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Pensamiento :: 15/04/2010

En el primer aniversario del fallecimiento de Abel Paz, anarquista e historiador

Agustín Guillamón
Que la muerte del autor de una obra como ésta no sea noticia destacada en los medios de comunicación no es una casualidad.

Diego Camacho, más conocido por su seudónimo “Abel Paz”, había nacido en Almería el 12 de agosto de 1921. Falleció en Barcelona el 13 de abril de 2009.

Militante anarquista, autodidacta e historiador; autor de una plagiadísima biografía sobre Durruti, que ha sido traducida a catorce idiomas. Conferenciante asiduo sobre anarquismo y revolución española, en medio mundo: de Europa y América Latina hasta Japón. Totalmente ignorado por la historiografía oficial, que desdeñaba su inmensa labor de historiador, por la sencilla razón de que era ajena al mundo universitario y los circuitos comerciales. Un historiador militante de la talla de Abel Paz sólo podía esperar el rechazo del mundo académico burgués. Revistas catalanistas y antilibertarias, que se llaman “de historia”, han ignorado siempre al militante e historiador Abel Paz, aunque no han dejado de publicar artículos que lo plagiaban ¿Odio al charnego anarquista? ¿Excluido por su idioma, por su militancia, por titulitis?

Dos o tres veces al año telefoneaba a Diego, para visitarlo al día siguiente en su casa. A quien no le conocía en profundidad, podía creer que Diego tenía un carácter duro, que su habla destemplada, con mucho taco y ningún complejo, podía agudizar hasta límites intolerables. Decía lo que pensaba, y pensaba lo que decía, tal era su “defecto”. Pero tras la primera impresión, si el interlocutor había superado el examen inicial, cuando se hablaba con él, en profundidad, de temas que le interesaban, podía accederse a su enorme calidad humana. Si un periodista, o entrevistador, no superaba el examen, podía ser víctima de mofas e insultos, hirientes como piedras lanzadas con honda. La casa de la calle Verdi, donde vivía, fue durante muchos años un centro de peregrinaje y acogida, internacional e internacionalista.

Recuerdo a Diego, a finales de los setenta, subido a una escalera de madera, encaramado a la fachada del portal donde habían vivido los anarquistas italianos Berneri y Barbieri, en el mismo edificio donde fueron detenidos por sus asesinos estalinistas. Desde lo alto de esa escalera, tras colocar una placa de cartón, que rebautizaba la plaza del Ángel como plaza de Camilo Berneri, improvisó un breve discurso, en el que glosó la figura de ese italiano internacionalista, revolucionario y anarquista.

Tenía Diego una enorme librería, que llenaba todas las paredes de la casa, desde el recibidor hasta el comedor-salón. Si uno se entretenía en leer los títulos, encontraba auténticas maravillas, sobre todo en francés, por razones de su largo exilio, en París. Los títulos sobre Marruecos eran realmente excepcionales. En sus archivos tenía una extensa colección de octavillas y folletos, editados en mayo del 68. Lo más importante, sin embargo, era su correspondencia con los más destacados líderes del movimiento anarquista español de 1936. Le pregunté sobre el destino de su biblioteca y archivos. Y entonces me explicó, muy socarronamente, la anécdota de la visita de un destacado profesor universitario, responsable de un importante archivo, de cuyo nombre no quiero acordarme, que quería hacerle una oferta por la totalidad de su excelente biblioteca, incluyendo la colección de octavillas y folletos sobre mayo del 68, y su valiosísima correspondencia. En esa oferta, que le hicieron hacia finales de los ochenta, Diego soñaba la posibilidad de una fuente de ingresos que le permitiera sobrevivir, editar futuros libros y financiar un ateneo. Cuando Diego escuchó la oferta del docto profesor, director de un importante archivo con abundantes recursos, no podía dar crédito a lo que oía: ¡cinco mil pesetas! De la apertura de un ateneo o centro cultural: nada. Diego le respondió, muy flemáticamente, que él era pobre; pero que nunca había sido un miserable, que su proposición era un insulto inadmisible a su inteligencia, y un desprecio a la biblioteca y archivos que pretendía adquirir. Lo echó de su casa a patadas, literalmente. Esa biblioteca y esos archivos YA NO están en Barcelona, porque la Cataluña del “tres por ciento”, denunciada por Maragall en el Parlamento, sin ninguna investigación posterior; esa de Palau con Millet, confeso y libre; de sardana, fútbol y fanfarria; corrupta y chulesca, era/es incapaz de financiar el ateneo-archivo que Diego soñaba crear ¿Pero qué puede esperar de las instituciones un anarquista, que lo es? En 1999 firmó el “Manifiesto. Combate por la historia”, que denunciaba las manipulaciones de la historia oficial,y su negacionismo de la existencia, en la España de 1936, de un magnífico movimiento revolucionario, que se enfrentó al golpe de Estado militar y fascista.

Cobró una mísera indemnización por sus años de encarcelamiento durante el franquismo, aunque fue suficiente para autoeditar su biografía, en varios tomos, mediante el “sofisticado” método de la caja de cartón: el dinero que se recaudaba de las ventas del primer tomo se iba metiendo en la caja, hasta que el dinero acumulado permitía editar el segundo tomo. Y así, el tercero y el cuarto. Al mundo cultural, catalanista y burgués, acostumbrado al despilfarro, le parecerá un método ridículo, cuando hay tantas posibilidades, para ellos: la voz de su amo, de obtener generosas subvenciones.

