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Medio Oriente :: 30/09/2009

Sionismo: un nacionalismo anormal

Shahid Alam
El régimen sionista incrementa paulatinamente su agresividad en sus designios contra el islam sociocultural

“El objetivo final… consiste en apoderarse con el tiempo de la Tierra de Israel y devolver a los judíos la independencia política de la que han estado privados durante esos 2000 años… Si es necesario los judíos se levantarán en armas y declararán que son los dueños de su antigua patria.”
Vladimir Dubnow, 1882

La mejor manera de describir el sionismo es como un nacionalismo anormal. Este hecho singular ha dado lugar a una historia de profundos conflictos entre Israel –en alianza con estados occidentales– y el islam sociocultural o islamato [1].

El nacionalismo judío era anormal por dos razones. Carecía de hogar: no poseía una patria. Los judíos de Europa no eran una mayoría ni controlaban ningún territorio que hubiese podido servir de base para un Estado judío. No existe ningún otro movimiento nacionalista de memoria reciente que iniciase su andadura con un déficit parecido, es decir, sin patria.

También podría decirse que tampoco el nacionalismo judío era una nación. Los judíos eran un conjunto religioso formado por comunidades dispersas en muchas regiones y países, algunas de ellas sólo ligeramente conectadas entre sí, pero que compartían las tradiciones religiosas o una identidad provenientes del judaísmo. A lo largo de los siglos, los judíos habían sido educados en el convencimiento de que un mesías nombrado por la divinidad los devolvería a Sión; pero ese mesías nunca apareció o, cuando lo hizo, su incapacidad para cumplir tal cometido "probó" que era un falsario. Además, mientras que los judíos rezaban para que apareciese el mesías, ignoraban cuándo su llegada tendría lugar. Más aún, a partir del siglo XIX los judíos reformistas han interpretado de forma metafórica su cualidad de pueblo elegido. Max Nordau se quejaba amargamente de que para el judío reformista “la palabra Sión tiene tan poco significado como la palabra dispersión… Niega que exista un pueblo judío y que él sea uno de sus miembros.”

Dado que el sionismo era un nacionalismo sin patria ni nación, sus protagonistas se vieron obligados a crear ambas. Para compensar el primer déficit, los sionistas necesitaban expropiar territorio perteneciente a otro pueblo. Dicho de otra manera, todo nacionalismo sin patria es por necesidad una empresa de conquista y –si además es excluyente– de limpieza étnica. Al mismo tiempo, los sionistas debían iniciar la creación de una nación judía a partir de heterogéneos colonos judíos que irían reuniendo en su recién creada patria. Como mínimo necesitaban crear un núcleo de judíos deseosos de instalarse en Palestina y comprometidos en la creación de las infraestructuras de una sociedad judía y de un Estado en Palestina. Durante muchos años, este núcleo fue pequeño, puesto que los judíos preferían la asimilación y la revolución en Europa antes que la empresa colonial en Palestina.

Una nación judía sólo podría empezar a crecer en torno a este pequeño núcleo si los sionistas eran capaces de demostrar que su proyecto no era una quimera. El plan sionista evolucionó desde quimera a realidad cuando se cumplieron tres premisas: la imposición de estrechas restricciones inmigratorias en la mayoría de los países occidentales a partir de la primera década del siglo XX, la Declaración de Balfour de 1917 y la llegada al poder de los nazis en 1933. Como resultado de ellas, cuando los judíos europeos empezaron a huir de la persecución nazi, prácticamente no tenían otro lugar adonde ir, salvo a Palestina.

En su empresa de creación de un Estado judío en Palestina, los sionistas no podían dejar las cosas a medias. No podían ni tampoco querían introducir judíos como un elemento demográfico más en el territorio conquistado, ya que buscaban establecer un Estado judío en Palestina; éste ha sido siempre su objetivo. Oficialmente, nunca reconocieron que la creación de un Estado judío debía verse precedida, acompañada o seguida, de limpieza étnica. Sin embargo, los documentos hoy disponibles establecen con claridad que estaban determinados a convertir Palestina en un territorio “tan judío como inglés es Inglaterra”. Si no podían sobornar a los palestinos para que se fuesen, habría que obligarlos a hacerlo.

