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Pensamiento, Estado español :: 05/06/2007

El síndrome de la fortaleza sitiada

Pedro García Olivo - La Haine
En relación con la crisis de los experimentos socialistas y el enigma de las luchas revolucionarias clásicas

Revuelve mi memoria jirones lóbregos de otra lucha, esquinada y falsaria, que finalmente se decidió como una parte de la izquierda ni por asomo había previsto. La casualidad quiso convertirme en testigo de la crisis del socialismo real en los países del Este. Asistí al proceso de tránsito al capitalismo, o a la democracia burguesa -como se prefiera. Extranjero en un país extraño, percibí los acontecimientos a través de las palabras, y casi de los ojos, de un exiliado chileno, profesor de la Universidad de Budapest, a quien conservo desde entonces como entrañable y valioso amigo. Pero mi capacidad de discrepar, de desconfiar de lo sencillo y dudar de lo más íntegro, me alejaba del sentir de este hombre y suscitaba más de una acalorada afectuosa discusión.

Conocí al profesor en el verano de 1987, abotargada mi curiosidad en el pavisoso disfrute de uno de esos viajes que se ha dado en llamar "de placer" (y que, en mi opinión, esconden siempre un "viaje de dolor": hay que estar herido para viajar de esa forma, herido de aburrimiento o herido de esclavitud). Simpatizamos al instante, estranguló su charla incisiva el entumecimiento de mis sentidos malbaratados, y pronto acabamos citándonos, como quienes a un duelo se aprestan, para conversar de política y filosofía, revolución y comunismo. En el "Ibolya" cambiamos por primera vez impresiones sobre la coyuntura de reforma política y económica en esa otrora próspera República Popular Húngara que vindicaba sin remilgos el muy poco ocurrente título de la Suiza secreta del Este. Cuando, crapuloso de fuga y angustia, fijé mi residencia en Budapest, aquel figón humeante se convirtió en el escenario ritual de mis controversias con El Exiliado.

Gravitaba ya el enigma sobre el área. Y Edgardo, como se llama este chileno, se aferraba a una tesis consoladora, una tesis que de algún modo justificaba toda su vida anterior -toda su trayectoria de militante comunista perseguido por Pinochet, guerrillero al servicio de diversas organizaciones revolucionarias del Tercer Mundo, peregrino de los países del socialismo real y exiliado en Hungría por afinidades ideológicas...

"Mira, Pedro, aquí se está dando un proceso muy complejo de renovación del socialismo. Se trata de una batalla muy dura, muy complicada, en la que los oportunistas intentarán asaltar el poder, y se correrá de nuevo el peligro de una contrarrevolución... Pero, tenlo claro, no es el socialismo lo que aquí se cuestiona, sino el estalinismo. Hay que devolver la democracia al proceso revolucionario en el que este país está inmerso, y hay que introducir reformas muy concretas en la organización económica... Pero no me vengas con que se está sofisticando un sistema de represión estatal o que se prepara un tránsito corrupto al capitalismo... No me huevees, pues, Pedro..."

Por aquel entonces, el "Ibolya" era una cantina típica del comunismo existente. No funcionaba como cooperativa, sino como empresa estatal. El trato era correcto, sin rayar en lo empalagoso. Los trabajadores no tenían ningún motivo para mostrarse simpáticos o para disimular su cansancio. Acudían allí con ropas de diario y se enfundaban los uniformes característicos de todas las cantinas estatales del país, humildes libreas de jornaleros de bar. Los hombres, unos raídos trajes de chaqueta, de sufridísimo color marrón, con zapatos negros de plástico. Algunos se quitaban, acalorados, las chaquetillas y exhibían unas caminas blancas listadas, asombrosamente sobrias, a punto ya de amarillear. Las mujeres llevaban faldas y chaquetas negras, zapatos ortopédicos también de plástico y camisas blancas con franjas menos marcadas. Unas cofias, casi siempre sucias, y unos delantales llenos de chafarrinones completaban los atuendos. No se arreglaban para ir al trabajo. Las mujeres, para escándalo de los occidentales, ni se depilaban ni se pintaban. Se diría que entre los hombres la norma era no peinarse. Y sus cabellos castaños daban a menudo la impresión de detestar hasta lo indecible, como si con su aversión vengaran un agravio inmemorial, la solicitud detersoria del agua y del champú: grasientos, apelmazados, casi terrizos, se envedijaban caprichosamente, cual crines de potros salvajes, sobre las sienes sudorientas, nevosas de caspa antigua. El local, asimismo, falto de limpieza, podría considerarse cutre. Un tanto cochambroso, evidenciaba tranquilamente la huella de la dejadez y de la ausencia de renovación. Era, en definitiva, antes que nada un lugar de trabajo; y sólo subsidiariamente un enclave de diversión, de consumo.

