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EE.UU. :: 11/03/2019

Socialismo, universalismo y anti-antirracismo

Warren Montag y Joseph Serrano
El debate sobre las “políticas de la identidad” en EEUU se ha reavivado por el ascenso del régimen de Trump y su política contra los derechos de distintas "minorías"

En las distintas izquierdas, y en la anglosajona en particular, también el tema se encuentra en discusión ante la necesidad de poner en cuestión ciertos lugares comunes académicos ligados a posiciones posmodernas pero también frente a la necesidad de rediscutir la importancia de la problemática de clase. En este artículo, inédito aún en inglés y aportado especialmente para Ideas de Izquierda Semanario, Warren Montag y Joseph Serrano polemizan con referentes de la revista Jacobin y del DSA (Democratic Socialists of America) como Bhaskar Sunkara y Melissa Naschek sobre lo que llaman “anti-antirracismo”, señalando que en la izquierda norteamericana crecen posiciones que proponen dejar en segundo plano la cuestión de la opresión a los afroamericanos en función de una mala interpretación de un enfoque de clase.

Es demasiado fácil encontrar paradojas perturbadoras en la coyuntura política actual. Sin embargo, pocas son más perturbadoras y potencialmente desastrosas que la paradoja de lo que llamaremos anti-antirracismo en la izquierda. La fe inquebrantable de aquellos que creen que las reformas económicas harán desaparecer el racismo y que ven la auto organización de los sectores particularmente oprimidos como algo divisivo y un obstáculo para lograr estas reformas, es solo una parte del problema. Un análisis crítico de la tendencia anti-antirracista (y sus promotores) requiere un breve examen de las dos historias en juego aquí: la historia de lo que llamaremos economicismo en los movimientos socialista y comunista y la historia del concepto de política de la identidad.

La historia del término política de la identidad, es una historia, como han demostrado tanto Keeanga-Yamahtta Taylor como Asad Haider, cuya complejidad permanece oculta tras su uso actual como término despectivo. Cuando el Colectivo Río Combahee (CRC) introdujo la noción de política de identidad en los años setenta, la idea de identidad que invocaban era fundamentalmente distinta de la identidad móvil y fácilmente transferible, una identidad que se puede "asumir" (o dejar de lado) a voluntad o que, en el extremo, puede ser tomada en el acto de robo de la identidad. Tal vez lo más importante es que el concepto de identidad, tal como lo entendían, también era distinto de la noción de identidad como una conciencia de sí mismo (o una conciencia colectiva de sí mismo), una mera representación de la experiencia que confería una "identidad personal" particular a una identidad individual o colectiva a un grupo.

La identidad a la que se refería la declaración del CRC era la identidad atribuida e impuesta a las personas, sobre todo por el Estado, compuesta no solo de un nombre propio, sino también de formas históricamente variables de identificación (por ejemplo, la nacionalidad, la raza y el género), que hacen que las personas sean identificables y rindan cuentas de sus actos, al situarlas en relación con un conjunto de coordenadas sociales y políticas. Esta identidad no tiene nada de inmaterial; se realiza a través de aparatos, prácticas y rituales y es tan material como las relaciones de clase (podríamos pensar en la "identificación" que la policía exige cuando nos detiene). Tiene una historia, de hecho, una historia inseparable de la existencia de las clases y que se desarrolló directa o indirectamente en respuesta a las formas de propiedad características del modo de producción capitalista y, a través de un complejo de luchas, se entrelazó con la clase en formas que afectan profundamente tanto a las chances de la vida de los individuos como al carácter concreto de las luchas de clase.

Para el CRC, entender la identidad política como un nudo en una red de múltiples identidades impuestas y resistidas por diferentes aparatos y prácticas, les permitió trazar un mapa del terreno en el que se vieron obligados a llevar a cabo su lucha. Y una guerra, una guerra real, no una guerra imaginaria de posición entre dos campos claramente demarcados, sino una guerra en múltiples frentes, requiere una maniobra constante, así como una acumulación constante de fuerzas a través de alianzas basadas en la utilización de cada uno de los conflictos, las contradicciones y los antagonismos disponibles, con el fin de no ser diezmados por un enemigo más poderoso. Esta fue, para Lenin, una de las lecciones más importantes de 1917: la idea de una lucha de clases "pura" cuya estrategia y táctica podía decidirse a priori era un mito cuyo efecto sería desarmar a las fuerzas revolucionarias. El olvido de esta lección y la incapacidad de traducirla a los términos del presente han provocado que los intentos de probar el poder y la originalidad del análisis de la identidad del CRC hayan tenido escasa repercusión. La expresión “política de identidad” sirve ahora para perpetuar el mito de una política de clase pura que debería defenderse contra el particularismo de las luchas contra la opresión especial, como si cualquier otra consigna que no fuera la de la lucha por mejoras económicas no pudiera sino socavar la lucha de clases. La categoría de “política de identidad” es el medio por el cual el anti-antirracismo trivializa y, lo que es peor, desmaterializa las prácticas reales que constituyen la raza y el racismo para convencer a los más afectados de que su opresión es de alguna manera menos real o esencial que la explotación de clase y que sólo podría ser abordada a través de una futura transformación económica. El hecho de que tales argumentos hayan demostrado ser notablemente ineficaces solo ha tenido el efecto de asegurar a los que no se enfrentan a una opresión especial que las luchas en contra de esa opresión, y a los que las libran, pueden ser ignoradas con seguridad.