A mediados del siglo XX los sionistas estaban determinados a restablecer un colonialismo exclusivista de épocas más tempranas, a repetir la historia supremacista de los colonos blancos en América y Oceanía. Sea cual sea la época histórica que se utilice para compararlo, y más aún en la época de la descolonización, el proyecto sionista era radical en lo relativo al destino que había planeado para los palestinos: su erradicación completa o casi completa de Palestina. Un proyecto tan temerario y anacrónico sólo podía ser fruto de un orgullo desmedido, de un profundo desprecio racial por los palestinos y del convencimiento de que dicho pueblo “primitivo” carecería de capacidad para oponerse a su propia desposesión.

Pero los sionistas se enfrentaban a otro reto. Debían convencer a los judíos de que son una nación, una nación judía que, debido a su antigüedad, merecía tener su propio Estado más que cualquier otra nación en el mundo, un Estado judío en Palestina. Por lo tanto, los judíos tenían el deber de esforzarse en crear dicho Estado judío prestando su apoyo al sionismo y, sobre todo, emigrando a Palestina. Muchos judíos de los países desarrollados occidentales mostraban poco interés en convertirse en pioneros judíos en Palestina; sus vidas habían mejorado enormemente con respecto a las dos o tres generaciones anteriores y no preveían ninguna amenaza antisemita en lo inmediato. Por su parte, las vidas y las propiedades de los judíos de la Europa oriental sí que estaban amenazadas por los antisemitas, pero también preferían emigrar a países más seguros y prósperos de la Europa occidental, al continente americano, a Sudáfrica y a Australia. El empeño de persuadir a los judíos para que fuesen a Palestina resultó ser mucho más difícil que el de posibilitar una colonización judía ilimitada en dicho territorio. Por ello, el sionismo necesitaba de un antisemitismo mucho más potente que el de principios de la década de los años treinta del pasado siglo.

Los sionistas habían comprendido desde siempre que su movimiento debía basarse en el miedo al antisemitismo. Confiaban bastante en que nunca les faltaría dicha ayuda, en especial por parte de los antisemitas de la Europa oriental. Más aún, una vez que los sionistas anunciaron un programa político destinado a liberar Europa de sus judíos, ¿acaso los antisemitas iban a desistir en su empeño justo cuando algunos judíos estaban suplicando su ayuda para irse de Europa? Fue un regalo caído del cielo para los antisemitas. Una vez que los sionistas lograron también implicar a los antisemitas de mesianismo camuflado –los sionistas cristianos–, dicha alianza se volvió más amplia y duradera. Juntos, a través de su continuo apoyo a Israel, tales aliados sentaron las bases de un profundo conflicto con el islamato.

El sionismo fue un grave asalto a la historia de la resistencia global al imperialismo que estaba teniendo lugar mientras que los colonos judíos sentaban las bases de su Estado colonial en Palestina. Los sionistas pretendían abolir las realidades establecidas por el islam en Oriente Próximo durante los trece siglos anteriores. Pretendían sustituir la demografía de Palestina, insertar una presencia europea en el corazón del islamato y servir como avanzadilla de los poderes occidentales en su intento de dominación de Oriente Próximo. Los sionistas sólo podrían alcanzar el éxito si combinaban las fuerzas del Occidente cristiano y judío en un ataque que casi con toda certeza sería considerado como una nueva Cruzada, destinada a marginar a los pueblos de cultura islámica de Oriente Próximo.

La presunción de que el reto sionista al Oriente Próximo quedaría sin respuesta era descabellada. Los sionistas habían logrado imponer su Estado judío en territorio culturalmente islámico debido a un golpe de suerte y a otros factores que lo favorecieron. En aquellos momentos, el mundo islámico vivía su período de mayor debilidad en muchas décadas, tras la destrucción del imperio otomano; pero incluso el débil imperio otomano había resistido durante más de veinte años a las presiones sionistas para que les permitieran la creación de un Estado judío en Palestina. La primera ola de resistencia árabe contra Israel –liderada por nacionalistas laicos de las incipientes clases burguesas– carecían de estructura para iniciar una guerra popular. Aprovechándose de tal debilidad árabe, Israel desmanteló rápidamente ese movimiento nacionalista, cuyas clases dirigentes empezaron a hacer compromisos con Israel y sus aliados occidentales. Este retroceso de la resistencia fue algo temporal.