Me gustaba aquel garito. Desempolvaba en mi memoria imágenes del Sur, donde lo cutre, acusando otro origen, conserva sin embargo el mismo aspecto. En Murcia, los bares, con frecuencia también cochambreros y atarugados, sí son lugares de gasto, de recreo y desahogo (el trabajo se oculta tras la barra, tras la simpatía forzada del camarero y la sonrisa erumnosa del dueño del local), pero de un recreo y de un gasto que a menudo no repara en las formas, que no exige nada externo a su avidez -un ocio sucio entre la suciedad, pobre entre la pobreza, vano entre la banalidad flagrante y sin adornos. Entre el Este de aquellos días y el Sur de siempre, mi corazón estableció tantas correspondencias, ganzuó tantas afinidades, que por momentos llegué a sentirme fruto de ambas tierras -de la tierra vieja y en lo más hondo enloquecida que atarazaba a sus hijos, y de la tierra nueva y cavilosa que, como una mujer de otro, me abrazaba sin entregarse.

Más el "Ibolya" era económico, popular, nada selectivo. Su variopinta clientela recalaba en él como de paso, para abrevarse y seguir su marcha. Bajo un mismo techo orlado de focos, espejos y placas de madera coloreada (por las noches la cantina se convertía en discoteca, como era habitual en los tinglados de esa clase, sometidos a una suerte de simpático, y cicatero, pluriempleo), bajo ese cielo artificial que hablaba de un frenesí austero, si no tacañeante, pululaban los obreros, los estudiantes, los profesores, los turistas que se equivocaban de taberna... La comida era buena, abundante, sabrosa, suficientemente variada. Y la bebida, asequible. Por aquellas fechas no había publicidad en el local, a excepción de una plancha de metal oxidada y ennegrecida, uno de esos artefactos para colgar que la casa Pepsi había distribuido ya hacía años por todos los tugurios de la ciudad.

Los tiempos no trajeron lo que mi amigo auguraba. La tralla de un acontecer aciago, restallante en medio del silencio acobardado de su esperanza, le obligó a desdecirse, al menos en parte. En el caer de máscaras, lo mismo que de ilusiones, de1990, ya tenía embastada su "Teoría de la Nomenclatura":

"Mira Pedro, lo que aquí está sucediendo no tiene nada de extraño. El viejo Marx ya lo había advertido. Se intentó tomar el Cielo por asalto. Estos países se embarcaron en una aventura revolucionaria muy ambiciosa cuando no estaban dadas las condiciones para ello... En opinión de Marx, el Comunismo sólo sería una meta para el hombre cuando el Capitalismo hubiera cumplido todas sus tareas, cuando hubiese por fin agotado sus posibilidades de desarrollo; y ello exigía, entre otras cosas, que se universalizara, que acabara con todos los restos del Feudalismo y, desde esa implantación planetaria, empezara a padecer el aguijón de sus propias contradicciones... Como te decía, en el Este se intentó tomar el Cielo por asalto, sin que el Capitalismo hubiera preparado el terreno de la futura revolución socialista, sin que se hubiera alcanzado ese grado óptimo de desarrollo de las fuerzas productivas, ese techo tecnológico y material sobre el que el hombre debe encaramarse impulsado por el sistema capitalista -y que se convierte en el suelo apropiado para levantar la nueva sociedad del Comunismo... El proceso estaba ya viciado desde su origen. En esas condiciones, no debe sorprendernos que se corrompiera desde dentro. Cae como una manzana infecta, que no madura y se echa a perder en el árbol; pero cae con el concurso de circunstancias externas que no podemos olvidar: la Guerra Fría, esa lucha económica, política e ideológica entre el Capitalismo dominante y el reducto de un Comunismo prematuro..."

