El infierno de la hostelería. Impresiones de un factotum

Las altas temperaturas, la imprudencia o el crimen son las principales causas esgrimidas. Una llamada a la prudencia y el civismo suele rematar esta noticia comodín que viene de perlas para colmatar la pretendida sequía informativa de esta época.
Pero en la crónica estival, nada se dice de los trabajadores del sector de la hostelería, auténtica carnicería laboral cuyas condiciones empeoran de año en año. En efecto, de Cádiz a Gerona, 200.000 trabajadores precarios hacen funcionar una industria a la que las autoridades, incluyendo inspección de trabajo, alcaldías, policías locales y poder judicial, dejan hacer a su guisa, en favor de una mafia patronal tan desaprensiva como brutal. La corta duración de la temporada es la razón esgrimida para justificar los abusos. Habría que aprovechar la afluencia de masas de turistas, llenar las arcas y hacer provisión para el invierno. Pero sucede que mientras las cuentas bancarias de promotores inmobiliarios, empresarios hoteleros y dueños de bares y cafeterías, de campings y restaurantes, rebosan de salud, una legión de precarios se agota dejando su salud al otro lado de un escenario tan idílico como falso.
Hace unas semanas fui contratado como empleado de un camping de la costa mediterránea. Desde el principio se me anunció que debería trabajar sábados y domingos, a la vez que hacer todo tipo de trabajos: desde recepción a albañilería, desde jardinería a carpintería. Lo que no sospeché fue que no tendría ningún día libre durante tres meses. Residiría en el propio camping y debería estar a completa disposición en caso de que hubiera trabajos urgentes por realizar. Mi primera reacción fue de rabia y exigencia del respeto de mis derechos laborales; pero el dueño, el propietario, mi propietario, pronto lanzó el odioso: lo tomas o lo dejas. Y lo tomé, pues la consecuencia directa de esta devastadora desregulación laboral es la creación de una clase proletarizada, itinerante y precaria, sin capacidad de contacto ni organización, dispuesta por necesidad a aceptar las peores condiciones. Lo raro es que aún nos paguen.
Así pues, me enfrento a una semana laboral de 56 horas, ninguna de ellas pagada como extraordinaria. Poco a poco me he ido enterando, de hablar con los compañeros y los distintos proveedores que dejan mercancía en el camping, de que puedo considerarme afortunado. En efecto, en los campings de la provincia de Tarragona, la supresión de las jornadas de descanso es práctica corriente desde hace 5 años aplicada por igual a precarios e inmigrantes sin papeles que prefieren trabajar por 30€ diarios a los 100 que ganan al mes en sus países. La soledad de estos hombres y mujeres es indecible. Separados durante años de sus familias, envían cada semana una parte del salario mientras ellos vivotean con lo estrictamente imprescindible, ahorrando un máximo para poder regresar lo antes posible. Mientras, habitan en casas semiderruídas, en garages sin ventanas, en pisos compartidos, ignorados por la población local, perdidos en medio de huertos y caminos vecinales. Pero lo peor es esta esclavitud no declarada, el despojo de cualquiar dignidad posible, ante la figura todopoderosa de un patrón con derecho de vida y muerte, interesado por otra parte en conservar a tan aplicados y afanosos obreros, pues es normal que muchos dejen su vida en el tajo mientras él hace caja.
Esta situación ominosa sólo es posible por la complicidad de patrones, políticos y sindicatos. Pongamos el ejemplo del parque de atracciones Port Aventura, cuyo capital pertenece en su mayor parte a la Caixa de Catalunya y a la multinacional Universal. Cuando el parque abrió, hace ya unos años, se presentó como la Disneylandia de Cataluña, la meca que iba a llenar los bolsillos y a dar trabajo a toda la provincia. Al principio, los jóvenes acudían con sus diplomas de derecho y económicas bajo el brazo, pero los horarios de 15 horas, los sueldos de miseria, la semana laboral de 6 días, la disciplina militar del departamento de recursos humanos, el desprecio y la humillación, hicieron que pronto desistieran. Duró dos años. A Partir de entonces van a buscar trabajadores a los países del Este, al Magreb, a Argentina. Los necesarios cursos de formación son pagados con jugosas subvenciones de la Unión Europea, cuyo control está en manos de los sindicatos. Se obtiene así el máximo beneficio entre mafiosos que se protegen y se cubren entre sí. El resto del sector, los pequeños y medianos empresarios, se nutren de alumnos de las escuelas profesionales de hostelería, a los que se contrata como camareras y fregones, cobrando casi nada o nada, con la excusa de las necesarias prácticas y experiencia curricular.
Estaría bien que esto saliera en telediarios, tertuliar radiofónicas, en la prensa. Pero al parecer esto no es noticia. No existe. No existimos, como los incendios forestales. Este es el sector terciario. Esta es la sociedad de servicios que nos iba a salvar de la competencia china. Esta es la Europa del turista urbano, del oficinista, del funcionario sediento de sol tras un año de sombra burocrática. Esta es la Europa de la miseria y del egoísmo.