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Pensamiento, Estado español :: 13/04/2009

Carta abierta a los inventores de la felicidad

Pedro García Olivo - La Haine
A los funcionarios indignantes y acabados, y particularmente el profesorado más que mezquino y en todo caso irrelevante.

Porque sé que no estáis preparados para soportar a Heliogábalo, porque sé que os falta la fragilidad necesaria para entenderlo, os lo voy a presentar, os lo voy a arrojar –como se arroja un cuchillo ávido de resistencia. Os conviene protegeros de su legado, ignorarlo, olvidarlo, incomprenderlo..., si en algo apreciáis vuestro lamentable bienestar, vuestro sucio disfrute. Os conviene pasar esta página como si no pasara nada. Y leer otros textos para enterrar mi palabra entre otras palabras, para sepultar mi discurso entre otros discursos. Pero, aunque sólo sea por un momento, os voy a obligar a escucharme. Aunque sólo sea por un segundo, no vais a tener más remedio que temblar - o reír, o disimular, o fingir, o actuar - ante la encarnación desmesurada de la anarquía amenazante: Heliogábalo, el anarquista coronado que Artaud soñó para estremeceros y agrediros, para guardaros las distancias y ponerse a salvo de vuestra imbecilidad.      

“Como emperador, Heliogábalo se comporta como un niño y un libertario irrespetuoso. En la primera reunión un poco solemne, les pregunta brutalmente a los grandes del Estado, a los nobles, a los senadores en disponibilidad, a los legisladores de todo tipo, si también ellos han conocido la pederastia en su juventud, si han practicado la sodomía, el vampirismo, el sucubato, la fornicación con animales, y lo hace en los términos más crudos. Desde aquí vemos a Heliogábalo maquillado, escoltado por sus queridos y  sus mujeres, pasando en medio de los vejestorios. Les palmotea el vientre y les pregunta si también ellos se han hecho encular en su juventud; y éstos, pálidos de vergüenza, agachan la cabeza bajo el ultraje, ahogando su humillación.

    Mejor aún, simula en público, y con gestos, el acto de la fornicación. En esto hay más que una simple niñería, por supuesto. Está el deseo de manifestar con violencia su individualidad y su gusto por las cosas primordiales: la naturaleza tal cual es. Por otra parte, es fácil culpar a la locura y a la juventud por todo aquello que, en el caso de Heliogábalo, no es más que el rebajamiento sistemático de un orden, y responde a un deseo de desmoralización concertada. En Heliogábalo veo no a un loco, sino a un insurrecto. Su insurrección es progresiva y sutil, y primero la ejerce contra sí mismo.

    Cuando Heliogábalo se viste de prostituta y se vende por cuarenta céntimos en las puertas de las iglesias cristianas y de los templos de los dioses romanos, no persigue sólo la satisfacción de un vicio, sino que humilla a la figura del monarca romano – y atenta contra el principio mismo de la monarquía. Continúa además su empresa de degradación de los valores, de monstruosa desorganización moral, eligiendo a sus ministros por la enormidad de su verga. Esto no le impide en absoluto aprovecharse él mismo de ese desorden, de ese relajamiento desvergonzado de las costumbres, de hacer un hábito de la obscenidad; y de mostrar, obstinadamente, y como un obseso y un maníaco, aquello que por lo general se mantiene oculto. “Había proyectado en fin – dice el historiador Lampridio – establecer en cada ciudad, en calidad de prefectos, a gente cuyo oficio sería corromper a la juventud. Roma habría tenido catorce; y lo habría hecho si hubiera vivido más tiempo, decidido como estaba a enaltecer lo más abyecto, y hacer honorables a los hombres de las profesiones más bajas”.

    Transformando el trono romano en un tablado, Heliogábalo introduce al mismo tiempo en el trono de Roma el teatro y, por medio del teatro, la poesía. Su pasión por el teatro y la poesía en libertad se manifiesta especialmente en ocasión de su primer casamiento. A su lado, y durante todo el tiempo que duró el rito romano, colocó a una decena de energúmenos borrachos, que no dejaban de gritar: “Perfora, introduce”, ante el gran escándalo de los cronistas de la época, que omiten describirnos las reacciones de su novia.