Una de sus últimas intervenciones públicas tuvo lugar en el homenaje conjunto a Nin y Berneri que, aspirantes a funcionario de partido, en busca de comedero, convocaron, como parte de su campaña para fundar una nueva opción electoral, que incluyera independentistas, oxidados trotskistas, estalinistas reciclados, poumistas resucitados y ácratas deilusionados. Uno de los organizadores del homenaje glosó, de este modo, la rotunda intervención de Diego Camacho: “A todo esto apareció Abel Paz, y se le invitó a hablar, y del hombre se puede decir cualquier cosa menos hipócrita. Cuando le tocó hablar dijo que Nin y Berneri no tenían nada que ver, y nos tachó a todos de falsos, menos mal que fue breve y acabó dando las gracias por la invitación. De nada, nunca más.” Ese “nunca más” fue roto, pocos meses después, por el mismo escribidor, en un obituario a Diego, que ya no se hacía eco del rechazo de Abel Paz a meter en el mismo saco al revolucionario Berneri, crítico del ministerialismo cenetista, y a Nin, ministro de justicia del gobierno de la Generalidad; ni, por supuesto, de su condena a esa coalición electoral independentista y frentepopulista, que el escribidor comenta así: “Abel se fue haciendo cada vez más cerrado en sus posiciones”.

¡Abel Paz era “tan cerrado”, que siempre estaba abierto al debate, en cualquier tribuna, sobre todo con la gente joven, para incitarles a la acción, a la rebelión, al inconformismo y a la lucha contra el orden establecido! Toleraba mil y una discrepancias, si los métodos y el objetivo eran subversivos. Nuestras diferencias fueron creciendo con el paso de los años, y nuestros análisis sobre el 36 eran cada vez más divergentes, sin que ello afectara nunca el trato personal y el respeto mutuo. Diego siempre había diferenciado acertadamente entre revolucionarios, fueran o no anarquistas, y falsarios charlatanes, a quienes no dudaba en desenmascarar donde más les dolía: en su mentira y en su reformismo esencial.

Últimamente las paredes de su casa estaban desnudas: los libros habían desaparecido, su conversación se enriquecía con largos y angustiosos silencios, que se abrían a los grandes interrogantes de la existencia humana, y de una sociedad capitalista, ajena y hostil, que durante toda su vida había luchado por destruir, para levantar un mundo nuevo “que ya crece en nuestros corazones”. En nuestro último encuentro volvimos a hablar, como siempre, de la guerra y de la revolución. Y del por qué, y de cómo se perdió todo. Tras un prolongado silencio, susurró que “da igual, porque la alegría y la libertad vividas durante quince días de revolución, justifican toda una vida de penurias y desilusiones”. En su pupila parecía arder aún el reflejo de las llamas purificadoras de iglesias y conventos. Más de setenta años después, en sus ojos prendía un fuego irreductible: habían visto la revolución en las calles de Barcelona. Y eso, nadie se lo podía arrancar, era suyo.

La obra de Diego tiene una característica, que la historia académica ignora y desprecia, porque escapa a sus cuitas comerciales, su imposible objetividad y sus pretensiones científicas: cuando Diego escribía, o hablaba, lo hacía sin jugar nunca con las palabras, porque antes de escribir, o de hablar, se había jugado la vida por el significado de esas palabras. Otra cosa, que los académicos ignoran y desprecian, es el hecho de que gran parte de sus investigaciones, de sus lecturas y de su obra se realizó tras una larga jornada laboral, robada al sueño y el descanso. Le movía la pasión por la revolución; historiaba la del 36, porque era su forma de luchar por la próxima.

Algunos títulos, quizás los más importantes, de la extensa obra de Diego:

Durruti: el proletariado en armas, reeditado en 1996 como Durruti en la revolución española.
Crónica de la Columna de Hierro
Paradigma de una revolución
Al pie del muro (Memorias 1942-1954)
Los internacionales en la Región española
Entre la niebla (Memorias 1939-1942)
Chumberas y alacranes (Memorias 1921-1936)
Viaje al pasado (Memorias 1936-1939)
La cuestión de Marruecos y la República española
CNT 1939-1951. El anarquismo contra el Estado franquista

La filmografía sobre Diego, o en la que intervino como guionista, constituye todo un capítulo aparte. Que la muerte del autor de una obra como ésta no sea noticia destacada en los medios de comunicación (salvo la prensa anarquista y una breve nota en “El País”, a quince días de su fallecimiento), ni sea tema de amplios comentarios en las revistas especializadas de historia contemporánea, no es una casualidad. Diego estaba/está en la lista negra de los autores impublicables, que “no existen” porque son irrecuperables y peligrosos. Y ése es el mejor elogio para el autor de la biografía de Durruti, para sus luchas y sus investigaciones. Creo que también es la mejor definición de esa prensa, porque memo es quien ignora adrede cuanto debiera saber.

La Fundación Anselmo Lorenzo, que Diego contribuyó a crear, ha reeditado la mayoría de sus libros. Su lectura es, hoy, indispensable para comprender la guerra y la revolución españolas de 1936. Diego se fue ya hace un año; nos queda su trabajo, nos dejó su pasión.

 

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