La resistencia nacionalista árabe sería lentamente reemplazada por otra surgida de sus raíces islámicas; este retorno a las ideas y a las estructuras iniciales sentaría las bases de una resistencia más amplia, profunda, multiestructurada y mucho más tenaz que la anterior. Las ambiciones israelíes de establecer su hegemonía en los territorios centrales del islam sociocultural garantizaron la aparición de esta nueva respuesta. El rápido colapso de la resistencia nacionalista árabe frente a las victorias israelíes aseguró la emergencia de una respuesta más profunda y con mayor celeridad. Debido a ello, Israel hoy se enfrenta –en alianza con dirigentes árabes– a todo el islam sociocultural, una enorme masa humana determinada a destruir dicha alianza. Si consideramos que el islam sociocultural es hoy en día una comunidad mundial demográficamente mayoritaria en una región que se extiende desde Mauritania a Mindanao –compuesta por 1.500 millones de miembros cuya tasa de crecimiento excede la de cualquier otra colectividad– resulta fácil comprender la amplitud de esta resistencia del islamato frente a la imposición sionista.

En la época que precedió al auge de los nazis, el ideario sionista –incluso desde un punto de vista judío– era una afrenta a más de dos milenios de su propia historia. Los judíos habían empezado a emigrar a los lugares más remotos del Mediterráneo mucho antes de la segunda destrucción del Templo. En dichos lugares se asentaron y convirtieron a la fe judía a muchos pueblos locales. A lo largo del tiempo, las conversiones al judaísmo establecieron comunidades judías aún más lejos, más allá del mundo mediterráneo. Sin embargo, en la última década del siglo XIX un pequeño pero determinado conciliábulo de judíos europeos propusieron un plan para abrogar la historia de comunidades judías mundiales que había existido durante miles de años. Estaban determinados a obtener lo que los peores antisemitas no habían logrado: vaciar Europa y Oriente Próximo de su población judía y trasladarla a Palestina, un territorio con el que tenían una conexión espiritual –de la misma manera que los musulmanes de Bangladesh, Bosnia y Burkina Faso se sienten conectados con La Meca y Medina–, pero con la que sus conexiones raciales o históricas eran inexistentes o, como mucho, exiguas. ¿Era la persecución de los judíos en la Europa anterior a la última década del siglo XIX una causa suficiente para justificar un reordenamiento tan radical de la geografía humana de las poblaciones judías del mundo?

Pero otra peculiaridad del sionismo no auguraba nada bueno. Contrariamente a otros colonos blancos, los colonos judíos carecían de una madre patria natural, de un Estado judío que pudiese apoyar su colonización en Palestina. Ante una ausencia como ésta, la carrera de cualquier colonialismo hubiera terminado de forma prematura. Para suplirla, los sionistas se hicieron con el apoyo económico, político y militar de buena parte del mundo occidental. No fue una conspiración, pero se debió a la peculiar posición que los judíos habían llegado a ocupar en el imaginario, la geografía, la economía y las políticas del mundo occidental a finales del siglo XIX.

Los sionistas lograron en primer lugar el apoyo de los judíos occidentales, muchos de los cuales a mediados del siglo XIX eran miembros de los estamentos sociales más influyentes. A lo largo del tiempo, conforme los judíos occidentales fueron gravitando hacia el sionismo, su apabullante poderío financiero e intelectual se puso a la disposición de los colonos judíos en Palestina y los colonos judíos elegían a sus líderes –en los ámbitos de la política, la economía, la industria, la tecnología civil y militar, la organización, la propaganda y la ciencia– en los mejores estamentos de Europa. No cabe la menor duda de que los colonos judíos aventajaban a los palestinos y a los árabes circundantes en el enfrentamiento. Ningún otro grupo colonial, ya sea contemporáneo de los sionistas o del siglo XIX, gozó de tantas ventajas frente a los autóctonos.

La contribución de los judíos prosionistas occidentales al éxito a largo plazo del sionismo fue muy importante. Movilizaron sus recursos –como miembros bien situados de las elites financiera, intelectual y cultural– para promover la causa del sionismo, silenciar cualquier crítica a Israel y generar presiones políticas internas que asegurasen el apoyo de los poderes occidentales a Israel. En otras palabras, la habilidad sionista para reclutar aliados occidentales dependió de la peculiar posición que los judíos ocupaban en el imaginario, los prejuicios, la historia, la geografía, la economía y las políticas de las sociedades occidentales.

