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Estado español :: 12/10/2020

El imperio que prohibió los espejos

Paco Gómez Nadal
La negación de la historia y la falta de autocrítica marcan la ‘celebración’ de otro 12 de octubre.

Por desagradable que resulte reconocerlo, buena parte del Estado español es por lo que fue. La negación de la historia y la falta de autocrítica marcan la ‘celebración’ de otro 12 de octubre.

En España se sabe poco de España. Un país cebado en el expolio y que se mira al ombligo tiene problemas a la hora de delimitar sus contornos. Un país que intercambió todos sus espejos por oro y sangre suele deslumbrarse antes que iluminarse: la ceguera por el ensimismamiento histórico no deja de ser un bálsamo contra cualquier espíritu crítico, un placebo contra las causas y un acelerador de las consecuencias.

Por eso en España, en caso de existir esta no-nación que lleva cinco siglos de construcción —solapada con su autodestrucción—, se ‘celebrará’ este 12 de octubre con una mezcla de ignorancia, abulia y patriotismo imposible que, al final del paseo, se convierte en un puente festivo con buena parte de la población visible, la de Madrid, en semi confinamiento. Ningún debate de fondo, ningún seminario rupturista, ninguna grieta se aprovechará en un día que ha ido cambiando de nombre para terminar siendo, simplemente, una jornada no laboral.

La única imagen poliédrica de este lugar nos la devuelven los espejos en poder de los colectivos racializados, de las gentes de Abya Yala que siguen revisando la historiografía oficial para construir un relato alterno, de los encuentros, exposiciones y textos en los que se hurga en la herida para sanar el cuerpo.

Conmemoran el último día de la Libertad de los Pueblos de Abya Yala

Es decir, con o sin espejos propios, los debates que suscita el 12 de octubre, día del nefasto encontronazo de Colón con El Caribe, seguirán palpitando debajo de la capa de ignorancia… mientras no se resuelvan, serán pesadillas para la conciencia de una sociedad inconsciente de las consecuencias de lo que sus ancestros hicieron —tanto como de lo que no hicieron—, de lo que sus herederos consolidaron, y de lo que el Estado español actual debe a la historia innombrada de la conquista. Por desagradable que resulte reconocerlo, buena parte del Estado español es por lo que fue.

Los debates que suscita el 12 de octubre seguirán palpitando debajo de la capa de ignorancia… mientras no se resuelvan, serán pesadillas para la conciencia de una sociedad inconsciente de las consecuencias de lo que sus ancestros hicieron

De un lado, la industrial Cataluña construida en buena parte con las plusvalías sangrantes del esclavismo; la poderosa sociedad atlántica vasca, inexplicable sin los barcos de la vergüenza, el comercio y las relaciones con las Américas, o con la pseudoimperial Castilla, anhelante de lo que fue y irreprimiblemente ignorante de lo que es. De otro, el laboratorio del sur con los progromos a moriscos y judíos o el modelo de despojo del territorio y colonización interna; la brutal colonización y experimentación en las Islas Canarias; la paralela conquista de/desde Aragón o Extremadura…

UNA ISLA SIN REFLEJOS

A Ángel Ganivet no se le estudia en España, aunque sea el germen de la generación del 98 y un filósofo de una profundidad brutal y lacerante. Este granaíno es el padre del concepto de insularidad para explicar a los ‘reinos’ de Iberia. “En realidad, nosotros [por los españoles] hemos creído que somos insulares, y quizá este error explique muchas anomalías de la historia”, escribía en Idearium Español. Con una sensación de aislamiento y vulnerabilidad permanente, guerreros antes que militares, meapilas y algo haraganes, los conquistadores españoles son fuego antes que semilla…

Luego, el filósofo mexicano Gustavo Zea insistía en la idea de que España, como Rusia e Inglaterra, desarrollaron una especie de relación enfermiza respecto a la Europa continental que ha condicionado la historia de estas tres periferias del centro. Ganivet aseguraba, respecto a la conquista de las Américas, que España era un país de “reconquistas internas, no de conquistas”, pero también describió el siglo XVI: “Apenas constituida en Nación, nuestro espíritu se sale del cauce que le estaba marcado y se derrama por todo el mundo en busca de glorias externas y vanas, quedando la Nación convertida en un cuartel de reserva, en un hospital de inválidos, en un semillero de mendigos”.

Un hospital de inválidos, un semillero de mendigos, condenado por su propia historia, según insistía el dominicano Juan Bosch, a ser una nación de rentistas incapaces de construir por sí mismos. “España”, escribe Bosch en De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe frontera imperial “descubrió y conquistó un imperio antes de que tuviera la capacidad física y la actitud mental que hacía falta para ser un país imperial; y esa contradicción histórica se acentuó con la expulsión de los judíos, ocurrida precisamente en los días del ‘Descubrimiento’ de América, y las posibilidades de desarrollarse más tarde a través del paso gradual y lógico de país artesanal a país industrial se perdieron con las sucesivas expulsiones de los moriscos”.