"Hungría padece entonces, como la mayor parte de los países socialistas, lo que yo llamo el Síndrome de la Fortaleza Sitiada... Como en una fortaleza sitiada, por ese acoso del Capitalismo avasallador, surge y se impone en Hungría una pulsión a la organización defensiva, a la militarización de la sociedad y de la economía. El país se convierte en un campamento. Se podría hablar, para esta fase, de un Comunismo Cuartelero. El estalinismo se consolida y ramifica como una secuela de ese síndrome: centralización, homogeneización, planificación, control máximo de todos los aspectos de la vida ideológica y cultural, represión de la discusión interna... Es como un país que teme una invasión y se prepara para la guerra... Pero esta militarización, metafóricamente hablando, de la sociedad y de la economía introduce un límite en las posibilidades de desarrollo material, de crecimiento económico del país. Naturalmente, cuando ese límite se alcanza, y se percibe con claridad que no se puede trascender, la impresión de agotamiento, de estancamiento, empieza a calar en todos los estratos de la sociedad... Surge un desengaño, una crisis del idealismo revolucionario, una especie de vacío moral. Y esa crisis de valores, esa decepción que cunde entre los intelectuales y los políticos, resulta ser, pues, Pedro, el mejor caldo de cultivo para la corrupción y el nepotismo."

"Sin embargo, no todos los hombres reaccionaron igual ante la impresión de estancamiento y de vacío. Dentro del Partido Comunista había todavía políticos de una gran formación marxista, que habían percibido en sus trazos generales esta terrible dialéctica de la fortaleza sitiada y el comunismo de campamento. Y que quisieron desbloquear el proceso, hacer saltar ese pestillo que limitaba el crecimiento económico. Para ello, había que acabar con el síndrome e impulsar determinadas reformas políticas y económicas. Ese era el planteamiento de Janos Kádar, de quien Gorbachov aprendió la Perestroika. Y ésa era la misión de la misma Perestroika allí donde el Síndrome de la Fortaleza Sitiada había abocado al estalinismo y el estalinismo había cometido, en nombre de la libertad y de la igualdad, los más horribles crímenes de que ha sido capaz el ser humano..."

"Kádar pretendió acabar con la psicosis de la Guerra Fría, y para ello tuvo que oscilar entre el Este y el Oeste. Tuvo que debilitar la animadversión del Oeste, ganarse su simpatía, relajar la tensión, sin provocar demasiado, y por lo mismo, al gigante del Este, a la URSS. Tuvo que introducir reformas liberalizadoras de la política y de la economía, pero haciendo ver a la Vieja Guardia, en todo momento, que no alentaba con ellas, y a pesar de lo que divulgara la propaganda occidental, una "contrarrevolución efectiva", sino una "renovación del socialismo". Fue el hombre del punto medio, de la balanza, de un paso adelante y otra atrás, de un guiño a la derecha y otro a la izquierda. Un gran pragmático. Pero hay encrucijadas en la historia en las que el pragmatismo deviene como lo más revolucionario... Kádar salvó a Hungría de los tanques rusos, de una intervención masiva de los soviéticos en defensa del Comunismo, pues siempre alegó mantenerse fiel a la ortodoxia marxista y sus reformas nunca rayaron en lo espectacular o en la provocación... Y se ganó también el aprecio de Occidente por su contribución a apagar el clima prebélico, la tensión galopante de la Guerra Fría... Ese ambiente de libertad política que encontraste en Hungría en tu primera visita, esa ausencia de represión, fue su legado. Como también fue obra suya el desbloqueo del crecimiento económico y la expansión de los últimos años, que tanto te sorprendió."

"Con Kádar, Hungría dejó atrás la fase del Comunismo Cuartelero y entró en la del Comunismo Boutiquero. Surgen empresas mixtas, con participación húngara y participación occidental; se dan facilidades para la inversión de capital exterior y para el establecimiento de empresas foráneas; se potencia el cooperativismo en detrimento de la vieja propiedad estatal; se toleran los pequeños negocios privados y el pequeño comercio particular... En fin, se liberaliza la economía, pero dentro de las coordenadas del propio sistema comunista. Y, en lo político, se abren las fronteras, se legalizan los partidos, la prensa de oposición, etc."

