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Pensamiento :: 12/12/2007

El Estado, la democracia y la revolución: una vez más sobre Lenin y 1917

Daniel Bensaïd
i el tejido de las relaciones de poder hay que deshacerlo, y si se trata de un proceso a largo plazo, la maquinaria del poder del Estado hay que romperla

[Este “artículo-prefacio” ha sido escrito para el aniversario de la revolución rusa y de la publicación por Lenin de “El Estado y la revolución”].

Redactado en la clandestinidad y con urgencia en agosto de 1917, tras las jornadas de julio, El Estado y la revolución es un texto preinsurreccional. Para comprender su alcance polémico, y para comprender algunas de sus exageraciones o fórmulas unilaterales, hay que recordar que constituye un gesto de ruptura hacia la ortodoxia de la II Internacional. La intervención de Antón Pannekoek en 1912 en la Neue Zeit había provocado un escándalo. Contrariamente a Bernstein y a Kautsky para quienes la revolución significaba solo un “desplazamiento de fuerzas” en el seno del aparato del Estado, había exhumado los textos de Marx sobre El 18 brumario, La guerra civil en Francia, la Crítica del programa de Gotha, para recordar a los amnésicos pensadores oficiales de la socialdemocracia alemana que no bastaba con apoderarse de un poder de Estado forjado por la burguesía para su uso, sino que había que romperlo.

Tal era la función de la dictadura del proletariado, de la que Marx hacía, en su famosa carta de 1852 a Weydemeyer, una de sus contribuciones mayores a la teoría revolucionaria de su tiempo. El artículo de Pannekoek fue acogido como una recaída en un anarquismo primario. Gran admirador de los Caminos del poder de Kautsky, el propio Lenin no tomó casi posición en la polémica y continuó más bien aceptando la lectura selectiva de Marx por sus herederos oficiales. Hizo falta pues la prueba de la guerra y la revelación de la “quiebra de la II internacional” para que reconsiderase la cuestión y releyera bajo la presión de Bujarin la obra de Marx con otros ojos. El Estado y la Revolución es el producto de esta lectura al calor y la urgencia del acontecimiento revolucionario.

Para Lenin como para Engels, el Estado no es ni un poder impuesto a la sociedad desde el exterior, ni, según la fórmula de Hegel, “la imagen de la realidad en la razón”, sino “el producto de la sociedad en un estadio determinado de su desarrollo”. Expresa el hecho de que “las contradicciones de clase son inconciliables”. La consecuencia práctica de ello es que “la liberación de la clase oprimida es imposible, no solo sin una revolución violenta, sino también sin la supresión del aparato del poder de Estado creado por la clase dominante”. Para Marx en efecto, la experiencia de la Comuna de Paris ha probado que “el Estado representativo moderno” es en primer lugar un instrumento de explotación del trabajo por el capital.

En sentido opuesto de las utopías pequeñoburguesas de un Estado en levitación por encima de las clases, el Estado es pues la organización de la violencia de clase. Esta conclusión aclara los pasajes célebres del 18 Brumario, en los que Marx constata que todas las revoluciones políticas no han hecho hasta entonces sino perfeccionar la máquina de Estado en lugar de “romperla, de demolerla”, y no de contentarse con “tomar posesión de ella”. Es precisamente lo que llevó a cabo la Comuna. La “democracia burguesa” se convierte entonces en “proletaria” y “se transforma en algo que no es ya propiamente hablando un Estado”.

Marx exige pues claramente la destrucción del Estado existente como “excrecencia parasitaria” de la sociedad. Estas frases, escritas hace más de medio siglo, se indigna Lenin, han sido tan profundamente enterradas por la socialdemocracia alemana, que hubo que realizar para exhumarlas “verdaderas investigaciones”. Ciertamente, los anarquistas han “eludido las formas políticas” del poder revolucionario, pero los oportunistas de la II Internacional por su parte han “aceptado las formas burguesas del Estado democrático parlamentario”. La forma transitoria de la desaparición del Estado será, contrariamente a las ilusiones libertarias, “el proletariado organizado en clase dominante”. Marx no intentó inventar esta forma. Se contentó con observar el curso real de la lucha de clases para descubrir en la Comuna “la forma al fin encontrada”.

