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Pensamiento, Estado español :: 10/10/2006

El monstruo ilustrado y la esperanza "local"

Pedro García Olivo - La Haine
Apunte sobre la lucha centenaria de las comunidades indígenas mexicanas. La Reforma liberal juarista se resuelve, en definitiva, como un ataque a la base territorial de los pueblos indios, a la autonomía comunitaria, a la propiedad comunal, al igualitarismo socio-económico y a la propia democracia india -los más ricos pudieron aprovechar su capital para desvirtuarla y asegurarse posiciones de control e influencia...

1)

Una mirada restrospectiva crítica debería reconocer, sin asombro, que la tragedia histórica de las comunidades indígenas mexicanas, tal y como hoy se nos presenta, y más allá del hiato temporal señalado por la Colonización española, sitúa su "punto conceptual de anclaje", su matriz teorética, en la importación de las categorías de la Ilustración europea.

En la etapa colonial, y sobre la materia prima de un legado prehispánico difícil de aislar y de describir, una lucha social prolongada, popular, anti-española y anti-aristocrática, que abarca los siglos XVI, XVII y XVIII, ofrece, al final de este período, el modelo, todavía vigente, del pueblo indio autogestionario. La localidad indígena democrática y comunera no se forja, rigurosamente hablando, contra el dominio español, sino bajo este dominio. De algún modo, se vio alentada, incluso, por la política de la Corona hispánica. Lo que (ojalá no podamos nunca confirmarlo) cabría identificar como el "principio del fin" de la comunidad indígena, la madre de todos sus problemas de fondo, la fragua del holocausto, toma forma en el siglo XIX, tras la Independencia, de la mano del liberalismo político y económico, de la ordenación social capitalista, del pensamiento de la Ilustración -del Proyecto Moderno, en suma. La misma Modernidad que en Europa arrostró un componente supuestamente progresista, revolucionario, superador de las formas feudales, en México asume desde el principio, y en lo que afecta a los pueblos indios, un carácter opresivo, avasallador. Todavía hoy, cabe identificar en los mitos de la Ilustración, en los idola de la Modernidad, la episteme, el sustrato teorético y filosófico, de las prácticas etnocidas y occidentalizadoras desplegadas por los Malos Gobiernos mexicanos contra el peligro de la "diferencia" indígena.

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En efecto, la disciplina historiográfica puede reconstituir sin excesiva dificultad la génesis de la comunidad indígena en usos y costumbres. En otros trabajos hemos esbozado el proceso histórico que forjó, a partir de la lucha de los "macehuales", la forma actual del autogobierno indio comunero. La democracia directa de las comunidades se configura a partir de la implantación del modelo español del "cabildo municipal" en las repúblicas de indios, desde 1530. A este modelo, injertado sobre un nebuloso legado prehispánico, debe rasgos tan decisivos como el carácter electivo y rotativo de los cargos, las regidurías, el papel de la Reunión de Ciudadanos,... También en esta época se instituye la base territorial de las comunidades, con las frecuentes concesiones de predios, las llamadas "mercedes", etc., alcanzándose el "reconocimiento legal de la comunidad’. En definitiva, cabría conceptuar la organización india como una "donación" española modificada y recreada por los luchas indígenas populares. La larga duración de las formaciones culturales permite descubrir, tras muchos de los conceptos nucleares de la vida espiritual indígena, tras muchas de sus creencias, de las prácticas que determinan su ámbito de lo sagrado, un basamento prehispánico, en el que se superponen influjos preclásicos, clásicos y posclásicos. Pero la forma económica y política del "pueblo de indios" cristaliza en la época colonial.

