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Colombia :: 05/01/2020

Movilización y gestión: el desafío progresista en Colombia

Javier Calderón Castillo
El desafío progresista en Colombia es mantener el descontento social hacia el uribismo y el neoliberalismo, y también mostrar que el cambio de régimen es posible

El progresismo colombiano tiene un enorme desafío: construir una fuerza con la capacidad para derrotar al neoliberalismo. Tras los resultados de las últimas elecciones y la movilización social en las calles, el país vive un nuevo momento impulsado por el proceso de paz y la crisis de un modelo agotado que se sostiene manteniendo a millones de trabajadoras y trabajadores con salarios muy bajos y nulos derechos.

Sin embargo, los resultados electorales favorables y la expresión del descontento social en las calles aunque pueden no ser suficientes para cambiar el rumbo del país y constituir una alternativa. El neoliberalismo cuenta con poderosas fuerzas económicas y culturales que controlan más que el Gobierno y se reproducen con un sentido común conservador (hasta ahora) efectivo para la continuidad, a pesar de los estragos de la corrupción, la pobreza y la profunda desigualdad. Se trata de un asunto nodal que requiere un primer acercamiento analítico para descomponer los mensajes y las claves políticas que indica el nuevo momento del país, necesarios para la configuración de una alternativa política.

Colombia movilizada

La política colombiana está convulsionada por las movilizaciones masivas desarrolladas desde el 21N, extendidas por más de un mes, caracterizadas por múltiples e innovadoras formas de protesta social para el país: cacerolazos, batucadas, conciertos, asambleas en barrios y mucho activismo en redes sociales. Es una movilización social que desbordó los cálculos oficiales al igual que los pronósticos de los impulsores del 21N; ante el asombro, la respuesta del presidente Iván Duque fue el menosprecio a las demostraciones de descontento, apostando a la represión y el desprestigio, y esperando a que se apacigüen con aún mayores limitaciones a las libertades democráticas.

La arena política nacional se tensionó y empezó a moverse, ubicando las demandas sociales como el principal tema de debate público y al neoliberalismo como un foco de disputa cuestionado por amplios sectores sociales, trascendiendo las fronteras del progresismo y del activismo social. Las urnas manifestaron un rechazo a los partidos tradicionales de derechas y las protestas expresaron el cansancio de los efectos de desigualdad, pobreza y represión característicos del modelo neoliberal. Las disputas desarrolladas por más de dos décadas en la ruralidad en contra de la depredación neoliberal se trasladaron con fuerza a los centros urbanos. El Paro del 21N fue la cita, aunque el detonante del malestar y el enojo social se incubaron por años.

Lo que se inició como un llamado a parar durante 24 horas, como medida de rechazo a otro ajuste neoliberal (un torniquete más para la empobrecida sociedad colombiana), terminó convirtiéndose en una ola social que removió el tablero político nacional y local, poniendo en cuestión el relato excluyente del “uribismo” y las bases programáticas del Gobierno liderado por Iván Duque. Al mismo tiempo, desafió las interpretaciones y los discursos alternativos: los proyectos progresistas también resultaron sacudidos por las dinámicas derivadas de la indignación expresada en las calles.

Analizar el mensaje social dirigido a los liderazgos progresistas puede resultar más esclarecedor en la identificación de los posibles escenarios futuros de la política nacional, aunque sean más difíciles para decodificar. La salida del neoliberalismo, tan arraigado (y sobre todo tan violento) en el país, supone la construcción de una propuesta alternativa que, a diferencia de otras épocas, buena parte de la sociedad está dispuesta a escuchar, aunque no de cualquier manera.

La sociedad no sólo se está expresando en las calles; en las elecciones regionales desarrolladas el 27 de octubre se generó un remezón en las grandes ciudades donde triunfaron propuestas independientes de los partidos tradicionales, con programas anticorrupción y con perspectiva de derechos sociales. El Partido Verde, el Polo Democrático, Colombia Humana-UP, y algunos movimientos locales independientes tuvieron una buena elección, aunque en algunos distritos electorales los poderes tradicionales (Cambio Radical, el Partido Conservador, el Partido Liberal, y el uribismo) mantuvieron el control de gobernaciones y alcaldías de ciudades medianas y pequeñas.

Colombia está movilizada y está desgastando con rapidez al Gobierno de Duque, cuya impopularidad sobrepasa el 70% a tan sólo 16 meses de gestión, al punto de obligarlo a convocar a otras facciones de derechas para que integren una coalición improvisada y con pronóstico reservado. Los cambios ministeriales y algunos ajustes de su programa se vendrán poco a poco, al tiempo que se desarrollarán nuevas protestas tras la aprobación de una reforma tributaria que profundiza la desigualdad, otorga una mayor carga impositiva a los que menos tienen y millonarias exenciones para los ricos. Todo indica que está comenzando un nuevo momento político, con mayor participación social y una creciente politización.

Participación y politización, un nuevo momento

En los análisis políticos sobre la sociedad colombiana se suelen encontrar al menos dos variables que caracterizan la continuidad de las fuerzas de derecha. La primera es la baja participación de la ciudadanía en la política, tanto en los procesos electorales como en las organizaciones territoriales. Ella genera las condiciones propicias para la reproducción del clientelismo y de los mecanismos de cohesión cultural y material desarrollados por los poderes territoriales y los partidos neoliberales. La segunda, intrínsecamente vinculada la primera, es la escasa politización de las personas, cuyos efectos son el aislamiento del debate individual sobre los asuntos públicos y la delegación o abstracción de la disputa por sus derechos.

