Su éxito depende de esas minucias. Para que les den resultado es necesario hacerlo de la manera más adecuada posible. Sin embargo, en caso de que nada resulte en concreto, lo que ocurre con frecuencia, ni el hechicero ni el cliente desisten; le atribuyen la falla no al sistema de creencias, sino a algún problema ocurrido en su realización -las hierbas usadas estaban dañadas, el horario escogido no coincidía con las fases de la Luna, el sacrificio estuvo mal hecho, etc.-. El objetivo no alcanzado requiere, por tanto, un nuevo intento, otra metodología; claro, ahora envuelta en mayores cuidados. El fracaso refuerza la credibilidad de la creencia mágica, pues el error se ve como una performance incompleta de lo que nunca debería haber sucedido.

El ocultismo económico funciona en forma parecida. Los economistas proponen a los gobiernos, partidos, estados, los más diversos planes de acción. Excepcionalmente, se llevan a cabo por completo; la mayor parte de las veces se malogran, con consecuencias desastrosas como desempleo, inflación, devaluación de la moneda, etc. Sin embargo, por cada idea implementada de manera equivocada, surgen otras nuevas, afianzadas por especialistas que compiten entre sí. El mismo hechicero, a pesar de las derrotas pasadas, puede incluso volver a la carga; simplemente necesita presentar otras prescripciones que corrijan los desvíos anteriores. Cuanto más sucumban los planes, más creemos en su encantamiento. Una lógica infalible, tautológica, que refuerza la creencia planetarizada y alimenta la mitología de un imaginario internacional-popular.

lanotasociologica.wordpress.com

 

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