En el período de transición inaugurado por una revolución, “un aparato militar y burocrático especial” se convierte en superfluo, pero es preciso aún medir el cambio y la distribución. Es solo cuando se puedan distribuir viviendas gratis cuando “la extinción total del Estado” se pondrá en el orden del día. Mientras tanto, la dictadura del proletariado sigue siendo “una forma de Estado” determinada. Cuando Marx polemiza contra las tesis anarquistas, no es pues, insiste Lenin, para reprocharles la idea de una desaparición del Estado, sino su negativa a utilizar si es necesaria la violencia coercitiva organizada, “es decir un Estado”, pero un Estado que no es ya, como decía ya Engels de la Comuna, “un Estado en sentido propio”.

Para Lenin, como para Marx y Engels, la cuestión del Estado, es pues indisociable de la de la dictadura del proletariado, como organización de la fuerza y de la violencia, “tanto para reprimir la resistencia de los explotadores como para dirigir a la gran masa de la población”. Si bien esta “dictadura” tiene un carácter de clase, no se concibe sin embargo como una dictadura corporativa /1. Se trata de tomar el poder para “conducir al pueblo entero al socialismo”. La fórmula evoca el concepto de hegemonía, que era corriente en la socialdemocracia rusa para definir la relación entre proletariado y campesinado en la alianza obrera y campesina, mucho antes de que Gramsci de diera su alcance estratégico nuevo,. Se trata ya de formar un bloque histórico, sin olvidar que “por el papel que juega en la gran producción, el proletariado es el único capaz de ser la guía de todas las clases trabajadores explotadas pero incapaces de una lucha independiente por su liberación”.

Para Lenin, que cita la carta a Weydemeyer, la dictadura del proletariado es la “piedra de toque” que permite “probar la comprensión y el reconocimiento del marxismo”: representando “una ampliación sin precedentes de la democracia”, no puede limitarse a esa simple ampliación, pues debe también romper por la fuerza la resistencia de los opresores. La democracia, que sigue siendo una forma del Estado, está pues llamada a desaparecer igual que el Estado y con él. Estamos, deduce de ello Lenin, por una república democrática en tanto que “mejor forma del Estado para el proletariado en régimen capitalista”, pero ningún Estado puede ser declarado, como pretenden los socialdemócratas alemanes “libre y popular”: la república democrática es “el camino más corto que conduce a la dictadura del proletariado”, cuyas formas transitorias pueden variar hasta el infinito, pero cuya “esencia” sigue siendo la misma. En una sociedad capitalista, la democracia sigue siendo una democracia para los ricos, mientras que la dictadura del proletariado debe instaurar una democracia para el pueblo. En la transición de una a otra, “el reparto de los objetos de consumo supone necesariamente un Estado burgués”.

El Estado subsiste pues, en un primer momento, pero “como Estado burgués sin burguesía”. Esta fórmula paradójica servirá de nuevo a Lenin para pensar de forma inédita el tipo de Estado salido de la revolución rusa. Pero un Estado burgués sin burguesía no es sin embargo un Estado proletario. El Estado burgués sin burguesía va así a convertirse en el mantillo sobre el que se expanden los peligros profesionales del poder y a cuyo abrigo se desarrolla una nueva forma de excrecencia burocrática parasitaria de la sociedad.

En El Estado y la Revolución, Lenin rompe radicalmente con “el cretinismo parlamentario” del marxismo ortodoxo. Conserva sin embargo su ideología gestionaria. Así imagina aún que la sociedad socialista “no será ya más que una oficina, un solo taller, con una igualdad de trabajo e igualdad de salario”. Tales fórmulas recuerdan ciertas páginas en las que Engels sugiere que la extinción del Estado significará también una extinción de la política en beneficio de una simple “administración de las cosas”, cuya idea es tomada prestada de los saintsimonianos; dicho de otra forma, a una simple tecnología de gestión de lo social, donde la abundancia postulada dispensaría de establecer prioridades, de debatir opciones, de hacer vivir la política como espacio de la pluralidad.