Los judíos han tenido siempre una relación especial con el Occidente cristiano; eran especiales incluso como objetos del odio cristiano. El judaísmo siempre ocupó la poco envidiable posición de ser una religión progenitora cuyo retoño nació por herejía. Durante muchos siglos, los cristianos consideraron desdeñosamente a los judíos, que hasta entonces habían sido el “pueblo elegido” de Dios, por haber rechazado a Jesucristo. Sin embargo, incorporaron las escrituras judías en su propio canon religioso (el Antiguo Testamento). Esta tensión constituye el núcleo de la ambivalencia occidental con respecto a los judíos; es también una de las fuentes principales del perenne odio que algunos cristianos han sentido hacia los judíos.

Además, a partir del siglo XV, los protestantes iniciaron una nueva relación con el judaísmo y los judíos. En muchos aspectos, los protestantes se inspiraron de la Biblia hebrea, empezaron a leerla literalmente y prestaron más atención a sus profecías de tiempos remotos. En particular, la teología de los puritanos ingleses asignó un papel especial a los judíos en su escatología. Los judíos deberían congregarse en Jerusalén antes de la segunda llegada de Jesús; más tarde, dicha escatología fue adoptada por los evangelistas ingleses, que la llevaron a Usamérica. A lo largo del tiempo, con los recientes éxitos del sionismo, los evangelistas se han ido convirtiendo en sus más ardientes partidarios de Usamérica. La otra cara de la moneda del sionismo evangelista es un odio virulento contra el islam y los musulmanes.

Pero lo que de verdad abrió la vía de la influencia sionista sobre la política de varios Estados occidentales clave fue la entrada de los judíos en la sociedad europea dominante, sobre todo durante el siglo XIX. Los sionistas utilizaron hábilmente la presencia judía en las filas de las elites europeas para establecer una competición entre los grandes poderes occidentales –especialmente Gran Bretaña, Alemania y Francia– por obtener el apoyo judío en sus guerras interestatales y socavar los movimientos radicales en Europa, que también terminaron dominados por judíos. Desde la Segunda Guerra Mundial los judíos prosionistas fueron lentamente construyendo una red de organizaciones, desarrollando su retórica y alcanzando posiciones de liderazgo en importantes sectores de la sociedad civil usamericana, hasta que lograron definir los parámetros con los que Usamérica funciona en Oriente Próximo.

Sin proponérselo, parece que los judíos prosionistas se encontraron a su disposición un rico plantel de energías negativas en Occidente con el que reforzar su propio proyecto. La convergencia de sus intereses con los de los antisemitas fue quizá lo más provechoso. Los antisemitas querían que los judíos se fueron de Europa y los sionistas también. El antisemitismo se convirtió asimismo en el principal sustrato del nacionalismo judío que los sionistas querían crear. Además, lograron apoyos a su proyecto apelando a la intolerancia religiosa occidental contra los musulmanes, así como a su sesgo racista contra los árabes como seres “inferiores” y ajenos a la raza blanca.

Los sionistas reivindicaron asimismo que su proyecto estaba estrechamente alineado con los intereses estratégicos de los poderes occidentales en Oriente Próximo. Esta pretensión había perdido su validez a finales del siglo XIX, cuando Gran Bretaña se estableció firmemente en Egipto y era el poder dominante en el Océano Índico. De hecho, la inserción de un Estado colonizador judío exclusivista en la matriz geográfica del islamato no tenía más remedio que provocar olas de resistencia en los pueblos musulmanes. Los intereses occidentales en el islamato no se posicionaron junto al proyecto sionista. Pero una vez creado el Estado de Israel, provocó sentimientos antioccidentales en Oriente Próximo, que los sionistas se encargaron convenientemente de profundizar para, a continuación, ofrecerlos como pretexto con el fin de que Occidente los apoyase y armase con vistas a proteger sus intereses contra los árabes y contra las amenazas islámicas.