El rechazo de las concepciones de la raza como un indicador significativo de la diversidad genética humana que alguna vez sirvió para justificar las desigualdades sociales y legales existentes, ha producido (y no solo en los EEUU) una serie de efectos contradictorios. Lejos de conducir a la desaparición del racismo, la invalidación de la raza como concepto biológico proporcionó la base para negarse a reconocer la realidad histórica y social de la raza y los modos de exclusión y opresión legales, pero cada vez más consuetudinarios e informales, vinculados a esta realidad. De hecho, dio lugar a la posición apologética de que la raza, al no tener existencia natural, era poco más que una construcción inestable y ficticia regida por la iniciativa individual, o incluso la búsqueda del beneficio individual a través de una manipulación empresarial de la raza.

La pregunta que todos debemos enfrentar es cómo la izquierda en los EEUU podría trivializar y minimizar los efectos del racismo en el momento mismo de un resurgimiento de movimientos abiertamente supremacistas y neofascistas cuyas ideas han conquistado un lugar en el discurso público. Y argumentar que estos movimientos, cuya base de masas no se parece a nada de lo que se ha visto desde la década de 1930, no son realmente fascistas o que sus activistas, si son tratados con respeto e instruidos en sus intereses materiales, pueden ser ganados al socialismo, a pesar de su reiterado compromiso con el racismo violento, la islamofobia y el antisemitismo, no es más que otra forma de negar que el racismo organizado ha crecido enormemente en los últimos años y que representa un peligro para aquellos que son objeto de su odio, incluidos los marxistas. De hecho, es posible que la izquierda reduzca la amenaza que representan e incluso que llegue a una parte de su periferia, pero solo si y cuando la relación de fuerzas cambie a favor de los movimientos antirracistas y antifascistas que la izquierda debe ayudar a construir. Cuanto más poderosos se vuelven los movimientos nacionalistas blancos, más capaces son de atraer y retener adherentes. Justificar la abstención de la acción antirracista argumentando que ganar la atención médica universal hará que los neonazis, las milicias y las organizaciones neofascistas de lucha callejera desaparezcan repentinamente es precisamente un ejemplo de esa versión simplificada del marxismo, responsable de muchos de los desastres y traiciones del siglo pasado, que hemos llamado economicismo.

En el momento oportuno, y a pesar de una montaña de críticas que pocos se molestan en abordar, el modelo de base y superestructura según el cual la vida social surge por medio de la emanación o expresión de la economía, entendida como el modo de producción, junto con las relaciones de producción que les corresponden, ha gozado de un resurgimiento. Se cita como la imagen misma del materialismo, como si hablar de la base material de lo que no es material en sí mismo fuera el gesto fundamental del materialismo. De hecho, así como los teólogos estaban perplejos por el problema de cómo un Dios perfectamente espiritual podía producir, crear o ser expresado por medio de lo que es ajeno a su existencia, la materia, nos enfrentamos al problema inverso: ¿cómo puede lo material producir o dar lugar a la superestructura inmaterial o menos material, excepto a través de las nociones de causalidad históricamente asociadas con los relatos cristianos de la creación divina, como la degradación del espíritu a través de la emanación o expresión? Un índice de su inmaterialidad es la noción, central en este modelo, de que la base económica produce la superestructura ideológica, legal y política que requiere para asegurar su reproducción. De este postulado se desprende la idea de que los males, como el racismo, que han surgido de la base económica (tal vez como una "consecuencia no intencionada" de su reproducción) cambiarán necesariamente cuando y si cambian. Solo este modo, el racismo cobra existencia propia; de hecho, según este modelo, es un fenómeno, si no el epifenómeno (irreal e insustancial), de la base económica. Combatir el racismo es tomar el síntoma de la enfermedad subyacente (y el correlato de esta posición es que la erradicación de la enfermedad eliminará automáticamente sus síntomas). Pero el racismo no es epifenómeno, un conjunto de ilusiones o ideas que simplemente se evaporarán cuando las condiciones económicas cambien. Por el contrario, existe como un complejo de formas prácticas e institucionales, estatales y no estatales, de sometimiento, coerción y violencia. Ni las balas de la policía, ni los centros de detención del ICE, ni las formas extralegales y consuetudinarias de supremacía blanca violenta, pueden desaparecer simplemente ganando aumentos salariales y mayores niveles de sindicalización [1]. Ni siquiera la transformación socialista puede por sí sola acabar con el racismo, que persiste en hábitos y costumbres que solo cambiarán a través de una lucha prolongada.