Para que, por la vía del conflicto social (la denominada "rebelión de los macehuales"), la comunidad indígena se despojara de su índole jerárquica, elitista, de su rígida estructuración social, de las formas de gobierno que sancionaban los privilegios de una oligarquía, de los modos seculares de acaparamiento de la tierra, etc., sentando las bases del igualitarismo y de la democracia participativa que hoy la enjoyan como verdadera rara avis de la contemporaneidad, fueron decisivas ciertas contingencias históricas, determinados factores coyunturales: un descenso importante de la población, que redujo el número de nobles elegibles para los cargos (la ley vetaba el acceso de los indígenas "comunes" a los puestos del gobierno municipal); la aculturación y el desprestigio de esos nobles, que, como señalara Ch.Gibson, deben optar, o por una "españolización" que les priva del respeto del pueblo, o por una "plebeyización", acelerada por la crisis de sus empresas, que los desposee del poder sobre el pueblo; el reforzamiento de la autoridad de una burocracia española que, ante la multiplicación de los conflictos entre los macehuales y los nobles, el uso creciente de las vías legales (solicitudes, peticiones, tramitaciones,...) por parte de los indígenas "corrientes" y la decadencia de los caciques, que en todas partes se empobrecen y pierden prerrogativas políticas, ratifica en sus cargos a un número creciente de indios de origen humilde elegidos por las asambleas comunitarias; los abusos de muchos caciques, que originan insurrecciones a menudo victoriosas; etc. En el marco de esas condiciones históricas "propicias", la lucha popular indígena de la etapa colonial manifiesta tres dimensiones, tres componentes, que se instalan para siempre en la médula de la resistencia comunitaria: una batalla por la democratización del gobierno municipal (evitación de "permanencias" en los cargos, de exclusiones sistemáticas, de influencias ilegítimas en la gestión, que redundaran en un menoscabo del papel de la asamblea); una lucha por la igualdad social y económica (conflicto de pobres contra ricos, de comuneros contra aristócratas); y una pelea por la salvaguarda de las señas civilizatorias indígenas, contra las formas culturales imperialistas.

2)

Lo que, evidenciando su matriz europea decimonónica, su constitución burguesa, la ciencia de la historia tiende a perder de vista es que fenómenos históricos tan sacralizados como la Independencia y la Revolución mejicanas supusieron una calamidad para los pueblos indios, aunque en aspectos puntuales pudiera hablarse demagógicamente de "mejoras", una catástrofe inconclusa que se alimenta precisamente de las categorías y de los principios de la Ilustración, tal y como se perfilaron en el liberalismo "modernizador" del siglo XIX y en el reformismo de la mayor parte del siglo XX, desembocando, sin soluciones importantes de continuidad, en un vástago degenerado que ha recibido el nombre de "neo-liberalismo"...

La primera aparición "coherente" del liberalismo en México, la llamada Reforma, encabezada por el indio Benito Juárez en la segunda mitad del siglo XIX, constituye ya una terrible amenaza para la comunidad indígena: promueve la privatización, la "individualización" al menos, de las propiedades comunales. De hecho, produjo la venta de bienes colectivos, agudizando los contrates económicos entre los campesinos de las comunidades. Por otro lado, con la creación de los "distritos" y, para ello, de la figura de un funcionario intermedio entre el poder municipal y el poder estatal, se atenta contra la autonomía política de la comunidad. A pesar de que en las sublevaciones independentistas de Hidalgo, Morelos y Guerrero se percibe también, desde el principio, una faceta de lucha indígeno-campesina por la defensa de los intereses y de la diferencia de las comunidades (por la autonomía y contra una Estado fuerte centralizador, por la tierra y contra los latifundistas, por la democracia india y contra los abusos e imposiciones de la burocracia,...), aquello que la historiografía hagiográfica centroamericana ensalza como la "flor" del proceso, el movimiento de la Reforma juarista, no hizo, en muchos planos, más que traicionar a la causa indígena, fomentando dinámicas anti-comunitarias desatadas en los siglos anteriores (en el periodo colonial, a la vez que se instituye legalmente la relativa autonomía indígena, la comunidad campesina es atacada de facto y se ve privada de parte de sus tierras, en beneficio de propietarios individuales, caciques, nobles, españoles...) y que alcanzaran su punto de máxima exacerbación en la actualidad (usurpaciones, expropiaciones y privatizaciones en favor de las transnacionales, de los oligarcas locales o regionales, de las empresas capitalistas modernas, de los intereses económicos de la clase política estatal y federal,...).

La Reforma liberal juarista se resuelve, en definitiva, como un ataque a la base territorial de los pueblos indios, a la autonomía comunitaria, a la propiedad comunal, al igualitarismo socio-económico y a la propia democracia india -los más ricos pudieron aprovechar su capital para desvirtuarla y asegurarse posiciones de control e influencia... El Porfiriato, que a otros niveles se presenta como una antítesis de la política juarista, en este ámbito constituye su mera prolongación. El autoritarismo de Porfirio Díaz, la apertura paralela al capital extranjero, cierra definitivamente, para los pueblos indios, unos cielos que empezaron a encapotarse con Juárez...

