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Mundo, EE.UU., Pensamiento :: 19/01/2023

Sobre poder y libertad

Francisco Fernández Buey
Para decirlo abreviadamente: 'poder desnudo' es el tipo de configuración del poder que caracteriza a lo que en EEUU se llamó macartismo

Esta aguda reflexión sobre el poder –sobre el poder desnudo– fue incluida en el volumen La seguridad comprometida. Nuevos desafíos, amenazas y conflictos armados, por Caterina García y Ángel J. Rodrigo, Madrid, Tecnos, 2008, pp. 169-174.

1.

En los primeros años de la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando, una vez terminada la segunda guerra mundial, se entró en la primera fase de la llamada “guerra fría”, el filósofo Bertrand Russell y el físico Albert Einstein acuñaron la expresión poder desnudo. Calificaban así, como desnudo, un tipo de configuración del poder que, siendo formalmente democrático, o sea, basándose en la representación, en el parlamentarismo y en la aceptación verbal de la pluralidad de los partidos políticos, se ejercía de forma autoritaria al limitar o conculcar las libertades de las personas y de los grupos a los que el poder mismo consideraba disidentes.

Para decirlo abreviadamente: poder desnudo es el tipo de configuración del poder que caracteriza a lo que en EEUU se llamó macartismo. Russell y Einstein distinguían esta articulación del poder de lo que fue el totalitarismo nazi o estalinista, pero veían en la forma que estaba tomando este poder, y sobre todo en su ejercicio cotidiano, un peligro para las libertades semejante al que habían representado en su inicio, en la llamada sociedad de masas, aquellas formas de totalitarismo.

Por debajo de la expresión poder desnudo, acuñada críticamente, había una preocupación que se puede resumir así: al fundirse el poder político-ideológico con el poder militar y con el poder económico de las grandes corporaciones, el Estado lo es todo (o casi todo) y la sociedad civil se hace gelatinosa, se disuelve, y, hablando con propiedad, se la convierte en incivil. Se la empuja desde arriba, desde el Poder (que ahora se escribirá con mayúsculas) a hacerse incivil. Uno de los rasgos de esa incivilidad es que entonces se reduce o se limita la libertad de los ciudadanos en nombre de la seguridad (del Estado, de la nación, de la patria, etc.).

Basta con leer lo que se ha ido publicando estos últimos años sobre la época del macartismo, después de la desclasificación de tantos documentos secretos, para llegar a la conclusión de Russell y Einstein tenían razón en su calificación del poder de entonces y motivos sobrados para temer por las libertades y por la libertad. Podríamos, ciertamente, introducir matices, como suelen hacer los filósofos de la política, para distinguir entre totalitarismo y autoritarismo, entre Leviatán y Behemot[1], o entre formas distintas de autoritarismo político, pero hay que reconocer que en lo que estaban diciendo por entonces Russell y Einstein, que no eran filósofos de la política, está ya lo esencial para nuestro asunto de hoy.

Pues salvando todo lo que haya que salvar, o sea, el cambio de los tiempos y de los personajes y las implicaciones de la llamada globalización, nos encontramos ahora en una situación que se asemeja a aquella: el poder vuelve a aparecer desnudo y el riesgo de limitación o conculcación de las libertades individuales y de los derechos conquistados colectivamente vuelve a sentirse con la misma intensidad que entonces. Una vez más, los poderes que entran en la configuración del Poder están aduciendo que la seguridad es más importante que cualquier otra cosa (que el derecho, que los derechos).
Con lo cual la libertad decae.

Y, como antaño, esta defensa de la seguridad se está haciendo formalmente en nombre de la Libertad con una mayúscula que, como entonces, acaba siendo una cruz clavada en las cabezas de los otros. En este caso en las cabezas de todos aquellos que se niegan a entender los valores de la civilización en la misma acepción que la Compañía del Gran Poder. Hay quien piensa que eso empezó después del 11 de septiembre de 2001, pero seguramente es más verdad decir que empezó ya en 1991, con la primera guerra del golfo Pérsico, aunque, evidentemente, la evidencia del poder desnudo se ha acentuado desde 2001.

