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Argentina :: 30/03/2013

Napoleona

Fabricio Lombardo
Seguramente no veremos a Francisco salir al balcón del Vaticano vestido con la remera del Che Guevara pregonando la revolución socialista en la patria grande

La imagen de Cristina con el Papa Francisco me recordó casi automáticamente ese famoso cuadro de Jacques-Louis David en que se ve a Napoleón – campeón del ideario liberal republicano – siendo paradójicamente coronado emperador por el Papa Pío VII. Era el año 1804 y ambos líderes se venían mostrando los dientes hasta entonces. Era lógico: la iglesia se llevaba mejor con las monarquías (con las que prácticamente cogobernaba) que con aquellos insolentes iluministas que venían a arrebatarle buena parte de sus bienes y privilegios. No hace falta mucho vuelo para imaginar que no debe haber sido nada grato para Pío VII ver cómo el pequeño corso expandía el republicanismo a sangre y fuego por toda Europa…

Como es de suponer a Napoleón tampoco le caería muy bien el Papa Pío VII, hombre de poder y alianzas peligrosas, símbolo universal de ese Antiguo Régimen que el novísimo emperador se empeñaba en combatir – aunque cada vez menos ferozmente – por aquellos tiempos. En resumen, lo cierto es que no se amaban. Sin embargo para Napoleón era importante ser coronado por el Papa y para el Papa era importante no negarse a ese capricho: ambos ganaban algo, y también algo perdían.

¿Eso era “transar” o “darse vuelta”? Puede ser. Pero también se llama hacer política. O política, a secas. Respirar hondo y sonreír para la foto cuando es necesario. Como hizo Chávez con Uribe después del conflicto de 2008, como hizo Fidel cuando Juan Pablo II arribó a Cuba en el período especial, o como ahora hace Cristina y buena parte del kirchnerismo con Bergoglio. En todo caso, desde esta óptica que recusa el purismo, la cuestión no es sacarse la foto o no; la cuestión es por qué. Y en este sentido el kirchnerismo pareciera que tiene razones bastante claras para hacerlo.

La desaceleración del crecimiento económico pareciera que actúa de la mano con un proyecto de inclusión social cada vez menos encendido. El mecanismo por el cual se tendió a los desocupados un puente hacia la subocupación y de ésta uno hacia el empleo en blanco, pareciera que está llegando a su techo. Y llegará efectivamente si no se echa mano a políticas impositivas y redistributivas más profundas que las que hasta ahora se han implementado.

Por otra parte, si bien es cierto que 'Clarín' miente –y engaña y tergiversa – pareciera que la imagen de Cristina y el kirchnerismo en general no se encuentran en su mejor momento. Esto no significa que vayan a perder en las próximas elecciones, pero sí que el consenso es menor o, cuanto menos, menor es el entusiasmo de los que mantienen ese consenso a la hora de ir a votar.

El kirchnerismo basa su imagen positiva sobre las victorias sociales –ideológicas o materiales – que convocan sobre todo a los sectores más jóvenes de la política argentina, un tesoro preciado para cualquier proyecto político que pretenda un verdadero cambio social. Sin embargo, hace rato que el kirchnerismo no obtiene una victoria que estimule a sus simpatizantes potenciales, valga decir, a los indecisos. En criollo: al kirchnerismo le hace falta una nueva ley de medios, porque los cuadros para bajar de la pared se le van agotando.

Ahora bien, sin contar la enorme masa de potenciales fieles que el catolicismo ha perdido a manos del evangelismo y otras religiones en América Latina, la iglesia católica también tiene sus razones para sonreír en la foto. En el kirchnerismo se refleja un momento particular de la política latinoamericana en abierta lucha contra el neoliberalismo unipolar; a nivel internacional quien sonríe junto a Cristina le guiña también un ojo a Venezuela y le tiende la mano a Correa. Quien bromea con Dilma abraza a su vez el nuevo orden multipolar que se está gestando. Y eso la iglesia lo sabe mejor que nadie: su transnacionalidad es anterior a la de cualquier corporación en este mundo.

¿Esta situación es mejor? ¿Es peor? Es, que no es poco. Seguramente no veremos a Francisco salir al balcón del Vaticano vestido con la remera del Che Guevara pregonando la revolución socialista en la patria grande. Tampoco hablará a favor del matrimonio igualitario, el aborto legal y gratuito o la despenalización del consumo de marihuana. Peras al olmo, no. Sin embargo también es difícil que Francisco se vuelva un Papa conservador. Algunas reformas –lentas, como los papas – tendrá que hacer. Reformas leves, gatopardistas dirán algunos, que sólo servirán para la Restauración de fondo. Puede ser, pero tampoco es necesario caer en un análisis excesivamente estructural. No sirve de mucho anteponer lo teórico a lo histórico y, después de todo, no hay que olvidarse que hasta hace poco tiempo las misas se daban en latín, y el cura miraba para otro lado.

En fin, que la iglesia se haya visto obligada a ser un poquito menos medieval y tener un Papa “austero, preocupado por la pobreza” significa que algo ha cambiado en Latinoamérica y el mundo y que, al compás de ese cambio, la iglesia también necesita reformularse. Si esto es así, a esos cambios no podrá detenerlos ni un Papa ni un presidente; antes bien serán ellos quienes deberán acomodarse a los cambios – como ya lo han hecho otras veces y como lo seguirán haciendo – si es que no quieren perecer en el camino.

De aquel encuentro que mencionábamos al principio entre Napoleón y Pío VII quedaron algunas fojas y crónicas, la pintura de Jacques-Louis David y una frase que se le atribuye al flamante emperador: “En la religión no veo el misterio de la transubstanciación, sino el del orden social”. Sin dudas. Claro y preciso. Tanto que, con un vino de más y a solas, difícilmente Bergoglio se atrevería a opinar lo contrario.

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