Para la socialdemocracia alemana, el correo era “el modelo socialista” por excelencia. “Nada es más justo”, subraya Lenin, pues “el mecanismo de gestión social está ahí perfectamente dispuesto”, o también “admirablemente equipado”. Un entusiasmo así, que se encontrará más tarde en su elogio del taylorismo, indica que, para él, la destrucción de la máquina burocrática del Estado no interfiere apenas con la división del trabajo, con su organización disciplinaria burocrática, como si bastara en suma con “tomar posesión” del aparato de producción tal cual, sin tener que cambiarlo, Lenin persiste en su utopía gestionaria imaginando que, cuando el Estado y la autoridad política desaparezcan, “las funciones públicas perderán su carácter político y se transformarán en simples funciones administrativas”. Se trata aquí claramente, no solo de la extinción del Estado, sino claramente de la extinción de la política, soluble en la administración de las cosas.

Como ocurre a menudo, tal utopía, en apariencia libertaria, se vuelve utopía autoritaria. El sueño de una sociedad que no sería “toda entera más que una única oficina y un solo taller”, no remitiría en efecto más que a una buena organización de su funcionamiento. Igualmente, un “Estado proletario”, concebido como un “cártel del pueblo entero”, puede fácilmente conducir a la confusión totalitaria de la clase, del partido, y del Estado, y a la idea de que, en este cartel del pueblo entero, los trabajadores no tendrían ya que hacer huelgas, puesto que sería hacer huelga contra si mismos.

Parece pues claro que queriendo torcer el cuello al legalismo institucional de la II Internacional en una situación revolucionaria, Lenin tuerce también el bastón de la crítica en el otro sentido. Rompe con las ilusiones parlamentarias. Pero se prohíbe de la misma pensar las formas políticas del Estado de transición. Es este punto ciego el que Rosa Luxemburg va a poner en evidencia. A diferencia de los críticos vulgares de la revolución rusa, ella establece desde un artículo de 1906 en la Rote Fahne [Antorcha roja], una distinción radical entre blanquismo y bolchevismo: “Si hoy los camaradas bolcheviques hablan de dictadura del proletariado, no le han dado nunca la antigua significación blanquista, y no han caído jamás tampoco en el error de la Narodnaia Volia que soñaba con tomar el poder para sí. Han afirmado al contrario que la actual revolución puede encontrar su término cuando el proletariado, toda la clase revolucionaria se haya apoderado de la máquina del Estado”.

Para ella, la dictadura del proletariado no puede ser la de un partido minoritario sustituyendo a la clase. Y si asume plenamente la noción de dictadura del proletariado en sentido amplio –“ninguna revolución se ha acabado de otra forma que por la dictadura de una clase”- pone también en guardia a los socialdemócratas rusos: “Aparentemente, ningún socialdemócrata se deja llevar por la ilusión de que el proletariado pueda mantenerse en el poder. Si pudiera mantenerse en él, entonces conllevaría la dominación de sus ideas de clase. Sus fuerzas no bastan para ello en el momento actual, pues el proletariado, en el sentido más estricto de esta palabra, constituye precisamente en el imperio ruso, la minoría de la sociedad. Sin embargo, la realización del socialismo por una minoría está incondicionalmente excluida, puesto que la idea del socialismo excluye justamente la dominación de una minoría”. Tras la caída del zarismo, el poder volverá pues a “la parte más revolucionaria de la sociedad, el proletariado”, que “se apoderará de todos los puestos y permanecerá alerta mientras que el poder no esté en las manos legalmente llamadas a detentarlo, en el nuevo gobierno que la constituyente es la única en poder determinar en tanto que órgano legislativo elegido de la población”. Prevé que en una tal asamblea los socialdemócratas no serán mayoritarios, sino “los demócratas campesinos y pequeñoburgueses”.

Este artículo de 1906 prefigura y anuncia el famoso folleto de 1918 sobre la revolución rusa. En un artículo de 1918, titulado “Asamblea nacional o gobierno de los consejos”, condena de nuevo el cretinismo parlamentario que ha conducido a la mayoría socialista a la política de unión sagrada en la guerra: “Realizar el socialismo por la vía parlamentaria, por simple decisión mayoritaria, es un proyecto idílico”. No renuncia sin embargo a lo que escribía desde 1904 sobre la necesidad de combinar la acción fuera y dentro de las instituciones, “la necesidad tanto de reforzar la acción extraparlamentaria del proletariado, como de organizar con precisión la acción parlamentaria de nuestros diputados”. En su folleto de 1918 sobre la revolución rusa, al contrario que los socialistas ortodoxos de la socialdemocracia alemana, saluda la revolución y a los bolcheviques que han “osado” abrir la vía al proletariado internacional tomando el poder. Subraya las responsabilidades que resultan de ello para los revolucionarios europeos, comenzando por los alemanes: “En Rusia, el problema no podía ser sino planteado. No podía ser resuelto en Rusia. En este sentido, el futuro pertenece en todas partes al bolchevismo”. El futuro de la revolución rusa se juega pues, en una gran medida, en la arena europea y mundial.

