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Estado español :: 07/03/2014

El marqués de Sade y el capitalismo

Armando B. Ginés
El régimen neoliberal busca trabajadores agresivos contra sus propios compañeros y compañeras y ciudadanos sumisos y callados

El brillante y sádico invento psicológico se denomina técnicamente dinámica de grupo. Mediante esa argucia se esconde una manera sui géneris de medir la competitividad de diversas gentes sometidas a una especie de juego de roles donde hay que vencer a toda costa y hacer morder el polvo amargo de la derrota al resto de los participantes. Se alzan con la victoria los más audaces (uno en solitario mejor que mejor), los que se transforman por un instante en alimañas insolidarias sedientas de un empleo precario o de un estatus más elevado. En realidad, ese tipo de tests los realizamos todos los días sin apenas apercibirnos de ello en las sociedades capitalistas.

El régimen neoliberal busca trabajadores agresivos contra sus propios compañeros y compañeras y ciudadanos sumisos y callados en el resto de actividades sociales. Todo en el mismo pack. Competimos con desmesura en tiempo de rebajas, abalanzándonos a las gangas entre empujones y puñetazos. Hacemos fila en la taquilla de cualquier espectáculo o evento intentando colarnos al menor descuido de la persona que nos precede. Si durante un atasco podemos adelantar por el arcén, allá que vamos. El más listo se lleva el premio. No es culpa nuestra, son únicamente ejemplos de automatismos culturales aprendidos en la jungla urbana.

Así nos quiere el sistema: aguerridos, siempre dispuestos a sacar la más mínima ventaja para colocarnos de modo simbólico el laurel del triunfador absoluto. Son pequeñas escaramuzas que nos llenan el depósito de la autoestima hasta la próxima etapa bélica. El reconocimiento es que los demás nos miren con cierto recelo admirativo y con un aire de perdedor maldito: somos el héroe anónimo que ellos desean ser.

De esas banalidades se nutre el ideario capitalista. Mientras competimos, los alrededores sociopolíticos se difuminan y las preocupaciones acuciantes desaparecen; es la guerra, guerra permanente por la supervivencia. Competir nos hechiza, es como una droga dura invisible que nos ata al destino inescrutable. Si el nudo se desmorona, cunde el malestar, la conciencia se hace preguntas, nos observamos desvalidos en mitad de una tormenta furiosa de soledad radical. Mirando al otro nos vemos a nosotros mismos vulnerables y solos dentro de un mundo absurdo y mercantilizado, prisioneros de una estructura que nos piensa y nos programa como meros engranajes mecánicos de una sociedad injusta e incoherente.

Las dinámicas de grupo son omnipresentes en la vida cotidiana actual. Sirven para compararnos entre sí más allá de las cualidades humanas de cada cual. Se trata de una herramienta conceptual de control masivo. A través de ella, se contrapone la competitividad a la cooperación, la razón emocional a las emociones compulsivas, convirtiendo a los jugadores en animales con un propósito fijo y recurrente: ganar a dentelladas la propia subsistencia, eliminando de cuajo el menor atisbo de empatía por los contrincantes o adversarios. Gran invento las dinámicas de grupo para el capitalismo neoliberal. Si el marqués de Sade levantara la cabeza…

 

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