Mientras que los milagros que tal modelo promete son ciertamente parte de su atractivo en la actualidad, existe el beneficio adicional (en gran medida imaginario) de que la confrontación con la desigualdad racial, incluyendo la aplicación desigual de la violencia y la coerción, que se cree que es “alienante” para la clase obrera blanca en su conjunto (y no simplemente para aquellos que participan en movilizaciones racistas), impidiéndoles que se involucren en la lucha de clases, podría ser evadida. En lugar de emprender el proceso prolongado y a veces desafiante de educar a los trabajadores blancos a través de la teoría y la práctica sobre los efectos materiales del racismo y la necesidad de apoyar de la manera más activa posible los movimientos de los afroamericanos y de los latinos contra su opresión específica, el economicismo fomenta la noción de que tales movimientos pueden ser descartados por considerarlos como distracciones “particularistas” de la lucha de clases a la que siguen siendo ajenos. El economicismo de esta manera representa una adaptación oportunista a la retaguardia de la clase obrera blanca sobre la base de que hablar de raza excitará sus prejuicios y los llevará a alejarse de la unidad en la acción. Algunas de las versiones más crudas del economicismo van aún más lejos. La idea de que un movimiento socialista podría dirigir las luchas contra el capitalismo y el racismo, una idea fundamental para la tradición revolucionaria y que la ha distinguido de las diversas encarnaciones de la socialdemocracia y el reformismo, se denuncia como un intento de infiltrarse en la izquierda y dirigirla hacia fines ajenos a ella: la estrategia de “hacer las dos cosas” permite que los “poderosos enemigos de la izquierda (y los aliados del capital) […] se abran camino hacia nuestra coalición y jueguen con la identidad para reconfigurar las reivindicaciones de la clase obrera hasta que se neutralicen” [2].

Aquí, aquellos que se enfrentan a una represión estatal violenta a una escala desconocida para los trabajadores blancos (o izquierdistas) y que se atreven a movilizarse contra esta represión se convierten en infiltrados que buscan “jugar con” la identidad para neutralizar un programa puramente económico. ¿Cuál es el efecto de tal posición? Deja a la gran parte de la clase obrera afroamericana y latina (que se proyecta será el cincuenta por ciento de la clase obrera menor de 54 años dentro de diez años) para que luche contra los asesinatos policiales, el encarcelamiento masivo y la deportación por su propia cuenta, e instruye a los más explotados, a los más pobres y a los que diariamente se enfrentan a toda una serie de amenazas que son exclusivas de ellos a que pongan de lado sus reivindicaciones con el objetivo de no alienar a los más ricos en casi todos los aspectos mensurables de su condición social. Recordemos el ejemplo del Movimiento Sindical Revolucionario de Detroit: los trabajadores negros, enojados por el racismo asesino que se manifestó en la represión de los disturbios de Detroit en 1967, comenzaron a organizarse contra el racismo en las fábricas de automóviles de la ciudad; el racismo estaba representado tanto a nivel de la dirección, en los salarios y las condiciones de trabajo desiguales de los trabajadores negros, como a nivel de una burocracia sindical indiferente, si no activamente hostil, a sus reivindicaciones. Su organización de base y sus huelgas salvajes, que comenzaron en mayo de 1968, no solo no alienaron a los trabajadores blancos, sino que atrajeron a un número significativo de ellos a la lucha y desempeñaron un papel importante en el inicio de un movimiento militante multirracial de base en varias industrias clave.

En el movimiento de Justicia para los Porteros de Los Ángeles, los trabajadores de latinos, muchos de ellos de El Salvador, aportaron energía, y lo que es más importante, experiencia y conocimiento, a la lucha. Estaban muy bien familiarizados con las tácticas violentas de la policía y cómo minimizar su eficacia, y enseñaron a todos los involucrados lecciones que resultaron muy útiles en una variedad de otros movimientos. Su sindicato local integró los temas de inmigración (y otros temas antirracistas) en su actividad organizativa y el resultado de su enfoque “particularista” fue un gran salto adelante para un gran segmento de la clase obrera en la región. Una izquierda que se niega a luchar contra el racismo y la xenofobia directamente, aquí y ahora, o peor aun, condena, en nombre de la lucha de clases, a aquellos que no tienen otra opción que resistirse a ella, solo puede debilitar el mismo movimiento obrero que dicen que está en el centro de su política.