"Y aquí nos encontramos, viejo, con que no todos los que están en la cúpula del poder son como Kádar, con que no todos respondieron del mismo modo al vacío moral y a la crisis de valores... Muchos, quizás la mayoría, se degradaron entonces. Se corrompieron. Ante unas condiciones tan adversas, dejaron de ocuparse de la salvación del país, de la salvación de la Humanidad, y se dedicaron exclusivamente a su propia salvación individual. Quisieron aprovechar la circunstancia de su enquistamiento en el poder, en una coyuntura confusa de aguas revueltas y exceso de pescadores, para recompensarse a sí mismos por los servicios prestados y asegurarse de por vida la bonanza de sus economías domésticas -y, de paso, la de sus familias, y la de sus amigos, y la de los conocidos de sus amigos... Así se forja la Nomenclatura... Aprovechando el usufructo del poder, desvían los fondos públicos hacia sus bolsillos, distribuyen a su antojo las licencias para crear nuevos negocios privados, favorecen las actividades económicas "liberalizadas" de sus allegados, amigos y familiares... En definitiva, y sin dejar el poder, dan los pasos necesarios para convertirse en una protoburguesía, de momento casi clandestina. Y este núcleo, ya de por sí vasto, decididamente pro-capitalista, pues empieza a controlar resortes claves de la economía del país o se halla en una inmejorable situación para hacerlo en el futuro, se ensancha y se ensancha. Parte de la élite comunista, de los cuadros detentadores del poder, se extiende por la administración del Estado, de arriba abajo, tentacularmente, por la burocracia central y regional, departamento por departamento, alcanza a los familiares de quienes allí vegetan no se sabe desde cuándo, y a sus amigos, ahora convertidos en pequeños empresarios, dueños delas novísimas "boutiques" de la Vacsi utca, llega aún hasta los amigos de sus familiares y los amigos de los amigos de sus familiares, que también han sido obsequiados con una licencia, un permiso, una exención, una autorización, etc., de las contempladas para estimular la economía en el ambicioso programa liberalizador. Y la economía, de hecho, se vio estimulada; pero surgió, de la nomenclatura, de la burocracia dirigente, esta protoburguesía, con sus bancos privados clandestinos, incluso sus temerarias inversiones en el exterior..."

"Esta nomenclatura, Pedro, se enfrenta a la fracción renovadora del socialismos y la arrincona. Cuando hablamos por primera vez, aquí, en el "Ibolya" de antes, el puso era incierto. Yo aún confiaba en que se impondría la línea renovadora... Pero la nomenclatura falseó el sentido de la Perestroika, que siempre se había definido como un difícil equilibrio entre dos polos. Y desvió alevosamente hacia la derecha, aquí en Hungría, las reformas de Kádar y de sus partidarios. Desde el mismo aparato del Estado se lanzó una eficaz campaña de propaganda pro-capitalista. Todos los pequeños descontentos del país se canalizaron contra el chivo expiatorio del comunismo, situando en su demolición la promesa de satisfacción de todas las demandas. Campesinos siempre disconformes, muchas veces sin motivo, no pocos obreros deslumbrados por la imagen de bienestar y consumo que se difundía de Occidente, hornadas de estudiantes manipulables, soliviantados ahora por la fatuidad de algunos intelectuales sedientos de prestigio y de poder, profesionales envidiosos del tren de vida de sus congéneres europeos..., empezaron a considerar que el Gran Cambio del pasaje al Capitalismo resolvería todos sus problemas. Y la propaganda oficial se encargó de confundir comunismo y estalinismo; de airear la crítica, merecida, del estalinismo, mostrando sus crímenes y horrores como si esos crímenes y horrores fueran la esencia, y no la degeneración, del pensamiento marxista..."

