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Europa :: 20/03/2006

Muerto Milosevic, ¿muerta la rabia?

Gabirel Ezkurdia
Hay bastante dudas sobre la muerte «natural» de Milosevic y de otros cuatro colaboradores reos en las celdas holandesas del Tribunal Penal. Al margen de la autopsia, lo cierto es que todas las ecuaciones transmiten la misma idea: nunca fue más provechosa para sus hoy enemigos una muerte como la acontecida en la persona del exlíder serbio

Los masivos funerales que despiden a Slobodan Milosevic en Serbia se celebran entre la indiferencia oficial «politicamente correcta» respecto a la Union Europea y la «comunidad internacional» y la incognita en torno al devenir de un sentir mayoritario que cada vez tiene menos cauces para que sea puesto en practica.

Así es, al margen de los deseos europeos, lo cierto es que las lógicas paneslavas del nacionalismo serbio siguen profundamente arraigadas en gran parte de la sociedad serbia, coherente todavía con la otrora actitud de gran parte de los actuales actores que protagonizan el «repudio a Milosevic y su historia» e incapaces hoy todavía de romper de modo definitivo la impermeabilidad de dicha conducta general mediante la oferta de acceso a los índices de comodidad y riqueza que se presupone se harían extensivas a la sociedad serbia en el caso de ingresar en la UE.

La consigna de que «Kosovo-Metodija es Serbia» y los ánimos permanentes a Mladic y Karadzic, los dos presuntos prófugos que recogen de modo directo el relevo simbólico de «la resistencia» a Occidente, son los ejes sobre los que la multitud reta en los funerales a las autoridades de cara a las próximas semanas. Unas autoridades que han creído ver reforzada su posición tras la muerte de Milosevic, pero que son conscientes también de que a pesar de la debilidad estructural «del movimiento», las reivindicaciones de éste no son algo baladí en previsión de lo que se avecina.

El referéndum de autodeterminación de Montenegro, las negociaciones sobre Kosova en el contexto de la inevitable secesión de la mítica provincia, y la no menos probable entrega de Mladic y Karadzic al ilegítimo Tribunal Penal de La Haya, son los actos que próximamente se escenificarán y pondrán a prueba tanto la fuerza del «movimiento» como la raigambre real de las más que ambiguas autoridades prooccidentales que han de gestionar esta patata caliente.

No hay duda de que hay bastante dudas sobre la muerte «natural» de Milosevic y de otros cuatro colaboradores reos en las celdas holandesas del Tribunal Penal. Al margen de la autopsia, lo cierto es que todas las ecuaciones transmiten la misma idea: nunca fue más provechosa para sus hoy enemigos una muerte como la acontecida en la persona del exlíder serbio.

Hipocresia general

Los otrora legitimadores de Milosevic, actualmente falaces jueces de actitudes que en su momento alimentaron, además de no ser convincentes a la hora de aclarar «tanta irregularidad», tratan de que los acontecimientos pasen cuanto antes y del modo más gris posible, para dar carpetazo definitivo a un periodo crucial en la historia de los Balcanes contemporáneos, que como hemos visto, aún no se ha cerrado. De algún modo lo han conseguido. Además de que el larguísimo proceso contra Milosevic había mermado el punch inicial del personaje en su denuncia de lo que se preveía como un proceso pantomima sin futuro penal aplicable, el Tribunal había logrado el vaciamiento político del Milosevic como símbolo referencial de la resistencia, logrando marginarlo como referencia no sólo en Europa sino en Serbia. Slobo era un muerto político en vida desde hace un lustro, desde que fue erradicado del poder.

En efecto, el personaje fuera de su habitat no tenía trascendencia. El burócrata manipulador, el menos nacionalista de todos los personajes de los Balcanes, no sólo había perdido su puesto, sino que además, por no haber sido nunca creyente de la ideología paneslava que sustentaban sus actos, había quedado vacío, siendo su simbólica figura de reo internacional su único rédito de «lucha nacional y antiimperilista».

Sus otrora amigos, los que hoy le juzgan y repudian, sus legitimadores occidentales y sus «asesores ideológicos» están felices porque el coherente burócrata se vaya con «la verdad» que hace dos décadas ellos defendían con ardor. Los primeros son la mayoría de los políticos occidentales, cuando entendían que Milosevic era el defensor de la unidad yugoslava, legítimo representante del Estado yugoslavo, y por tanto garante de la presunta estabilidad europea y el proceso de «transición del comunismo» que se le exigía, incluso tras los crímenes genocidas en Croacia y Bosnia Herzegovina, fue sancionado como tal en Dayton.

Los segundos, con Vuk Draskovic, actual ministro de Exteriores serbio, Emir Kustunica, primer ministro, y muchos más actuales cuadros de pasado ultranacionalista, todos hoy indiferentes y beligerantes al «funeral de Estado», participaron de modo activo en las dinámicas ideológicas que alimentaron al entonces presidente, y siguen creyendo, a día de hoy y en su fuero interno, al abrigo de coyunturales pragmatismos, en los mismos criterios que en 1984 publicó la Academia de Ciencias de Belgrado en su tristemente famoso Memorando de la Gran Nación Serbia y que guió las políticas del gestor Milosevic.

Toda esta lógica es importante. La «jugada» de la muerte de Milosevic puede ser, como pretenden muchos en Occidente, el acicate para la desmovilización definitiva de los sectores militantes del pannacionalismo chetnick y la puerta de la «normalización e integración» definitiva de la díscola Serbia. Pero pensar que la ideología que sustentó el Gobierno de Milosevic morirá con él es un error que permite deducir un fracaso claro de lo que hemos denominado «jugada». La popularidad de las posiciones pannacionalistas tienen muchas posibilidades de verse revalidadas en función de los acontecimientos que se avecinan y sólo pueden estar en entredicho por la falta de referencias políticas de alcance entre los líderes que las gobiernan.

Huerfanos de liderazgo

Además, aunque es cierto e inapelable que importantes sectores pannacionalistas no perdonan la corrupción evidente de los círculos de los partidos de Milosevic y su mujer, PSS y IUY respectivamente, y sobre todo la traición de Milosevic a los miles de serbios de las Krhinas croatas y de Bosnia que hubieron de refugiarse en Serbia tras los Acuerdos de Dayton, y que hoy dan tumbos de un lado a otro del país como apestados o ciudadanos de segunda, ello mismo, la muerte de Milosevic, allana el camino a posibles convergencias de todos estos sectores dispersos. Lo cierto es que las ideologías que aprovechó Milosevic trascienden a su personaje, aunque también es cierto que en Europa Oriental siguen huérfanas de referencias personales con liderazgo.

Y los obstáculos gubernamentales para que Mirta Markovic, la viuda, presida los funerales demuestran que temen que exista una capitalización de los eventos que permita superar el vacío de liderazgo en «el movimiento». La sopa de letras que sustenta al Gobierno es de poca cohesión y la importancia capital de la oposición ultranacionalista liderada por el partido radical de Vorislav Seselj, también preso en La Haya, es el elemento clave sobre el que probablemente pivote el devenir de una sociedad que vive en la esquizofrenia de ser coherente con sus creencias y mitos nacionales, que la han llevado al sumidero de la guerra y el caos económico, o engancharse al caramelo envenenado de los que no dudaron en bombardear Yugoslavia en 1999 y ahora prometen «democracia y prosperidad».

(*) Gabirel Ezkurdia es analista internacional. Gara

 

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