No deja de ser cierto también que los bolcheviques rusos tienen también su parte de responsabilidad. En una primera parte de su folleto, Rosa critica sus medidas sobre la reforma agraria y la cuestión nacional. Creando, no una propiedad social, sino una nueva forma de propiedad privada agraria, la parcelización de los grandes dominios “aumenta las desigualdades sociales en el campo” y genera masivamente una nueva pequeña burguesía agraria cuyos intereses entrarán inevitablemente en contradicción con los del proletariado. Igualmente, la aplicación generalizada del derecho a la autodeterminación para las nacionalidades del imperio zarista no conduce más que a la “autodeterminación” de las clases dirigentes de esas nacionalidades oprimidas, pues “el separatismo” es “una trampa puramente burguesa”. Lenin y sus amigos han “inflado artificialmente la pretenciosidad de algunos profesores de universidad y de algunos estudiantes para hacer de ella un factor político”. En materia de política agraria y de política de las nacionalidades, los bolcheviques habrían pecado por exceso de ilusión democrática, mientras que a la inversa subestimaron la sustancia democrática de la cuestión institucional.

Es el famoso debate sobre la disolución de la Asamblea Constituyente, constantemente reivindicada por los bolcheviques entre febrero y octubre de 1917, y disuelta por ellos inmediatamente después de ser elegida, en nombre de la legitimidad superior de los soviets. Rosa no es sorda a los argumentos según los cuales había que “romper esta constituyente caducada”, por tanto “nacida muerta”, que iba con retraso respecto a la dinámica revolucionaria, tanto por sus modalidades electivas como por la imagen deformada que daba del país. Pero entonces, “había que prescribir sin tardar nuevas elecciones para una nueva Constituyente”!. Sin embargo Lenin y Trotsky (en su folleto de 1923 sobre las Lecciones de Octubre) excluyen por principio toda forma de “democracia mixta” planteada por los austromarxistas.

Trotsky reprocha a Zinoviev y Kamenev haberse opuesto a la insurrección de Octubre en nombre de una “combinación de instituciones estatales”, conciliando Asamblea constituyente y soviets. Quienes, en el partido, fetichizan la Constituyente, son los mismos a sus ojos que los que habían dudado por legalismo ante la decisión de la insurrección. La definición por Lenin de la insurrección como un arte implica, subraya, que su preparación y su iniciativa corresponden al partido, y que la ratificación legal de la conquista del poder por el congreso de los soviets no interviene más que a posteriori. Si, en octubre, la insurrección fue “canalizada en la vía sovietista y ligada al 2º congreso de los soviets”, no se trataba para él de una cuestión de principios, sino “de una cuestión puramente técnica, aunque de una gran importancia práctica”. Este choque frontal entre la decisión militar y la institución democrática es propicio a la confusión de los papeles, entre el partido y el Estado, pero también entre el Estado de excepción revolucionario y la regla democrática. Esta confusión es llevada a su colmo en Terrorismo y Comunismo, folleto redactado también en la urgencia de la guerra civil que es la forma paroxística del Estado de excepción.

Porque vive en Alemania y tiene la experiencia de una vida parlamentaria ya consolidada, el planteamiento de Rosa Luxemburg es muy diferente. Como hemos visto, acepta los argumentos avanzados por los bolcheviques para disolver la Constituyente, pero se inquieta explícitamente por esta confusión entre la excepción y la regla: “El peligro comienza allí donde, haciendo de la necesidad virtud, ellos (los dirigentes bolcheviques) intentan fijar en todos los puntos de la teoría, una táctica que les ha sido impuesta por condiciones fatales y proponérsela al proletariado internacional como modelo de la táctica socialista”.