"Así se dio, amigo, este proceso de tránsito a la democracia burguesa y al Capitalismo. Un tránsito sin resistencia, sin violencia, deseado desde arriba y casi impuesto, pero también sin verdadera demanda popular, sin presión obrera y campesina... Los trabajadores húngaros, acostumbrados a obedecer, despolitizados por el estalinismo, se han subido al barco que con tanto empeño sus amos se afanaron en fletar, pero nada más levar anclas caen en la cuenta de que nadie les informó de los pormenores de la travesía y de que a bordo son turbias las palabras acerca de la costa en la que, no se sabe cuándo, habrá sin remedio que fondear. No son, estos desavisados obreros, la oficialía del buque flamante y sombrío; ni tampoco la tripulación. Son los pasajeros. Y ahora empiezan a barruntar que han parado en una cueva de ladrones. Pierden sus empleos, se encarecen los más imprescindibles servicios, el alza de los sueldos sigue muy de lejos a la de los precios, ya de por sí desorbitados; se sienten desamparados ante el desmantelamiento sistemático de la sanidad pública, de la educación, del transporte, de todo aquello que antes les resultaba prácticamente gratuito. Y aumenta la delincuencia, escandalosamente. Se multiplican las huelgas. Los campesinos se indignan y vuelven los ojos al pasado, con menos nostalgia que desesperación. Por momentos, y acaso sin porvenir, las filas del socialismo renovador se incrustan como clavos ardiendo en la madera carcomida de la ya inútil denuncia y de la lucha contra corriente, ganando partidarios, engrosándose, erigiéndose en algo muy parecido a una infatigable consciencia crítica, tan animosa a la hora de la contestación ideológica como superflua en el juego político inmediato... Los embarcados de la nave capitalista, temerosos de lo peor, padecen por fin el atraco (sádico, carnicero) de la marinería toda. Las tierras cultivadas en común, arrancadas de las colectividades aldeanas, son puestas en venta, o se devuelven sin más a sus antiguos propietarios; comienzan los desahucios de las cooperativas... Se suceden los cierres de las "improductivas" empresas estatales... El hundimiento no pasa ya desapercibido al visitante: las estaciones de metro se desbordan de vagabundos y mendigos, y por las calles de la capital se prostituye en masa la pobreza... El hambre asola... Pedro, un caos y una miseria. Hungría va hoy de cabeza al Tercer Mundo. Se deja colonizar por Occidente, agita la bandera del nacionalismo patriotero para distraer a la opinión, cifra su única esperanza en colonizar asimismo a otros países y se desvive por penetrar económicamente en los Estados más débiles del área, surge el peligro de la guerra con los vecinos, se incuba el fascismo... Nadie cree ya en la política. Se descubre a los antiguos comunistas liderando partidos liberales, católicos e inclusive monárquicos... Y esta nueva democracia húngara sanciona la hegemonía del colectivo que siempre detentó el poder, la nomenclatura, que, convertida ahora en burguesía dominante, puede por fin disfrutar de sus riquezas, acumuladas por el usufructo de la dirección política bajo el comunismo, y explotar sin los límites de antaño al pueblo trabajador..."

"Sin embargo, este gran engaño de la transición también tendrá su noche. Genera su propio descontento, su propia decepción -particularmente en los núcleos clásicos del proletariado y entre los sacrificados campesinos... Y, recuerda Pedro, en la base de todo este desarrollo se sitúa aquella pretensión de tomar el Cielo por asalto, de querer obviar una de las fases del desenvolvimiento histórico. Éste es el Estigma, ésta la Tragedia, de todas las revoluciones del Tercer Mundo, en Latinoamérica, África o Asia. Y ésta es la razón por la que todas fracasaron, por la que todas se consumen en el horror del estalinismo o desaparecieron -lo cual considero hoy mejor. Yo ya casi me alegro de que nosotros no hayamos triunfado, a pesar de todo, en Chile... No quiero pensar qué habría sido de un Chile socialista... Estaría en el mismo punto de todas las revoluciones comunistas prematuras del mundo... Mejor así, mejor esperar..."

El "Ibolya" ha cambiado. Dejó de ser estatal. Ahora responde plenamente a las expectativas de la época. Lo regenta una cooperativa de gente joven, que se ha beneficiado del giro en la política económica. Sigue siendo sucio, pero esta vez como por una recomendación de estilo y a fin de explotar la estética del desaliño. Cuando el camarero se acerca a la mesa, lo primero que hace es darle la vuelta al mantel de cuadros para que no se vean las manchas, manteniendo fresca en los labios, casi atruhanada, una sonrisa de saberse comprendido y perdonado. Y ya no luce un traje de chaqueta marrón sufrido. Los nuevos dueños-trabajadores son todos hombres. Llevan, sin excepción, el pelo largo, pero en orden, recogido o engominado, limpio en apariencia. Visten bien. Ni siquiera de diario... Visten como si salieran de copas. Pantalones vaqueros de marca, preferentemente Levis, camisetas informales, calzados deportivos de importación (Nike casi siempre)... Muequean al servir, pero con una afabilidad corrompida por el interés, quemada por el trabajo. Su clientela parece haber pasado de cabo a cabo por un filtro: ya no hay obreros, y se ven muy pocos profesores. Se diría que estamos en un garito de estudiantes. La música contribuye deliberadamente a ello: jazz, rock sinfónico, rock duro... Por alguna razón, que no termino de discernir, abundan los jóvenes africanos y asiáticos. Hay pocos húngaros, y ningún latino.