Pero esto no quiere decir que los campesinos se limitaran a aceptar con resignación el nuevo cariz de la política. Al contrario, las espectaculares insurrecciones rurales del siglo XIX constituyen, como ha sintetizado Armando Bartra, una "manifestación de la resistencia campesina a la expansión de una sociedad burguesa que impone sus premisas a sangre y fuego". El carácter defensivo y conservador, desde el punto de vista económico, de las sublevaciones indígenas decimonónicas (respuesta "milenarista", idealizadora del pasado, a una oleada desamortizadora, expropiadora, que se ampara en los conceptos ilustrados de "libertad individual", "modernización", y "progreso"), en absoluto les confiere un carácter socialmente reaccionario, sobre todo cuando, en México, el crecimiento económico y el desarrollo de las fuerzas productivas no significa una liberación, así sea parcial, sino un reforzamiento de los viejos yugos, a los que se adicionan nuevas cadenas -en este país, "las reformas burguesas, no aparecen como ruptura de la servidumbre agraria, y con la liberación de las tierras no se emancipa a los hombres", concluye el autor de "Los herederos de Zapata".

La tremenda ofensiva liberal contra las comunidades indígenas determina que, en los albores del siglo XX, éstas, subordinadas a las necesidades laborales de la hacienda, la finca o la plantación, ya no aparezcan como el sujeto único, o principal, del movimiento reivindicativo campesino. Al lado del comunero empobrecido, asaltado en su autonomía, tenemos al "peón acasillado", que en absoluto es un trabajador libre, y que cuenta con el "pegujal" para mantener la ilusión de su condición campesina; y los "jornaleros" que proliferan en el norte, esbozo de proletarios rurales o urbanos, carne "itinerante" de salario exiguo y víctimas de una insufrible inestabilidad laboral. Este sujeto social heterogéneo alentará una Revolución pronto desvirtuada, que, para justificar la represión de las demandas campesinas, continuará utilizando el lenguaje del iluminismo, insistiendo en los mitos liberal-burgueses del Progreso, el Estado Moderno, la Nación, las Libertades Ciudadanas, el Desarrollo de la Producción,...

Se inicia, con la Revolución de 1910, un proceso dual, tendente, de una parte, al control político de las comunidades indígenas y a su subordinación a los requerimientos orgánicos del proyecto del Estado-Nación Moderno; y, de otra, a la progresiva disminución de su base territorial, eliminando los mecanismos consuetudinarios y legales que obstruían la libre expansión de los intereses privatizadores. Por un lado, se avanza lentamente por la vía del pleno reconocimiento jurídico de la comunidad india (la Ley de Derechos de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Oaxaca, de 1998, constituye uno de los "desenlaces" de ese largo y muy interesado caminar), procurando aunar la aparente defensa de los usos tradicionales y de las culturas autóctonas con la integración efectiva de la organización política comunitaria en el conjunto de las instituciones y aparatos del estado -"reconocimiento asimilador"; sanción jurídica que, como toda oficialización, supone también supeditación, control político por parte del Estado. Por otro lado, y a pesar de las experiencias reformistas radicales que aceleraron el proceso de la redistribución agraria y protegieron el sector ejidal, justamente para convertirlo en motor de un "desarrollo económico nacional" objetivamente coincidente con los intereses de la burguesía capitalista mejicana ( debilitando más que nunca, a tal fin, la relativa autonomía económica de las comunidades, al tiempo que se controlaba al modo populista sus organizaciones), a pesar de los proyectos cardenistas y echeverristas, se irá cerrando el cerco territorial a los pueblos indios, permitiendo la transferencia de buena parte de los bienes inmuebles comunales al sector privado, moderno, de la economía mejicana y dejando finalmente a las disminuidas comunidades indígenas supervivientes prácticamente a expensas de los proyectos lucrativos del capital nacional y transnacional (la modificación del artículo 27 constitucional y la generalización de programas como el PROCEDE figuran entre las iniciativas legales más efectivas de cara a la consecución de tal objetivo).

