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Estado español :: 18/05/2018

Entre las islas

Belén Gopegui
Cada vez son menos los caminos que conducen a otra parte.

"Como todos sabemos, la realidad es solamente un complot. Según cuentan algunos eficaces paranoicos (los paranoicos son las antenas más sensibles de que disponemos para detectar el manipuleo del alma), ELLOS han colocado un poderoso dispositivo de trasmisión en la mente de todos los seres humanos y mediante ese ingenioso procedimiento transmiten sus órdenes. El dispositivo básico es el lenguaje, la transmisión es la cultura. ¿Qué programas transmiten? De todo un poco, pero se trata de que las cosas se queden quietas, que las cosas no bailen, ni brillen, no estallen como supernovas ni anden orgasmeando. ¿Quiénes son ellos? No hay información precisa, pero están por ahí adueñándose del mundo".

Este fragmento pertenece al texto Los brujos de la aldea, publicado por Enrique Symns en 1986 en la revista Cerdos & Peces. Lo recuperó para la red el blog Mano de Mandioca en 2012 y, en 2013, el blog Derecho a Leer. Ambos dejaron de actualizarse hace meses o años. Porque la red, aquella inmensa biblioteca que era para todas las personas, está encogiendo. Nuevas conexiones, nuevos nombres, o a veces los mismos, dentro del recinto de una pocas circunferencias sociales.

En cambio, fuera, más allá de las islas cercadas, aquel espacio maleable y sutil, aquel “oculto sistema circulatorio en el que, cuando menos, bracear es posible” (Historia de no, Mercedes Soriano), mengua y al ir en busca del lugar recordado, de la página sin remite conocido ni exigido, se cuentan bajas. Cierto que, algunos días, asentimos levemente cuando el matemático y estadístico Nassim Nicholas Taleb afirma, al margen de nociones médicas, en alusión a una actitud: “La paranoia es la mejor estrategia para sobrevivir”. En economía, sin embargo, estamos más cerca de Mark Fisher: lo más parecido a un poder gobernante con lo que contamos hoy, dijo, es una miríada de intereses nebulosos que ejercen la “irresponsabilidad empresarial”.

No obstante, más que la premeditación importa el resultado: tanto si hubo plan como si no, los espacios entre las islas cercadas se vacían, cada vez son menos los caminos que conducen a otra parte. En el fondo del océano, mientras atraviesan un cable de fibra óptica del grosor de un cabello que, rodeado de capas de seguridad, adquiere el diámetro de una manguera, tus datos no pueden bracear. Cortázar escribió —sobre un reloj, pero...—: cuando te regalan un móvil (con sus sistemas operativos) te regalan un calabozo de aire. Y parece que sí, que se trata de que las cosas, y las vidas, se queden quietas, no bailen, ni brillen, “no estallen como supernovas ni anden orgasmeando”.

En su libro El Dorado. Una historia crítica de internet, Enric Puig Punyet, con un tono que transmite calma, difícil de encontrar hoy en los ensayos, invita a preguntarse, por ejemplo, qué habría pasado si en lugar del hipervínculo de Berners Lee hubiera prevalecido el jumpcut, el vínculo de salto ideado por Ted Nelson que no hacía desaparecer la página actual para llegar a la del enlace, sino que hacía emerger el elemento enlazado en paralelo.

¿Navegaríamos de otro modo; aprenderíamos, tal vez, otros sentidos? ¿O podría haber tenido Google el valor de apostar por una manera no jerárquica de presentar sus resultados: conjuntos, quizá, redes, árboles, estructuras tomadas de cuadros de Paul Klee? ¿O cómo habría evolucionado nuestra historia digital si los blogs no hubieran podido y/o querido acceder a sus estadísticas, si hubieran seguido siendo mensajes lanzados al mar? No añora Puig Punyet, imagina.

El Salto

 

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