Han arrancado los focos del techo, y repintaron las maderas. El local recuerda ahora la lobreguez de una cueva, persigue terca y toscamente un efecto de penumbra de sótano. Se fuma en él sin descanso, y ese exceso de humo forma parte también de la decoración. Aunque el negocio sigue siendo modesto, se aprecian por doquier regularidades de diseño: colores apagados dentro de una gama que va del marrón al rojo, más madera y menos metal. Rejas interiores en las ventanas con escenas de hurto y violación a modo de vidrieras. Desapareció la plancha de Pepsi, aunque en su lugar cuelga ahora, brillosa y soberbia como un estandarte, una de Coca-Cola. En la barra, pegatinas de Levis, de Marlboro y de Nike. Como triste signo de los tiempos, en una leja tras el mostrador, unas babuscas de estilo ruso: Marx, la más grande, y Gobachov la más pequeña, pasando por una mediana que representa a Stalin... La comida ha ganado en presentación lo que ha perdido en cantidad. Beber, en el nuevo "Ibolya", no está ya al alcance de todas las economías. Por supuesto, ha dejado de interesarme. No volveré a ser su presa...

Me enzarzo, enseguida, en una discusión con Edgardo. Le reprocho el teleologismo de su interpretación, la creencia mesiánica en un desenlace comunista de las luchas, su anacrónica fe en las fases de la historia, el componente metafísico de su concepción del tiempo histórico y del devenir, sus compromisos con el logocentrismo occidental, etc. No tengo, me digo en un desmayo de la polémica, derecho a ello... Con su versión de la crisis del Comunismo, Edgardo ha debido reconocer ya, previamente, y de forma dolorosa, el error de todo su existir y casi todo su anhelar, el absurdo de su biografía de luchador: jugarse la piel por la Revolución en Chile cuando, admite hoy, fue una suerte que no triunfara en su empeño; padecer persecuciones y exilios por estar equivocado; combatir en varias guerrillas latinoamericanas y africanas en beneficio de experimentos sociales condenados de antemano al horror del estalinismo; haber desperdiciado su vida, en suma, su vigor físico y su talento, luchando cuando aún no era la hora de luchar o haciéndolo en el frente de la confusión, y tener que asumir hoy, desgarrado y arrepentido, su parte de responsabilidad, su parte de complicidad, en regímenes despóticos que hubieran irritado a ese Marx que tanto había leído y por quien, en último término, peleaba...

Reconocer eso y seguir en pie, jugando todavía a la crítica y al pensamiento, ya casi parece un milagro. Edgardo se mantenía en su sitio, no obstante, gracias a dos muletas que yo pugnaba por quitarle de las manos: la dureza de su convencimiento marxista, de su fe en el comunismo venidero, que arrancaría por fin al hombre del Reino de la Necesidad, como no había ocurrido en el Este por impaciencia y sabotaje; y la candorosa suposición de que sus tesis del Asalto al Cielo, de la Fortaleza Sitiada, del Comunismo de Campamento y del Comunismo Boutiquero (hermosas en sí mismas, al margen de su relación con la realidad), podían ser compartidas por alguien, atravesar la noche de la Cultura con la elegante presteza de una bandada de palomas surcando tristes celajes de otoño... Ese doble socorro le permitía de alguna manera conservar la paz interior a pesar del enigma que se cernía sobre su vida y su lucha: se había equivocado de estrategia, pero no de pensamiento; había malogrado su juventud y hasta su madurez, en pos de una causa condenada, pero todavía podía luchar con su pluma, con su cerebro, en favor de una correcta comprensión de lo que sucedió y de lo que estaba sucediendo en el mundo.

www.pedrogarciaolivoliteratura.com

 

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