Lo que está en juego, más allá del asunto de la Constituyente, es la vitalidad y la eficacia de la propia democracia socialista. Rosa subraya la importancia de la opinión pública, que no habría que reducir a un engaño o a un teatro de sombras. Toda la experiencia histórica “nos muestra al contrario que la opinión pública irriga constantemente las instituciones representativas, las penetra, las dirige. ¿Cómo explicar si no las cabriolas divertidas que en todo parlamento burgués, los representantes del pueblo nos hacen presenciar a veces, cuando, animados repentinamente por un espíritu nuevo, pronuncian palabras totalmente inesperadas?. ¿Cómo explicar que, de vez en cuando, las momias más resecas tomen aires de juventud, que los pequeños Scheidemann de todo pelaje encuentren de repente en su corazón acentos revolucionarios cuando la cólera gruñe en las fábricas, en los talleres y en las calles? ¿Esta acción constantemente vivaz de la opinión y de la madurez política de las masas debería pues, justo en período de revolución, abandonar ante el esquema rígido de los emblemas de los partidos y de las listas electorales?. ¡Muy al contrario!. Es precisamente la revolución la que, con su efervescencia ardiente, crea esta atmósfera política vibrante, receptiva, que permite a las olas de la opinión pública, al pulso de la vida popular actuar instantáneamente, milagrosamente, sobre las instituciones representativas”. En lugar de comprimir este “pulso de la vida popular”, los revolucionarios deben dejarle latir pues constituye un poderoso correctivo al pesado mecanismo de las instituciones democráticas: “Y si el pulso de la vida política de la masa late más rápido y más fuerte, su influencia se hace entonces más inmediata y más precisa, a pesar de los clichés rígidos de los partidos, las listas electorales caducadas, etc. Ciertamente, toda institución democrática, como toda institución humana, tiene sus límites y sus lagunas. Pero el remedio que han encontrado Lenin y Trotsky –suprimir directamente la democracia- es peor que el mal que se supone curar: obstruye la fuente viva de donde habrían podido brotar los correctivos a las imperfecciones congénitas de las instituciones sociales, la vida política activa, enérgica, sin trabas de la gran mayoría de las masas populares”.

Este error tendrá su precio. En su Stalin póstumo, Trotsky reconoce hasta qué punto la guerra civil fue una escuela de brutalidad autoritaria y de mando burocrático (de lo que Volochinov y el grupo de Tsarytsin son la viva ilustración). Stalin no tendrá ninguna dificultad para reciclar a su servicio estos métodos de mando. Pero en 1921, cuando la guerra civil está prácticamente ganada y el Estado de excepción debería finalizar para que se desarrollara, todo lo posible en las condiciones materiales de un país devastado por la guerra, la vida democrática, Trotsky plantea al contrario “la militarización de los sindicatos” para llevar a cabo la batalla de la producción. Contrariamente a la mala reputación que se le atribuye, Lenin se muestra bastante más sensible en este debate a la independencia de los sindicatos respecto al Estado. No deja de ser cierto que el giro hacia la Nueva Política Económica no está asociado a un curso nuevo democrático.

Las advertencias de Rosa toman entonces retrospectivamente todo su sentido. Temía en 1918 que medidas de excepción temporalmente justificables se convirtieran en la regla, en nombre de una concepción puramente instrumental del Estado en tanto que aparato de dominación de una clase sobre otra. La revolución consistiría entonces solo en hacerle cambiar de manos: “Lenin dice que el Estado burgués es un instrumento de opresión de la clase obrera, el Estado socialista un instrumento de opresión de la burguesía, que no es de alguna forma más que un Estado capitalista invertido. Esta concepción simplista omite lo esencial: para que la clase burguesa pueda ejercer su dominación, no hay necesidad en absoluto de enseñar y educar políticamente al conjunto de la masa popular, al menos no más allá de ciertos límites estrechamente trazados. Para la dictadura proletaria, es ése el elemento vital, el aliento sin el que no podría existir”.