El hecho de que los liberales puedan intentar apropiarse del antirracismo para sus propios fines no disminuye su importancia, especialmente en la coyuntura actual. El economicismo y el anti-antirracismo, y no la “política de identidad”, conducen a la división y la derrota. Los socialistas que se niegan a oponerse al peligro muy real de la supremacía blanca organizada y activa, no solo en su propaganda, sino en la práctica, en la calle y en los lugares de trabajo, hombro con hombro con quienes no pueden darse el lujo de ignorar este peligro, han perdido de vista el significado mismo del socialismo.

El ahistórico anti-antirracismo economicista es más evidente que en ninguna otra parte que en su a menudo extraña invocación del universalismo. A pesar de las referencias a la Ilustración, se nos presenta un modelo abstracto y atemporal de la oposición entre (buen) universalismo y (mal) particularismo, como si el particularismo del amo y el particularismo del esclavo (una oposición particularmente importante para la Ilustración en toda su diversidad) estuvieran del mismo modo en contradicción con el universal. Este fue precisamente el dilema al que se enfrentaron los redactores de la primera versión de la Déclaration des Droits de l’Homme et du Citoyen (1789): cómo equilibrar el derecho a disponer libremente de la propia persona, contra el derecho a disponer libremente de la propia propiedad (por ejemplo, los esclavos, comprados y pagados de buena fe en el mercado libre). Su universalismo les exigía “indiferencia ante la diferencia” y, por lo tanto, se negaban a privilegiar un derecho fundamental sobre otro. Pero, como Marx señaló en el volumen uno de El capital, entre derechos iguales, decide la fuerza. La fuerza de la revuelta de los esclavos en Haití decidió, pero solo mientras duró el poder de los esclavos, a favor de la liberación de la propiedad de los amos, según lo dispuesto por la Declaración de 1793.

El particular universalismo invocado hoy (lo que significa que hay varios universalismos distintos) no reproduce el contenido de la indecisa disputa de derechos que afligió a Francia en 1789, sino su forma: los particularismos como tales son malos y lo universal es la negación de la particularidad de los particulares. Este es el postulado que guía la elección de las reivindicaciones y que de hecho sustituye a una estrategia basada en una evaluación de las fuerzas y tendencias que componen la coyuntura y un conocimiento adecuado de la historia del movimiento obrero en los EEUU (en particular de su relación con otros movimientos). Este enfoque de la estrategia es desarmadoramente simple: si elegimos un tema universal (que afecta a todos por igual, en teoría) y explicamos nuestra demanda en un lenguaje sencillo, la gente, ahora despierta a su propio interés, se levantará.

Si nuestros intentos de despertarlos fracasan, el problema es que demasiados han sido atraídos erróneamente a desvíos particulares: asesinatos policiales de afroamericanos, deportación y detención de latinos, o constantes movilizaciones islamofóbicas, por no hablar de los puntos claves de los movimientos de solidaridad internacional, como el de Palestina. De hecho, los movimientos antiimperialistas han radicalizado a generaciones enteras, muchas veces promoviendo activamente la derrota de su propio poder colonial y la victoria del “enemigo”.

La elección que tenemos ante nosotros claramente no es entre universalismo y particularismo, sino entre universalismos antagónicos. El universalismo que une diferentes luchas para aumentar el poder de cada una sin tratar de superar su diferencia y que comprende los profundos vínculos, tanto estratégicos como estructurales, entre la explotación capitalista y la opresión racial, nunca puede apelar o basarse en ficciones teóricas como la “naturaleza humana”, para ofrecer garantías tanto de su validez como de su eventual triunfo [3].Por el contrario, mantener un universalismo de este tipo es una tarea interminable que requiere un ajuste y una redefinición constantes frente a circunstancias siempre cambiantes: es un universalismo que debe ser moldeado y remodelado a partir de −y no hallado como si ya existiera en− las diversas fuerzas que se dedican a la lucha contra la opresión y la explotación. Un universalismo que busca reunirlos para luchar y pensar más eficazmente no ofrece garantías, y no promete nada más que la oportunidad, si es que llega una apertura, de derribar las relaciones de sometimiento existentes.

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NOTAS

[1] Sunkara, Bhaskar, “What’s your solution to racism and sexism? Mine is Unions”, The Guardian, 1 September 2018.
[2] Naschek, Melissa, “The Identity Mistake”, Jacobin Magazine, 28 August 2018
[3] “Los filósofos, que han indagado en los fundamentos de la sociedad, han sentido la necesidad de volver a un estado de naturaleza; pero ninguno de ellos ha llegado hasta allí. . . . Cada uno de ellos, en resumen, habitando constantemente en la necesidad, la avaricia, la opresión, los deseos y el orgullo, ha transferido al estado de la naturaleza ideas que fueron adquiridas en la sociedad; de modo que, al hablar del salvaje, describieron al hombre social”, Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad.

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