Israel fue el producto de una asociación entre judíos occidentales el Occidente cristiano que a primera vista parece improbable. Fue la potente alquimia de la idea sionista lo que produjo y sostuvo dicha asociación. El proyecto sionista de crear un Estado judío en Palestina logró convertir a dos antagonistas históricos, judíos y gentiles, en aliados unidos en una empresa imperialista común contra el islam sociocultural. En épocas distintas, los sionistas han utilizado a su favor todas las energías negativas de Occidente –su imperialismo su antisemitismo, su celo de cruzados, su intolerancia antislámica y su racismo– para dirigirlas hacia un nuevo proyecto, la creación de un Estado vicario occidental en el corazón del islamato. Al mismo tiempo, Occidente podía sacar considerables beneficios del éxito del proyecto sionista. Las sociedades occidentales podían adueñarse de los triunfos de su Estado colonial como si fuesen suyos; podían deleitarse ayudando a “salvar” al pueblo judío; podían sentir que habían sabido dejar atrás sus antecedentes antisemitas y que, por fin, habían dado su merecido a los árabes y turcos por sus viejas conquistas de tierras cristianas. Israel poseía una maravillosa capacidad para alimentar diversas necesidades egotistas de Occidente.

En su calidad de sustrato facilitador de la entrada de los judíos en el escenario de la historia mundial, el proyecto sionista fue un golpe de genio. Dado que los judíos eran influyentes pero carecían de un Estado, los sionistas utilizaron el poder occidental como palanca para su propia causa. Conforme se fue desplegando el plan sionista, infligiendo dolor en el islam sociocultural, provocando odio en éste hacia occidente y los judíos, las complementariedades entre los dos antiguos adversarios se fueron profundizando y, con el tiempo, aparecieron nuevas causas comunes, descubiertas o creadas, entre estas dos ramas antagonistas de la historia occidental. En Usamérica, el movimiento sionista alentó a los cristianos evangelistas –que consideraron el nacimiento de Israel como el cumplimiento de profecías milenarias– a convertirse en partidarios fanáticos de Israel. Occidente había calcado hasta la fecha sus ideas e instituciones de las de Roma y Atenas; tras los éxitos sionistas, se metamorfoseó en una civilización judeocristiana y escogió sus principios y su inspiración en el Antiguo Testamento. Este nuevo marco no sólo subrayó las raíces judías del mundo occidental, sino que también se esforzó en resaltar al islam como un intruso, el eterno adversario opuesto a ambos.

El sionismo debe sus éxitos principalmente a esta extraña asociación. Los sionistas no pudieron crear un Estado judío en Palestina sobornando a los otomanos para que les diesen carta blanca en la colonización de Palestina. A pesar de sus ofertas de préstamos, inversiones, tecnología y destreza diplomática, Theodore Herzl se vio repetidamente rechazado por el sultán otomano. Todavía es menos probable que los sionistas hubieran podido movilizar un ejército judío para invadir y ocupar Palestina frente a la oposición otomana y árabe. La asociación sionista contra Occidente fue indispensable para la creación de un Estado judío.

Esta asociación fue también fatídica. Produjo una poderosa nueva dialéctica que ha animado a Israel –como centro político de la diáspora judía y principal avanzadilla de Occidente en el corazón del mundo islámico– a incrementar paulatinamente su agresividad en sus designios contra el islam sociocultural. Por su parte, un islam fragmentado, débil y humillado, cada vez más resentido y determinado tras cada derrota a manos de Israel, se ha visto abocado a abrazar ideas y métodos más radicales para recuperar su dignidad, su totalidad y su poder, a la búsqueda de alcanzar esta recuperación mediante el poder de ideas islámicas. Está dialéctica desestabilizadora ha conducido en la actualidad a Occidente a una confrontación directa contra el islam sociocultural. Esta es la tragedia de Israel. Se trata de una tragedia cuyas ominosas consecuencias, incluidas las que todavía están por llegar, estaban ya impregnadas en la idea original de un Estado exclusivista judío en Palestina.


[1] El autor utiliza repetidamente la palabra inglesa Islamate, que podríamos traducir por islamato, para referirse al universo sociocultural nacido a la sombra el Islam, pero enfocado desde un punto de vista laico, no religioso.

Tlaxcala (Traducido por Manuel Talens)

 

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