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Colombia :: 07/05/2021

Una protesta que huele a rebelión

Nicolás Herrera
Ante una contienda electoral, sin posibilidad de consenso y con una galopante crisis de hegemonía, el narcouribismo está dispuesto a intentar la dominación total

Desde el pasado 28 de abril, millares de personas colman las calles colombianas para rechazar el proyecto de ley de reforma tributaria presentado por el Gobierno de Iván Duque que ataca directamente bolsillos y mesas de las clases populares colombianas aumentando el gravamen del IVA (hasta el 19 %) y extendiendo su implantación a nuevos productos de la canasta familiar [y en general las violencias económica y estatal].

Reforma Tributaria

Presentada primero como Reforma Tributaria, modificó su nombre ante las primeras voces de protesta por el de “Ley de Solidaridad Sostenible”, cuyo propósito nominal parecía hasta amoroso: consolidar “una infraestructura de equidad fiscalmente sostenible para fortalecer la política de erradicación de la pobreza (…) y que permitan atender los efectos generados por la pandemia y se dictan otras disposiciones”.

Esta no es la primera reforma tributaria del gobierno de Duque y, por lo tanto, no son los primeros eufemismos. En 2018 la llamó “Ley de financiamiento” y en 2019 la nombró “Ley de crecimiento”. Así pues, los pilares tributarios del gobierno uribista son: el financiamiento, el crecimiento y la solidaridad.

Pero, volvamos a la reforma tributaria de 2021. El argumento con el que se defendía la propuesta era cubrir el déficit fiscal (producto de la corrupción y el gasto no prioritario: publicidad, camionetas, nueva burocracia excesiva e inútil) gravando aún más a las clases populares y, sobre todo, a la clase media, ya que se esperaba que el 73 % del recaudo viniera de las personas naturales.

Para promocionarla, el gobierno acudió a tres estrategias: (1) una campaña de miedo, en la cual, el país estaba al borde la crisis, sus bonos se devaluaban y la caja del Estado sólo tenía fondos para seis semanas; (2) una campaña mediática de guerra psicológica y “terror emocional”, a través de spots radiales y televisivos, donde la palabra “solidaridad” (fundamento del nombre de la reforma) se asociaba con las redes familiares, vecinales y amigables; y, (3) a un posicionamiento descarado y cínico del Alberto Carrasquilla y Juan Alberto Londoño, ministro y viceministro de Hacienda, respectivamente.

Dos verdaderos economistas neoliberales, que pueden ser entendidos como “criminales de guerra”, en la perspectiva planteada por Renán Vega Cantor. De hecho, en 2020, Carrasquilla había expresado que el salario mínimo legal vigente en Colombia era uno de los más altos del mundo, y presionó para que se estableciera un incremento de apenas el 2 %.

Entrevistado acerca del precio de una docena de huevos, Carrasquilla respondió la mitad del precio real con toda naturalidad, mientras que Londoño afirmó que el café no era un producto fundamental de la canasta básica de un pueblo denominado internacionalmente como “cafetero” (tampoco lo era la sal o el azúcar).

La historia de ambos parece recordar aquella anécdota de María Antonieta, cuando en la Francia de 1789 escuchaba desde las ventanas del Palacio de Versalles que la gente reclamaba que no tenía pan y ella se atrevió a decir: “Si no tienen pan que coman pasteles”. Un año después, su cabeza rodó sobre el cadalso al encuentro con la guillotina. Tal parece ser la suerte de los cargos de Carrasquilla y Londoño, quienes terminaron dimitiendo, luego de que el gobierno anunciara el retiro del proyecto.

Sin embargo, Carrasquilla (cuya persona aparece en los famosos “Panama Papers”) no se iría derrotado a su casa, pues al parecer sería promocionado para un cargo internacional y el gobierno colombiano no renunciaría a la idea de la reforma, sólo que ahora edulcoraría su propuesta a través de una “versión consensuada” con los partidos políticos tradicionales, muchos de ellos miembros de la coalición del gobierno. De esta manera, desconoció abiertamente a los pueblos y a la oposición (negación del juego democrático liberal–burgués que pregonan): artífices principales del retiro del proyecto.

