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Argentina, Pensamiento :: 28/07/2022

Nuestra Evita

Sergio Nicanoff
Hoy aparece reconfigurada como imagen congelada en banderas y espacios oficiales que no quieren agitar una sola contradicción contra el capital

Pasados cinco años de su regreso de España, ni mamá ni las chicas podían contenerlo. A esto se sumaban los allanamientos policiales, las prisiones militares, la falta de dinero, los tratamientos psiquiátricos y el propio comportamiento de papá. No sabían a quién recurrir hasta que mamá planeó una salida. Lo habló con mis hermanas y se pusieron de acuerdo: irían todas juntas a pedirle ayuda a Eva Perón (…) La besaron todas. Y se helaron de susto cuando le tocó a Lalita. Porque la pequeña bruja sacó de entre las páginas de una revista un dibujo bastante lindo, hecho por ella, en papel canson y con la imagen en colores de Evita y Perón. Y arriba estaba la famosa consigna, pero mal escrita: “Perón cumple, Evita significa”.

Pero Evita le dijo que no importaba y que cualquiera podía equivocarse. Y entonces, como siempre, la bruja nos dejó helados:

–No –dijo Lalita–, yo sé muy bien lo que escribo. No es un error, Perón cumple, pero Evita Significa. Y si algo sabemos los argentinos es lo que usted significa.

Evita, entonces, y sin salir de su asombro, la besó y le dijo que lo iba a pensar. Que mucho lo iba a pensar

Luis Frontera, Sagrada Familia

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Ante un nuevo aniversario de la desaparición física de Evita resulta una tarea difícil, casi imposible, la de aferrar una imagen, un sentido único de una figura que se fragmenta en mil. La Evita objeto de odio, de repudio, de rechazo visceral. La que mostraba sus joyas, sus pares de zapatos, su ropa de gala para desprecio de quienes sólo podían verlas en el cuerpo de aquellas que eran parte de su clase social. La de “viva el cáncer” escrita en las paredes al conocerse su enfermedad. La del cadáver desaparecido, golpeado, ultrajado y oculto por los militares golpistas del 55 y la complicidad del Vaticano, en un cementerio italiano con otro nombre. Condensando en su cuerpo mancillado todo el odio de clase que se pueda imaginar. El objeto de descalificaciones de todo tipo, incluidas las revestidas en ropaje académico, como las que apuntalaron la tesis, tantas veces retomada, del resentimiento social como motor exclusivo de sus acciones.

Como contracara que explicaba ese odio, la Evita amada, acompañada, venerada por les de abajo, la mayoría. La que se inmolaba noche y día en su Fundación Eva Perón, incluso cuando la enfermedad empezaba a consumirla. Recibiendo personalmente, una por una, a ese desfile que asistía a verla con todo tipo de humillaciones y cargas de explotación ancestrales encima. Como última esperanza frente a la desesperación. La del desfile de centenares de miles en filas interminables acudiendo a llorarla y despedirla tras su muerte. La de “mis grasitas” resignificando una denominación racista y despectiva en una identitaria de pertenencia y orgullo de les de abajo. La que contaba con un altar con su imagen y una vela tras su deceso en cientos de miles de hogares, incorporándose al santoral de la religiosidad popular. Un fenómeno que enervó y descolocó a la iglesia católica. La que invitaba a no dejar piedra sobre piedra de los lugares emblemáticos de la oligarquía.

La del mito que, aunque no se la nombre o busquen ocultarla, desaparecerla, todo lo cubre, ocupa, embarga, se torna presente, como en ese cuento magistral de Rodolfo Walsh: “Esa Mujer” (https://lahaine.org/aM8q).

La Evita con su sonrisa plena, sus pelos sueltos agitados por el viento y una ropa sencilla. La Evita Montonera, como la nombraba –y como se la nombró posteriormente– la militancia del peronismo revolucionario en aquellos años donde el socialismo aparecía como una necesidad, pero también una posibilidad cercana.

Aquella mucho más difícil de digerir desde posturas de izquierda o progresistas como la que se presenta en una asamblea de obreros ferroviarios –sí, poniendo el cuerpo una vez más– para conminar a los trabajadores a que levantaran una huelga que el gobierno veía como una amenaza.

La embajadora enviada por el propio Perón a la España del régimen falangista de Francisco Franco, llevando comida a un país asolado por el hambre, pero sobre todo por el fascismo triunfante.

La que incomoda a algunos feminismos por su pública subordinación permanente a la figura masculina de Perón, su reivindicación del lugar de ama de casa de la mujer y de la maternidad como un deber irrenunciable. Sin embargo, mientras enunciaba ese discurso toda su práctica cotidiana simbolizaba exactamente lo contrario. El voto femenino aprobado por ley en 1947, la creación del Partido Peronista Femenino, que multiplicó la participación de mujeres en política con miles de unidades básicas diseminadas por todo el país y las cientos de candidatas, muchas finalmente electas, en las listas del movimiento peronista –mientras el otro partido mayoritario postuló exactamente cero de candidatas– fueron cambios notables donde su rol fue decisivo. Por sobre todo, su propia presencia traspasaba diariamente los límites que el patriarcado consideraba inviolables. Por eso el odio hacia ella se alimentó constantemente de una misoginia desbordada.

Y más, muchas más. Quizás se trate de poder ver, pensar, reflexionar sobre todas esas Evitas. Observarlas en unidad y contradicción. Poner la mirada sobre esas enormes tensiones históricas, sociales, personales, depositadas sobre un cuerpo, una vida que apenas en un puñado de años conmovió hasta los cimientos la vida política y la cotidianeidad de les habitantes de un país con una fuerza que no pudo alcanzar ni el propio Perón.