Hay varios factores de la configuración del poder actual que, en mi opinión, están condicionando el recorte de las libertades. Los enumeraré telegráficamente. El primero es la desterritorialización (relativa) del Poder con mayúsculas. El segundo es la pérdida, también relativa, del poder de actuación y decisión de los estados nacionales. El tercero es la presión constante del Estado (que a veces se declara mínimo) sobre la sociedad civil para su articulación dependiente. El cuarto es el proceso acelerado de homogeneización cultural como consecuencia de la globalización neoliberal. Y el quinto es la fusión progresiva del antes llamado “cuarto poder” con el Poder en sí.

No me voy a detener aquí a analizar los efectos negativos de cada uno de estos factores. Para hacerse una idea de lo que significa el nuevo poder desnudo bastará con mencionar tres cosas. Una: la justificación indirecta de la tortura (a propósito de la barbarie civilizada en Irak y Guantánamo). Dos: la justificación, en este caso directa, de la limitación de derechos y libertades en nombre de la seguridad por parte de los principales Estados. Y tres: la justificación tácita de algo que hace sólo cuatro décadas, en un mundo bipolar, era motivo de escándalo para cualquier liberal digno de ese nombre, a saber: la soberanía limitada.

La aceptación e interiorización de la tortura del otro, del recorte de las libertades en nombre de la seguridad y de la limitación de las soberanías, ya no en nombre de un “gobierno mundial”, como querían Russell y Einstein sino directamente en nombre de los intereses económicos y geoestratégicos del Imperio, tiene que verse, de nuevo, como un retorno a la sociedad incivil forzado por el poder desnudo. Y lo más chusco es que esto se está haciendo en nuestros días invocando, desde el poder, precisamente la sociedad civil y el Estado mínimo.

Si he empezado mencionando la reflexión de Russell y Einstein sobre una época anterior, también neoconservadora, es porque tengo la convicción de que una de las pocas formas que los humanos han inventado hasta ahora para solventar el gran problema de la incomprensión o incomunicación entre generaciones, de la cual brota la ofuscación de la memoria, es la transmisión, como en una carrera de relevos, de las experiencias vividas por los de más edad. Las experiencias tienden a independizarse de los hombres que las vivieron.

Por ello, para ser compartidas, estas experiencias, que, sin su vivencia, siempre serán consideradas como cosas abstractas por los más jóvenes, están pidiendo a voces creencias comunes, convicciones también compartidas. Para conquistar y fortalecer la democracia se necesita, por tanto, un delicado equilibrio entre tradición y renovación, entre memoria histórica e invención socialmente productiva.

Hubo un tiempo en que este delicado equilibrio sólo podía lograrse a través de la palabra, puesto que la escritura era cosa de minorías selectas. Hoy en día, en cambio, la nostalgia de la buena palabra tiende a veces a asimilar el predominio de la cultura de la imagen con el malestar cultural, con el desasosiego de la cultura. Se dice incluso que la cultura de la imagen ha contribuido a la pérdida de la memoria histórica de los más jóvenes. Esto es inexacto. En nuestro tiempo las imágenes compiten denodadamente con la palabra dicha y con la palabra escrita en la ofuscación de la memoria de las mayorías, cierto es, pero también en la siempre renovada tentativa por configurar una nueva cultura para una inmensa minoría. No en balde el cine tiene ya sus clásicos contemporáneos apreciados intergeneracionalmente.

La tendencia a echar la culpa del desasosiego cultural a la última y más potente de las nuevas tecnologías producidas por la especie humana es casi tan vieja como la historia de la tecnología y, con toda seguridad, simultánea a las boberías del optimismo tecnocrático. Pero esa tendencia es también tan unilateral como el bobalicón quedarse con la boca abierta ante los nuevos inventos que transforman el mundo de la producción simbólica. No nos conviene, por tanto, encerrarnos en controversias que reproduzcan dinámicas unilaterales conocidas. Lo que hace falta en nuestras circunstancias es conocer mejor los motivos por los cuales la pérdida de memoria histórica sigue siendo tan pertinaz a pesar de los medios tecnológicos que tenemos a nuestro alcance.