Militarización de las calles

Sin embargo, Iván Duque (o el “sub–presidente” o “presiden–títere” como suele llamársele en alusión a que el que ejerce el “poder real” es Álvaro Uribe Vélez) echó gasolina a la candela y, en una actitud abiertamente dictatorial, ordenó la militarización de las calles, es decir, que en lugar de invocar el diálogo, da tratamiento militar a la protesta social. No puede olvidarse que Colombia es el segundo país de la región, después de Brasil, en inversión militar, que el año anterior alcanzó la cifra cercana de US$9.216 millones.

La presencia de las tropas reforzaría la barbarie y criminalidad desplegada por la Policía Nacional (con sus motorizados y su escuadrón de muerte anti–disturbios), quienes siguen empeñados en disolver las manifestaciones a golpes, brutalidad, balas de plomo, perdigones, lacrimógenas, aturdidoras, hidrantes, persecución en motocicletas y agentes encubiertos, que terminan golpeando, deteniendo, torturando, hiriendo e, incluso, desapareciendo y asesinando a manifestantes, violando todos las garantías de derechos humanos y mecanismos procesales, ante el silencio cómplice de aparentes gobiernos locales y regionales “progresistas” (como en Bogotá, Cali o Medellín). Así, parecen estrenar muchos equipamientos de última generación.

Y, finalmente, como no podía ser de otra manera en Colombia: las tareas conjuntas –que ya dan sus primeros 40 muertos en las barriadas populares, como en el caleño Siloé– se articulan a comandos paramilitares que controlan territorios estratégicos (urbanos y rurales) donde están asentados.

¿Cómo justificar la presencia del Ejército en las calles y poder mantener el relato democrático? Esta es la principal habilidad del establecimiento colombiano que ha construido su institucionalidad bajo la figura de un “orangután con sacoleva”, como dijo un célebre político de mediados del siglo XX.

El uribismo ha acudido reiteradamente al uso de eufemismos y la capacidad saltimbanqui de construir enemigos. Así, fuimos pasando en el siglo XXI de la “amenaza terrorista de las FARC” al “castro–chavismo”. Y en la actualidad, Álvaro Uribe Vélez ha orientado los conceptos claros: “terrorismo vandálico” y “Revolución molecular disipada” mientras que la bancada de su partido señaló en un comunicado de ayer que la protesta social hacía parte “de un macabro plan de la izquierda radical y criminal, financiada por el narcotráfico, para desestabilizar la democracia colombiana”. Así pues, si el terrorismo y el narcotráfico, léase: la izquierda, está detrás de las protestas, es más que justificado que las tropas anticomunistas (anticastristas, antichavistas y antibolivarianas) entren en acción.

Pero, estas definiciones junto a la definición de las masacres como “homicidios colectivos”, su justificación como “masacres con sentido social” y la consideración de menores combatientes como “máquinas de guerra”, no son más que palabrería ampulosa y rimbombante para edulcorar la necropolítica.

En el fondo, la cacareada “asistencia militar” a los municipios, es la carta que ha le ha servido al uribismo y a la ultraderecha fascista que representa, para mantenerse en el poder. Ad portas de una contienda electoral, despojada de cualquier posibilidad de consenso y con una galopante crisis de hegemonía está dispuesta a recorrer el camino de la dominación total.

Más allá de la Reforma Tributaria

Las protestas iniciales en contra de la reforma tributaria se enlazaron con la conmemoración del 1 de mayo, y al día de hoy ya completan una semana en las calles. Esto es apenas lógico, si se considera que a la reforma tributaria le siguen, dentro del paquete, las reformas a la salud, al trabajo y a las pensiones (jubilaciones).