Ambas situaciones parecen estar cambiando. La tendencia hacia la disminución de la abstención electoral, tanto en las elecciones presidenciales de 2018 como en las regionales del 2019, indica un mayor debate político y la recuperación de expectativas de representación activas. Las movilizaciones generaron gran empatía en distintos segmentos sociales y se transversalizó la protesta; algunos se unieron por solidaridad y otros porque sintieron propias las demandas. Mucha gente participó a su manera: aunque no se atreva aún a salir a las calles o no tenga interés en participar de un movimiento político, los cacerolazos, las asambleas de barrios y la interacción por redes sociales no pueden ser menospreciadas (como tampoco sobrevaloradas). La gente comenzó a decidir, a informarse y a opinar, tres condiciones que le dan sentido concreto a la idea abstracta de participación. Claramente está comenzando un nuevo momento para el país y las fuerzas alternativas deben comprender esas formas de compromiso con el cambio y profundizar con criterio la politización necesaria para disputar el sentido común neoliberal.

Los proyectos políticos alternativos tendrán que convencer a diversos grupos poblacionales, de diversas regiones del país, con problemáticas comunes y otras muy particulares, con intereses generacionales cada vez más relevantes, y una buena parte de ellos con la experiencia de la cacerola, la batucada y las asambleas en sus barrios. Quedan más de dos años para que finalice el Gobierno actual, un tiempo para seguir promoviendo la participación con sus múltiples formas y generando una pedagogía política del cambio.

El debate del progresismo: centro político y salida del neoliberalismo

Mientras la sociedad da muestras de inclinarse hacia el cambio político, sin un proyecto definido los liderazgos considerados progresistas están centrados en dos acciones que resultan contradictorias. Están tratando de conectarse con esa sociedad movilizada que les sobrepasó en las calles y en las demandas y, al mismo tiempo, se encuentran en un verdadero ‘canibalismo’ político, enfrentados como enemigos antagónicos, mientras Duque aglutina las facciones de derechas para defender al neoliberalismo y su propio estatus, hoy cuestionados con dureza.

Si bien es cierto que las diferencias entre los liderazgos progresistas existen, lo es también que sus pujas facilitan la continuidad neoliberal. Gustavo Petro y el grupo parlamentario de Colombia Humana estuvieron muy activos durante las movilizaciones; con éxito Petro logró capilaridad y receptividad con sus mensajes políticos en amplios sectores sociales, aunque aún lejano de los segmentos que lo ven muy beligerante, en especial las capas medias inconformes -aunque no antineoliberales-, más cercanas a las propuestas de Sergio Fajardo o de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López. De la misma manera, Petro es rechazado por algunos grupos más tradicionales de la izquierda, como el MOIR (de tradición maoísta) con incidencia en el Polo Democrático, por considerarlo moderado y cercano al Gobierno de Santos. En un sentido similar, las críticas de Petro y de Colombia Humana a Sergio Fajardo y a Claudia López por su moderación, profundizan no sólo la división de estos sectores políticos sino que abonan a la confusión ciudadana. Para muchas personas del común esta pugna es desgastante y puede generar inmovilidad o desencanto.

Sin embargo, el desafío generado en las elecciones que le delegó a sectores independientes y progresistas la gestión pública en los principales distritos electorales va más allá de este debate de liderazgos. A todos les conviene una excelente acción de gobierno, pues serán fundamentales para sumar en la disputa presidencial del 2022, y en la configuración de un discurso postneoliberal con hechos de gobierno, y no sólo abstractos o prospectivos. Todo ello teniendo en cuenta que lo harán bajo un Gobierno central de ultraderecha con múltiples herramientas aún para impedir un cambio político en Colombia.

Hacia el 2022

Las elecciones regionales y las movilizaciones empiezan a configurar tres opciones políticas para el futuro del país. Una de continuidad neoliberal en la que se amontonan Cambio Radical, el Partido Conservador, lo que queda del uribismo y un sector del Partido Liberal. Otra de moderación, que apuesta a realizar reformas al modelo sin la pretensión de salir del neoliberalismo, en la que pueden confluir las derechas antiuribistas y el proyecto socialdemócrata que toma fuerza con la alcaldía de Claudia López, con la cabeza visible de Sergio Fajardo. Y una tercera liderada por Gustavo Petro, movimientos sociales y algunas facciones de la izquierda, que propone un cambio de matriz productiva y un sentido posneoliberal. Podría construirse una cuarta siguiendo el ejemplo de Argentina, donde se acordó un frente amplio y plural para derrotar al macrismo, una opción por ahora lejana, aunque no imposible.

Las claves para el desarrollo de estas tres grandes facciones políticas en disputa están justamente en los mensajes emitidos en el paro, que pasan por el cansancio del autoritarismo uribista, la falta de derechos fundamentales, la corrupción en la administración del Estado y la baja capacidad adquisitiva de amplias mayorías [y principalmente terminar con la violencia estatal]. Pero también en la capacidad para gobernar con criterio transformador las ciudades de Cali, Medellín y Bogotá, pues de lo contrario los gobiernos progresistas podrían encargarse de apagar el descontento social y garantizar gobernabilidad a Duque. La situación del progresismo es paradojal en ese sentido: necesita demostrar capacidad de movilización, de gestión y, a su vez, seguir taladrando el piso del uribismo para impedir su continuidad.

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