En todo este proceso expropiador e integrador, que desemboca en el estado actual (neoliberal) de indefensión económica e integración política de las comunidades indígenas, las fracciones "progresistas" y "conservadoras" del entramado político-ideológico mejicano han sumado esfuerzos, trabajando cada una de ellas en parcelas complementarias, en los ámbitos de su reconocida "especialidad’: el populismo (Cárdenas, Echeverría) acentuaba el control político de las comunidades y de sus expresiones reivindicativas y organizativas, con la conocida estrategia del "robo de banderas" y la "concesión envenenada"; mientras que los gobiernos "de derechas", haciendo saltar salvaguardas legales y ralentizando, paralizando o reconduciendo el proceso de la Reforma Agraria, aceleraban la erosión de la base territorial de los pueblos indios y multiplicaban los mordiscos al patrimonio material de las comunidades (gobiernos de Ávila Camacho, Alemán Valdez y Ruiz Cortines, con sus resoluciones de inafectabilidad agraria, el amparo a la "pequeña propiedad’ no tan pequeña y la obstrucción burocrática de las tramitaciones de derechos de provisión de tierras, de 1940 a 1958; administraciones de López Portillo, Miguel de la Madrid, Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo y Vicente Fox, bajo las que se decreta el fin de la fase redistributiva de la Reforma Agraria, se modifica convenientemente la Constitución, se firman tratados de libre comercio, y se prepara jurídicamente el país para permitir el libre desenvolvimiento del capital privado, nacional o multinacional, de 1976 a 2006). Lo mismo bajo el discurso "progresista" que bajo las proclamas "conservadoras", encontramos una y otra vez las categorías de la Ilustración, las supersticiones de la Modernidad; y, al lado de todas las administraciones, de derechas o de izquierdas, hallamos la Escuela, en su versión occidental, ganando terreno a la educación comunitaria indígena, reformándose, extendiéndose, con una puerta abierta a las exigencias del mercado laboral y una trastienda en la que se forja, casi industrialmente, la personalidad de los ciudadanos.

3)

La desgracia infinita de la comunidades indígenas radica, en última instancia, en la condena contemporánea del "localismo" subalterno, no-expansivo. Hay, por supuesto, un localismo triunfante, siempre sonriente (es la suya la sonrisa del criminal, si usamos con propiedad las palabras), que se mundializa hoy, que asoma por todas partes: es el localismo de los pueblos de Occidente, el localismo ilustrado. Y hay también localismos menos arrogantes, no tan poderosos, localismos subalternos: este es el caso de las comunidades indígenas. Conservan la posibilidad de dialogar con el otro, porque no quieren rebasar sus fronteras, no contemplan la idea de una "colonización" de la alteridad. Es un localismo que en absoluto aspira a la globalización. "Tú y yo hablamos sin prisa, cada uno desde nuestro territorio. Y, si la charla es enriquecedora, no por ello me disminuye a mí o te disminuye a ti": así concebirían el diálogo intercultural los pueblos indios. Pero al localismo que se sirve de la Escuela como punta de lanza, como dardo envenenado, al localismo de Occidente, le pertenece la idea de que no se puede subsistir sin conquistar. Es un localismo con vocación universalista, un localismo que para serse hasta el final ha de proclamarse el localismo exclusivo. No dialoga, aunque lo declare: aplasta. En razón de su pretensión de soledad, ha terminado hablando un lenguaje abstracto, palabras sin raíz, ideas sin una tierra que les de calor, que las sustente. La idea de una comunidad inseparable de su medio, de una lengua por la cual piensa el medio, le resulta odiosa, irritante. Dentro del vacío que se abre bajo sus pies, y a modo de subterfugio, ha podido solidarizarse con un fantasma, el sujeto burgués.