¿Qué hay detrás? Una mezcla de malestares, broncas y reivindicaciones históricas contenidas. Si en Chile se protestaba no sólo contra los $30 de aumento del boleto de metro, sino contra los 30 años de la constitución pinochetista, en Colombia el alza al 19 % del IVA sólo es un reclamo más en la cadena de exigencias populares y rechazo en contra de los 19 años de uribismo.

Se protesta contra la crisis económica, el manejo irregular de la pandemia, los bombardeos de niños y niñas, los asesinatos de líderes sociales, los incumplimientos de los acuerdos con los indígenas, la impunidad judicial que se intenta establecer en favor Álvaro Uribe Vélez, los bloqueos a los acuerdos de paz con las FARC, la reactivación de las fumigaciones con glifosato, la captura de los organismos de control por parte del partido de gobierno, la descarada constitución de un gobierno narco–paramilitar, la brutalidad policial y la corrupción en los cuerpos represivos, el saqueo sistemático de la Nación, la gobernabilidad para los ricos, la cada vez más evidente militarización de la democracia.

En las calles colombianas se desafía la continuidad histórica de la Modernidad/Colonialidad del poder y del neoliberalismo galopante. Por eso caen los ministros y los monumentos. La gente de a pie, que se ahoga con los gases lacrimógenos en sus casas o presencia la barbaridad armada, sigue resistiendo en las calles. No ya por un programa político, sino por el fundamento mismo de todo programa político: la materialidad de la vida. Los tapabocas anti–Covid no logran tapar las bocas de la resistencia. La guardia indígena, los movimientos sociales, la juventud y la vecindad espontánea está colmando las calles. Se bloquea una calle, se dispersa las fuerzas y se resiste a las balas (de pistola y de fusil).

El gobierno puede estar dispuesto a declarar el Estado de Conmoción Interior y dar un ropaje jurídico a la militarización del país, mientras bloquea las redes sociales para evitar la difusión de imágenes. La gente puede estar dispuesta a quedarse en las rutas hasta que se vaya el mal gobierno y enfrentar el control paramilitar en ciertos territorios y la penetración policial–militar en otros.

Todas son probabilidades y tendencias posibles, pero, en últimas sólo se dirimen en las calles. Es un balance aún imposible de establecer y requerirá mucha audacia política colectiva, para que no pesquen en río revuelto los oportunistas, y para que no se incuben los monstruos que suelen aparecer en los intervalos donde “lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer”. Por ahora, lo cierto es que hay muertos que reivindicar y victorias por conquistar.

Una semana después, el paro puede transmutarse en rebelión, justo al lado de una Venezuela asediada. Esto no sólo da un respiro a Venezuela, pues Duque tendrá que ocuparse de su propio patio, sino que genera un mejor clima para que avance el proceso de acuerdo de desbloqueo que se adelanta actualmente en México entre el gobierno de Maduro y el de Biden.

El levantamiento popular en Colombia, da continuidad a las rebeliones populares vividas en 2019, no sólo en su propio suelo, sino también en países hermanos como Chile y Ecuador. Pero, en un contexto aún más dramático, no sólo porque la crisis acumulada se expresa en más de 17 millones de pobres, una tasa de desempleo superior al 20 %, alrededor de 74 mil fallecimientos por COVID y una cifra escalofriante de 1.200 lideranzas sociales y firmantes del acuerdo de paz con las FARC asesinadas en los últimos cinco años.

La realidad colombiana actual dista mucho de la revolución artesanal de mediados del siglo XIX o de la pueblada de mediados del siglo XX conocida como “Bogotazo”. Puede ser que no se esté tomando “el cielo por asalto”, como sucediera en la Comuna de París, pero, para los últimos tiempos de brutal represión (sistemáticamente callada por la perorata de la ficcional “Comunidad Internacional”: Bachelet y Almagro, por ejemplo, y los grandes medios), resulta muy importante que, al menos, el pueblo colombiano se sacuda de las sandalias “la arena del infierno”. Es posible que esta vez se le tuerza el brazo al ídolo de barro.

* Investigador IEALC–UBA

 

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