En España se sabe poco o nada de España y, por tanto, parece ingenuo pensar que la sociedad española contemporánea encuentre los espejos necesarios para mirarse, aceptar las profundas manchas históricas que deforman su rostro

En España se sabe poco o nada de España y, por tanto, parece ingenuo pensar que la sociedad española contemporánea encuentre los espejos necesarios para mirarse, aceptar las profundas manchas históricas que deforman su rostro, y busque la manera de reparar o de redistribuir sus privilegios en razón de esa mirada crítica devuelta.

No merece la pena la lucha dialéctica entre imperofílicos e imperofóbicos —estéril trifulca entre blancos midiendo el tamaño de sus faloimperios—, poco aporta la idea del perdón o la costumbre del olvido… El único camino hacia un reencuentro con el propio reflejo histórico pero, ante todo, hacia una reparación simbólica y real con los lugares conquistados y arrasados pasa por la verdad y la justicia. Se trata, al fin y al cabo, de que si ahora, en el siglo XXI, por fin reconocemos a los habitantes de las Américas como seres humanos, entonces debemos afrontar el debate como un asunto de derechos humanos. Es decir, debemos sacar a la luz la verdad, debemos hacer justicia, debemos reparar los daños estructurales causados (o al menos no seguir beneficiándonos de ellos) y debemos buscar las garantías de no repetición.

Suena ingenuo y lejano, pero es necesario un horizonte para que los espejos abandonen la inercia circense y se conviertan en fiel reflejo del deber ser.

Esta tarea ingente no puede depender de los Estados que nos ‘conceden’ la ciudadanía. Las élites del Estado español están demasiado ensimismadas en sus luchas internas con la historia como para afrontar un proceso crítico con la misma. Los Estados latinoamericanos y caribeños son coloniales, herederos de un criollismo fogoso que jamás representó la diversidad ni la realidad del continente. Desde la negación indígena o afro del Cono Sur a las imposibles maromas mexicanas con el concepto del mestizaje, las élites de América Latina y de El Caribe, sean criollas, afro o con algo de sangre indígena, siempre han buscado la aceptación de la metrópoli, a pesar de haber renegado de España por no haber concluido la labor ‘civilizadora’ durante la Colonia. España, para esas élites, fue mala conquistadora, pero la necesidad de blanquearse es superior a la rabia por haber heredado con las independencias los “problemas” indígena y afro.

Debemos sacar a la luz la verdad, debemos hacer justicia, debemos reparar los daños estructurales causados (o al menos no seguir beneficiándonos de ellos) y debemos buscar las garantías de no repetición

La tarea, pues, es de los pueblos. El encuentro, la verdad, las reparaciones —al menos simbólicas— y las garantías de no repetición deberán partir de nosotras y de nosotros, de los nadie en la política, de las todo en lo político. Para lograrlo falta mucho trecho. Los movimientos y partidos de las izquierdas españolas (sé que molesta el adjetivo, pero eso son) deberán liberarse también de ese espíritu imperial que, según Aimé Césaire, comparten con la derecha; en otros casos habrá que sacudirse la culpa para pasar a gestionar los privilegios; en casi todos, será necesario conocernos más para después reencontrarnos con unas otras y unos otros que aún habitan apenas en los imaginarios blancos.

En el caso de Abya Yala, también queda trabajo. Desestimar a los Estados-nación como interlocutores supondrá identificar a las y los habitantes de Iberia como nadies con los que poder dialogar de forma liviana, sin la insoportable carga de la rabia y del dolor acumulado, desde una decolonización de esas relaciones que no será posible sin renunciar, de alguna manera, a las ciudadanías para recuperar así la humanidad.

Puede parecer quimérico, telúrico, pero de nada nos sirve, como pueblos, seguir confundiendo a las personas con los Estados, al olvido con la inocencia, al porvenir con la amnesia. Conocemos las estructuras de jerarquización que se construyeron con la conquista (el racismo, la idea de Modernidad, el capitalismo industrial, la estructura de explotación humana…) y las que se reforzaron con el proyecto imperial (patriarcado, monoteísmo, guerrerismo, extractivismo…) pero a veces confundimos victimarios con víctimas, herederos con beneficiarios, culpa con responsabilidad. Tenemos tal superávit de diagnóstico que nos cuesta iniciar las terapias. Un 12 de octubre más es una oportunidad para de-re-construir desde abajo y desde las periferias, sin un ápice de esperanza en las estructuras de poder existentes y herederas de aquel proyecto imperial, sin perder un segundo, como escribiera Raúl Zibechi, en la “reforma” de un “campo de concentración” para el cuál sólo existe una opción: su demolición.

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