En este sentido hay que pensar que el tipo de reflexión sobre democracia y memoria histórica que hace falta ahora no es político, ni tampoco apolítico, sino más bien prepolítico: previo a la consideración política propiamente dicha, y, por tanto, más básico, más fundamental. La reducción politicista de los problemas que nos agobian, que son psico-sociales y culturales, a la simpleza de la encuesta sociológica o al instrumental cálculo electoralista es, me parece, la vía más rápida para seguir ignorando los motivos del disgusto y del malestar cultural que azotan a las sociedades europeas. Estos, el disgusto y el malestar cultural, aumentan en nuestras sociedades, y minan la confianza de las gentes en el tipo de democracia establecida, no sólo (como se cree a veces) por la corrupción de unos cuantos políticos profesionales, sino porque, junto a ésta, se va haciendo cada vez más patente una contradicción insuperable del sistema.

Esta contradicción podría formularse así: la necesidad de una conciencia de especie implicada en la crisis económico-ecológica global de nuestro planeta, en este vivir en un régimen de permanente «trampa adelante» (si se me permite traer a colación la expresión del gran historiador Ramón Carande para caracterizar las dificultades de otro Imperio), choca fuertemente con la no-contemporaneidad de las vivencias de las pseudo-especies excluyentes en que continúa dividida la Humanidad en la época de la plétora miserable. La cultura de la imagen, y en primer lugar la presencia prepotente de «la bicha» (como, con razón, ha llamado Rafael Sánchez Ferlosio a la televisión), hace especialmente agudo este conflicto, porque resaltan hasta límites psicológicamente insoportables la no-contemporaneidad de las situaciones y de las respuestas que, sin embargo, se dan simultáneamente en el mundo, en un mundo de cuyos sufrimientos y alegrías en las cuatro esquinas podríamos saberlo todo ya casi al instante.

2.

Precisamente por el carácter tan fundamental de esta contraposición entre simultaneidad de los acontecimientos y no-contemporaneidad de las respuestas subjetivas en un mundo globalizado que es al mismo tiempo una plétora miserable, me permitiré llamar la atención sobre dos cosas que se vienen haciendo en el análisis sociopolítico de los últimos tiempos en Europa y en los EEUU de Norteamérica. Aunque minoritarias por el momento, ambas son atractivas y dan esperanza en lucha por las libertades y frente al poder desnudo.

La primera es la aproximación crítica al sentido del tiempo subjetivo, humanizado, o sea, al sentido de los tiempos vividos por las personas con conciencia; una reflexión, ésta, que tiene su origen en la vindicación feminista (pero no sólo feminista) de cambiar los tiempos del trabajo y del ocio, los tiempos que dedicamos actualmente al cuidado de los otros, sobre todo, de nuestros mayores, y a la atención de uno mismo, los tiempos de lo público y de lo privado. Pues sólo una consideración crítica de este tipo puede hacernos caer en la cuenta de los sustanciales cambios que está experimentando en nuestras sociedades la comunicación intergeneracional. No es casual la presencia y el protagonismo que tuvieron las mujeres, y no sólo ni principalmente euro-norteamericanas, en la reunión del Foro Social Mundial que tuvo lugar en Bombay, en el que se planteaba justamente una recivilización de la sociedad global.

Y la segunda es el trabajo que vienen realizando en las últimas décadas los juristas sensibles y responsables que luchan por una democratización radical de las Naciones Unidas y por un Tribunal Penal Internacional realmente independiente y con capacidad decisoria. En cierto modo es una paradoja de nuestro tiempo, que dice mucho de los vientos neo-conservadores que corren, el que los juristas simplemente demócratas estén convirtiéndose en la vanguardia del pensar y el hacer político-social. Pues en otros tiempos, no tan lejanos, de vanguardias revolucionarias, la defensa del derecho, de los derechos y de las libertades del individuo, venía siendo considerada, a lo sumo, cosa de la buena voluntad, cosa de las “almas bellas” (como se decía). Ahora sabemos, en cambio, que la encarnación del espíritu de Beccaria (pues eso es lo que significa la lucha en positivo contra la tortura y la pena de muerte, contra la impunidad, el poder desnudo y la persistencia de la barbarie) viene a ser la a de ese abecedario que hay que aprender para juntar dos palabras que no siempre han ido juntas pero que conviene juntar: libertad y liberación.