Esa diferencia que aparece en la voz de todas las barriadas, en especial en las compañeras con más años, y el “ella era distinta a Perón” o “yo al general siempre lo quise, pero ella era otra cosa”. Frases que escuchamos decenas de veces en lugares tan diferentes de la más variada geografía de les de abajo.

Tal vez esa otra cosa sea el lugar de la contradicción, de la tensión. Las que recorrieron todo el movimiento peronista y los gobiernos de aquellos años. De un líder que esbozó en aquel célebre discurso de la Bolsa de Comercio toda su perspectiva de la conciliación, necesaria y posible, entre capital y trabajo. Esa concepción enfrentada en un juego de espejos con su salida de prisión por una movilización mítica el 17 de Octubre de 1945, que Perón no esperaba ni impulsó, pero que lo obligó a ir más allá de lo que esperaba en sus concesiones a un movimiento obrero que estaba lejos de la imagen de pasividad y no violencia; aquella que incluso los discursos oficialistas posteriores buscaron legitimar.

La tensión de una alianza de clases conducida por fracciones del ejército y la burguesía industrial, pero cuyo régimen de conciliación terminó por producir –como efecto no buscado– un descenso en la tasa de plusvalía del capital. Proyecto que buscó –y logró– disciplinar a la CGT y apartar a los dirigentes más díscolos del laborismo, pero donde al mismo tiempo, por abajo, en cada fábrica, en cada lugar de reproducción celular del capital, se multiplicaron las comisiones internas y los cuerpos de delegados. Los mismos que harían estallar un Congreso de la Productividad firmado con bombos y platillos por empresarios, dirigentes sindicales nacionales y el propio Perón.

Esas contradicciones y ambigüedades se expresan en la parábola de Evita con una diferencia fundamental, esa otra cosa que con la sabiduría de las clases populares las “doñas” percibían y perciben.

Enfrentada a los antagonismos más brutales, anunciados ya en el fallido intento de golpe de 1951, no duda un segundo. Los militares van a traicionar el gobierno popular. Hay que armar de manera clandestina milicias sindicales. Por eso hace traer un cargamento de armas que es detectada por la inteligencia militar. Armas que poco después Perón hará entregar… a las Fuerzas Armadas. Ante la agudización de la lucha de clases Evita opta por incendiar –e incendiarse–, anticipando la opción de hierro que tras su muerte se presentará con la masacre de los bombardeos en Plaza de Mayo de Junio del 55’ y el posterior golpe exitoso de “la fusiladora”.

No se trata de imaginar un camino de enfrentamiento con Perón que nunca estuvo en la mente de Evita. Y, sin embargo, las distintas opciones emergen al enfrentarse con toda la virulencia de una clase dominante que jamás estuvo –ni estará– dispuesta a aceptar cambios en la correlación de fuerzas que amenacen, así sea tangencialmente, su dominio.

La pregunta posible es si su figura, su mito, aún conserva potencia de transformación. Hoy aparece reconfigurada como imagen congelada en banderas y espacios oficiales que no quieren agitar una sola contradicción contra el capital, mucho más ocupados en administrar las tensiones que en enfrentarlas o resolverlas. Que ofrecen un capitalismo social y redistributivo en un mundo y una etapa del capitalismo donde eso es aún menos posible que en el mundo de los 40-50’. Allí no habita la Evita viva. Su significado pierde rebeldía, se domestica y desdibuja. Su inmenso fuego se apaga.

¿Hay caminos posibles para que el mito sea parte hoy de otras visiones, de horizontes emancipatorios en clave anticapitalista, antipatriarcal y decoloniales? No lo sabemos. Sí estamos seguros de que allí en el mundo de lo plebeyo aún existe, mal que les pese a los revolucionarios de “compás y tiralíneas” de los que hablaba John W. Cooke. Esos que habitan siempre el mundo de las purezas, de lo antidialéctico.

Su lugar no puede ser nunca artificialmente imaginado, retomado desde la liturgia de núcleos militantes, por bien intencionados que estos sean. Los mitos los construyen las clases populares por sus propios caminos históricos, culturales, sociales. Mucho menos surgen desde los despachos oficiales. Allí más bien se los apropian y congelan.

Evita reaparecerá tozudamente en una cocina, en una barriada de las periferias, en una toma, en otros Guernicas [barrio tomado en Buenos Aires]. En el recuerdo trasmitido oralmente de generación en generación que siempre perdura, porque en el imaginario de muches representa una dignidad concreta, real. Para poder seguir viva se mestizará y abrazará a aquella de los 70’, pero necesariamente sus rasgos se harán más indígenas. Lucirá un pañuelo verde, pero no conforme, irá por mucho más. Esa Evita, la nuestra, se atreve a gozar y gemir de placer, como la que nos revela Néstor Perlongher y nos enseña el movimiento feminista.

Como la que siempre fue, se enoja, putea y escupe sobre los rostros de los punteros de turno, tan parecidos a los burócratas que despreciaba profundamente porque sabía de sus oportunismos y agachadas e intuía sus traiciones. Se erguirá en algún puente de la mano de Daríos, Kostekis, Marianos, con el rostro tiznado por las gomas quemadas. Imaginará junto a nosotres otros mundos sin explotaciones ni opresiones. Allí, desde lo plebeyo, de lo marginal, de lo sufriente, desde la bronca, pero también del deseo que todo lo anhela.

Esa Evita es y será siempre nuestra porque Significa.

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