En efecto, la sociedad nueva debe inventarse sin manual, en la experiencia práctica de millones de hombres y mujeres. El programa del partido no ofrece a este propósito más que “grandes paneles que indican la dirección”, y además estas indicaciones no tienen más que un carácter indicativo, de balizaje y de puesta en guardia, más que un carácter prescriptivo. El socialismo no puede concederse desde arriba. Ciertamente, “presupone una serie de medidas coercitivas contra la propiedad, etc.”, pero, si “se puede decretar el aspecto negativo, la destrucción”, no ocurre igual con el “aspecto positivo, la construcción: tierra nueva, mil problemas”. Para resolver estos problemas, la libertad más amplia, la actividad más amplia, la más amplia parte de la población es necesaria. Sin embargo, la libertad, “es siempre al menos la libertad de quien piensa de otra forma”. No es ella, sino el terror, quien desmoraliza: “Sin elecciones generales, sin una libertad de prensa y de reunión ilimitada, sin una lucha de opinión libre, la vida se apaga en todas las instituciones públicas, vegeta, y la burocracia se constituye en el único elemento activo”.

Por lo demás, el propio Lenin, había entrevisto, y en El Estado y la revolución precisamente, la funcionalidad social de la democracia política. A ciertos marxistas, para los que el derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas era irrealizable bajo el capitalismo y se convertiría en superfluo bajo el socialismo, respondía por adelantado: “Esta argumentación, que se pretende ingeniosa pero de hecho es errónea, podría aplicarse a cualquier institución democrática, pues un democratismo rigurosamente consecuente es irrealizable en régimen capitalista, y en régimen socialista, toda democracia acabará por apagarse (…). Desarrollar la democracia hasta el final, buscar las formas de este desarrollo, ponerlas a la prueba de la práctica, es sin embargo una de las tareas esenciales de la lucha por la revolución social. Por separado, ningún democratismo, cualquiera que sea, dará como resultado el socialismo: pero en la vida, el democratismo no será jamás tomado “por separado”. Será tomado “en bloque”. Ejercerá también una influencia sobre la economía cuya transformación estimulará” /2.

A lo largo de todo el siglo XX, mucho agua ha corrido bajo los puentes de las revoluciones. A lo largo de las experiencias sociales y de las investigaciones antropológicas, los enfoques teóricos del Estado se han enriquecido y profundizado, desde Gramsci a Foucault, pasando por Poulantzas, Lefebvre, Alvater, Hirsch y muchos otros. Foucault ha contribuido principalmente a desmitificar un fetichismo del poder analizando la genealogía de las relaciones de poderes, hasta emitir la hipótesis según la cual el Estado no sería sino una “forma de gobernar” o “un tipo diferente de gubernamentalidad”. A partir del siglo XVI, la sociedad civil habría así puesto en pie “algo obsesivo que se llama Estado” como fetiche específico de la modernidad.

Un foucaldismo vulgar deduce hoy de ello que esta figura histórica del Estado sería en adelante soluble en las redes de poder de la sociedad líquida, de forma que no sería ya necesario tomar el poder para cambiar el mundo. Sin embargo, para Foucault, no se trataba ni de instalar “la institución totalizadora del Estado” en posición de desplome, ni de negarla. Si su teoría de las relaciones de poder, como la de los campos de Bourdieu, permite comprender una pluralidad de dominaciones y de contradicciones, no deja de ser cierto que todos los poderes no participan en la reproducción social de las relaciones capitalistas de producción. Hay, en las redes y las relaciones de poderes, nudos más importantes que otros. Las retóricas liberales del Estado mínimo o del repliegue del Estado no hacen sino resaltar con más relieve el núcleo duro de sus funciones represivas y su papel eminente en la puesta en pie de los dispositivos del biopoder. Las ilusiones del discurso sobre el “Estado imparcial” defendido por Ségolène Royal durante la campaña presidencial no resultan por ello sino más ridículas. Si el tejido de las relaciones de poder hay que deshacerlo, y si se trata de un proceso a largo plazo, la maquinaria del poder del Estado hay que romperla.
1 de agosto de 2007


Notas:

1/ Recordemos que en Rousseau y a lo largo del siglo XIX, el término dictadura evoca una venerable institución romana, la de un poder de excepción mandatado y limitado en el tiempo, opuesto a las nociones de despotismo o de tiranía que designan al contrario un poder absoluto y arbitrario.

2/ Lenin, El Estado y la revolución, http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/1910s/estyrev/hoja5.htm

Viento Sur. Traducción: Alberto Nadal

 

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