Por arriba, el poder desnudo de nuestro tiempo ha cristalizado en la ideología de la “guerra entre civilizaciones”, que es tal vez la ideología más anti-ilustrada que hemos conocido desde el siglo XVIII.
Tanto que, con razón, se ha dicho que más bien habría que hablar de guerra entre barbaries. Esta ideología se difunde a todas horas y, a pesar de su trivialidad, lo cierto es que desde 1991 ha ido cuajando entre muchas personas, bien por inadvertencia o ignorancia, bien por interés. Pero ¿cómo explicar la cosa desde abajo, desde la sociedad civil que se quiere civil, desde la reencarnación del espíritu de Beccaria que trata de juntas las palabras libertad y liberación?

Tal vez así. Lo que algunos autores han llamado “melancolía democrática” en esta reaparición del poder desnudo es en buena parte efecto de la ampliación de la conciencia de la no-contemporaneidad en un mundo de contemporáneos, consecuencia, por tanto, de una acumulación de conocimientos que han podido ser generalizados, universalizados, gracias a las tecnologías de la información y la comunicación, sin que al mismo tiempo, y esto es lo esencial, haya podido desarrollarse una nueva sensibilidad a la altura de las necesidades de la conciencia de especie.

Pues la sensibilidad propia de la moral mesopotámica (y de sus variantes euro-norteamericanas) sigue perdurando en nosotros junto al inigualable saber que ya proporciona, en el ámbito de la individualidad, el alargamiento de la vida media de las personas. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, se decía hasta hace poco. Y sufre por ello, habrá que añadir pronto.

En el plano psico-social los cuernos del conflicto al que estoy apuntando son: de un lado, la inigualable acumulación de saber sobre el mundo que sólo da la edad, y, de otro, la persistencia y acentuación de la vieja sensibilidad fragmentadora de los sentimientos de la especie. El mundo se empequeñece ante la capacidad de conocer que dan las nuevas tecnologías y el alargamiento de la vida pero al mismo tiempo se hace grande, y terrible, como decía Antonio Gramsci, por la no-contemporaneidad, por la inadaptación de la sensibilidad al conocimiento, sobre todo en las zonas económicamente más desarrolladas del planeta. Esta inadecuación se tiene que pagar con un profundo desasosiego: son muchas las personas que, al verse sin capacidad de actuación para cambiar el mundo de base, oscilan entre la justificación encubierta de la xenofobia y el racismo (que es siempre la reacción contra el prójimo más débil) y la anomia depresiva.

Para salir de tal encrucijada la memoria histórica es esencial. Y para recuperar la memoria histórica hace falta encontrar un lenguaje común, un lenguaje que permita comunicar intersubjetivamente las vivencias de este desasosiego intergeneracional. De ahí la ocurrencia de empezar con la reflexión de Russell y Einstein sobre el poder desnudo.

No porque en ella estén pensados ya todos los problemas que ahora nos preocupan al tratar de la limitación de las libertades en nombre de la seguridad. Y menos porque yo esté pensando que haya que adoctrinar ahora a los más jóvenes a partir de las teorías de aquellos dos grandes sobre la necesidad de un “gobierno mundial” y cosas así, sino por algo más sencillo y hasta más elemental: justamente por la forma en que ellos plantearon el conflicto entre poder y libertad, por el lenguaje en que expresaron lo que les preocupaba. Que me parece un lenguaje todavía comprensible para quienes desconfían, con razón, del uso y abuso que en esta parte del mundo hacemos de las grandes palabras deshonradas.

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Nota: [1] NE. Behemot, Bahamuth o Bégimo es una bestia mencionada en Job 40:10-19. Metafóricamente, su nombre ha llegado a ser usado para connotar algo extremadamente grande o poderoso.

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