No tuvo tierra, pero tuvo garganta: una garganta que clamaba contra el pasado, contra formas de opresión que sentía en sí misma, y casi la ahogaban. Cuando pudo desasirse de las manos estranguladoras, cuando pudo respirar sin temor, advirtió que estaba al fin sola, sin otra exhalación que la suya en todo el horizonte, y que era capaz del mal que había padecido. Pendiendo de la nada, con un hueco por corazón, se aferró a aquel sujeto burgués que un día la usó para emanciparse. A partir de ahí, no pudo ni quiso saber nada de nadie. Adorno y Horkheimer diagnosticaron su mal: emprendía la "huida hacia la totalidad’ de aquel que, victorioso, ya no tiene un enemigo superior, de aquel que ha dado la espalda a la verdad después de haberla exprimido, que "miente" para conservarse porque le ha abandonado la dignidad que sólo asiste en la rebeldía. Universalista, abstracta, imperialista, encerrada en la cárcel de sí misma, una cárcel enorme en la que querría enclaustrar a todo el mundo, la cultura occidental manifiesta hoy su incompetencia: nunca ha sabido nada del dolor concreto, del dolor real, del ser humano, pues su aliento era el de un fantasma, el de un interés, el de una ambición sin cuerpo, el aliento del Capital descarnado y desterritorializado. Resultan patéticos sus trascendentalismos, sus recaídas metafísicas, sus raptos idealistas, sobre todo cuando se la contempla desde el lado de la necesidad, del dolor irrevocable, del descontento. Pero su fortaleza es temible, su poder ensombrece al sol. Las comunidades indígenas le han plantado cara, con sus armas increíblemente modestas. Le plantaron cara, con las coas de la educación comunitaria. Se resistieron, y aún resisten.

No menos Porfirio que Cárdenas, Juárez que Echeverría, Obregón que Zedillo, Calles que Alemán, juraron fidelidad al fantasma de la Razón Ilustrada. También le rinden pleitesía Calderón y López Obrador, mientras libran un pulso irrelevante.

Nada en la cultura occidental retiene la capacidad de una comprensión de la idiosincrasia indígena; para hablar de ella, haciéndole violencia, desfigurándola, nosotros hemos tenido que extrañarnos, ahuyentarnos de nuestra identidad. Todo en la cultura occidental apunta a una voluntad de extermino de la alteridad india, a un programa para sofocar la insumisión indígena. El combate se inició hace doscientos años: de un lado una Ilustración por siempre insuficiente (Subirats), hoy ya cínica (Sloterdijk), que ondea al aire la bandera de una farsa sangrienta (Ciorán), afeitada de Modernidad igual que se embellece un cadáver en el tanatorio; de otro, un localismo comunero, democrático en la más noble acepción de esta palabra, humilde hasta el punto de no anhelar otra cosa que su propia y sencilla vida. Al margen del pronóstico sobre el resultado de la contienda, hay una cosa cierta: si la Humanidad ha de sobrevivir sobre la tierra, no lo hará bajo el estandarte de la globalización capitalista, de la muy ilustrada mundialización del productivismo occidental. El planeta ya nos lo ha hecho saber: si seguimos así, él no aguanta. Sólo el localismo cuenta hoy con credenciales creíbles; un localismo vinculado al exterior, pero no hasta el extremo de la dependencia. Persuadido de ello, Jerry Mander ha defendido "la viabilidad de economías diversificadas y localizadas, de escala más pequeña, enganchadas a las fuerzas externas pero no dominadas por ellas". En la misma línea, Douthwhite apunta que "en vez de una economía global que dañara a todo el mundo hasta el colapso, un mundo sustentable podría contener una plétora de economías regionales (subnacionales) que produjeran todo lo esencial para vivir de los recursos de sus territorios, y que fueran, como tal, independientes unas de otras". Frente al "monstruo" ilustrado, nos queda, pues, la esperanza "local"... Resistirse al monstruo es lo que las comunidades indígenas llevan haciendo desde hace casi dos centurias; hallar en ellas, o en otros localismos, sustento para la esperanza es lo poco que todavía cabe a quienes, como nosotros, se temen occidentales.

El campesino indio sabe que sólo puede "resistirse al monstruo" con los pertrechos de su democracia tradicional y en la vieja trinchera de la propiedad comunera de la tierra. A nosotros, los estudiosos del indigenismo nos recuerdan lo que este campesino supo siempre, contra lo que lucha desde hace siglos:

"La desaparición de la propiedad comunal dará por resultado la desaparición de las comunidades indígenas y la muerte de estas culturas" (Carmen Cordero).

Pedro García Olivo - La Haine
www.pedrogarciaolivoliteratura.com

 

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