    Un extraño ritmo interviene en la crueldad de Heliogábalo; este iniciado todo lo hace con arte y en forma doble. Quiero decir, en dos planos. Cada uno de sus gestos tiene dos filos: orden-desorden, unidad-multiplicidad, poesía-disonancia, grandeza-puerilidad, generosidad-crueldad. Desde lo alto de las torres erigidas en su templo al dios pítico, arroja trigo y miembros de hombres. Nutre a un pueblo castrado. Indudablemente, no hay tiorbas, ni tubas, ni orquestas de asesores, en medio de las castraciones que impone... Desde lo alto de las torres se arrojan bolsas de sexos con la más cruel abundancia, en el día de las fiestas del dios Pitio.

    Da al pueblo todo lo que le interesa: PAN, y CIRCO. Incluso cuando alimenta al pueblo, lo alimenta con lirismo, le suministra ese fermento de exaltación que está en la base de toda verdadera magnificencia. Y su tiranía sanguinaria, que jamás se equivocó de objeto, nunca afectó ni atacó al pueblo. Todos aquellos a quienes Heliogábalo envía a galeras, castra o flagela, los extrae de entre los aristócratas, los nobles, los pederastas de su corte personal, los parásitos de palacio.

    Se ensaña sistemáticamente, ya lo he dicho, en la perversión y la destrucción de todo valor y de todo orden; pero lo que es admirable y prueba la decadencia irremediable del mundo latino, es ver cómo, durante más de cuatro años consecutivos y a la vista de todo el mundo, pudo continuar ese trabajo de destrucción sistemática sin que nadie protestara; y su caída no va más allá de una simple revolución palaciega.

    Al poco tiempo de llegar a Roma, Heliogábalo echa a los hombres del Senado y pone mujeres en su lugar. Nombra a un bailarín a la cabeza de su guardia pretoriana, y sitúa en puestos de alta responsabilidad a un muletero, a un vagabundo, a un cocinero, a un cerrajero. Trastorna el orden establecido, las ideas recibidas, las nociones comunes de las cosas. Realiza una anarquía minuciosa y muy arriesgada, puesto que se descubre a la vista de todos. Se juega la piel, para decirlo en pocas palabras. Y esto es cosa de un anarquista valeroso.

    Si Heliogábalo pasa de mujer en mujer como pasa de cochero en cochero, también pasa de piedra en piedra, de vestido en vestido, de fiesta en fiesta y de adorno en adorno. A través del color y el sentido de las piedras, de la forma de los vestidos, del orden de las fiestas, de las joyas que se incrustan en su misma piel, su espíritu realiza extraños viajes. Es aquí donde se le ve palidecer, donde se le ve temblar, en busca de un brillo, de una aspereza a la que aferrarse ante la horrorosa fuga de todo.

    Es aquí donde se manifiesta una especie de anarquía superior, en la que arde su profunda inquietud; y corre de piedra en piedra, de brillo en brillo, de forma en forma, de fuego en fuego, como si corriera de alma en alma, en una misteriosa odisea interior que nadie ha vuelto a emprender después de él.”  
      
Si todavía fueseis capaces del menor movimiento creativo, os reconoceríais en posición de anarquistas coronados -no como una opción, sino como una fatalidad se ha presentado siempre la anarquía ante el creador. Y, como heliogábalos desplazados, abandonaríais el espectáculo amañado de la lucha política moderna para convertir el aula (o el cargo) en el teatro inquietante de vuestra propia disgregación. Pero no se puede esperar tanto de quienes inventaron la felicidad para excusarse del pensamiento -y, para no arriesgarse a crear, se entregan cada día a la lógica indoblegada de la repetición.    Porque nada cabe esperar ya de vosotros -no imagináis hasta qué punto el mérito de mi escritura se alimenta de vuestra incapacidad para comprenderla-, puedo concluir hoy esta página con el ánimo templado de quien se sabe "inútil, gratuito, intempestivo". Un consejo, como despedida: más vale que retornéis al estrépito vacío de vuestras ocupaciones cotidianas, y busquéis el alivio de esa literatura claudicante que se os administra expresamente para cerraros los ojos como se trepana un cráneo.

 

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