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Pensamiento :: 17/03/2006

La decadencia del Imperio

Nel Ocejo Durand
No saltan alambradas ni viajan en pateras, no tienen identidad personal reconocida y se intercambian los documentos entre ellos (¿quién habla y escribe en chino?), trabajan sin rechistar y se adaptan a cualquier situación, clima o régimen político; sus invasiones no producen temor sino regocijo entre la grandes multinacionales de distribución de sus productos...

"Los bárbaros siguen aumentando su presión sobre las fronteras de las provincias periféricas del Imperio". No se trata de una frase extraída de una de las crónicas de Orosio o de Zósimo sobre la realidad de su tiempo, poco antes de la definitiva caída del imperio romano tras una crisis que duraría más de dos siglos.

Por desgracia, es una noticia de nuestra actualidad, aunque la costumbre y la repetición de los mensajes la haga olvidar poco después de haberse producido. Los magrebíes y subsaharianos que tratan de cruzar el limes Mauretania, que delimita las fronteras del "primer mundo" en su vertiente meridional, y son golpeados y tiroteados desde ambas partes de los confines, separados por la deletérea valla que no deja de subir en altura, no es probable que conozcan la historia de Roma, ni tan siquiera les interese su propia historia. Lo que les interesa, primordialmente, es entrar en alguna de las provincias del imperio actual para escapar del hambre y las miserias a las que les ha condenado una desmesurada ambición de bienestar.

Y, sin embargo, repiten, inconscientemente, lo que los pueblos nómadas, germanos (marcómanos, alamanes, godos, francos, etc.) y eslavos hicieron a su vez con las fronteras del imperio romano, también empujados por el hambre y la explosión demográfica a la que se vieron sometidos y la de otros pueblos en expansión. El limes, la frontera de aquellos tiempos, estaba protegida en su mayor parte por algo que aún no ha cambiado de nombre: el vallum ( valla es su plural, en latín). Lo que sí ha cambiado son las armas, que ahora son de fuego, y las complicidades de los cooptados por el imperio para defender sus intereses: los reyezuelos y presidentuchos colocados estratégicamente en los países colindantes a esas mismas fronteras, con objeto de controlar a las poblaciones hambrientas e impedirles el paso, lo cual no siempre están dispuestos a mantener si no se les aumenta la annonae foederatae pactada, el dinero que paga sus servicios.

Mientras la dinastía alauita dejaba a la merced a estos prófugos de los desastres "humanitarios" cotidianos en sus respectivos países, permitiéndoles acampar alrededor de las colonias españolas en espera de una oportunidad para infiltrarse, con varias argucias y expedientes, en el deseado mundo de los ricos, el problema de la presión en la frontera no había adquirido los tintes apocalípticos que en estos días ha asumido la situación: se "limitaba" al arriesgado trajín de pateras, cuyo contenido material era arrojado al mar por las patrulleras encargadas de la vigilancia costera (sin necesidad de abordaje, basta su sola presencia, el oleaje de su estela) con objeto de crear un nuevo parque temático submarino, para lo que llamaron a todos los escualos del Atlántico para participar como protagonistas en el banquete invisible, junto a delfines y balénidos que hacen las delicias del nuevo turista acuático muy sensibilizado con la protección de la fauna marina. A no mucho tardar, veremos a los hijos de estos naturalistas impecables pidiendo a sus padres que les compren un "cucurucho de marroquí" para echar de comer a los grandes peces que pululan por las aguas del Estrecho con una aleta triangular que sobresale del agua.

Siguiendo los consejos del ministerio de exteriores español, que desde hace algunos años culpaba al gobierno marroquí de laxitud y connivencia con los desheredados que esperaban su oportunidad, hacinados en las playas o alrededor de las plazas fuertes de Melilla y Ceuta, y alargando la mano para recibir los dineros de Europa a cambio de su complicidad en los crímines contra los futuros "inmigrantes" (título con el que ahora se conocen los bárbaros de antaño), el déspota alauita ha tomado cartas en el asunto y se ha decidido por la deportación en masa de los miserables hacia sus lugares de origen, es decir, abandonándolos en medio del desierto para que sea la propia naturaleza la que se encargue de su exterminio; eso sí, en vez de arrastrarles por los caminos polvorientos, encadenados de pies y manos, como nos tiene acostumbrados a ver la cinematografía hollywoodiense, se les conduce en "cómodos" y modernos autobuses, y las pesadas cadenas se han sustituido por las más prácticas "esposas"( aunque la mayoría de ellos sean célibes).

De este modo, se incumplen todos los acuerdos firmados por España en relación con la inmigración y el estatuto de refugiado, político o humanitario, que tuvieron en Ginebra su sede internacional. Atemorizados por la inflación de inmigrantes, que sólo en el país alcanzan más del 10% de la población total, los gobiernos "democráticos" actúan "humanitariamente" ante el descalabro estructural que se les avecina: aumento exorbitante de bolsas de parados, que competirán entre sí por la miseria de un puesto de trabajo precario, entre autóctonos y extranjeros; racismo violento derivado de la competencia y de la mutua ignorancia entre diferentes culturas, obligadas a convivir en circunstancias de pobreza y otras calamidades derivadas del hacinamiento en lugares insanos; aumento de la delincuencia organizada y de la que espontáneamente surgirá en tales condiciones de emarginación y explotación; aumento de la sensación de inseguridad de parte de las clases medias, que se ven ya amenazadas en su cotidianidad basada en el hedonismo intrascendente y están convencidas de que peligra su libertad de consumo y ostentación de bienes materiales con tanto andrajoso suelto por las calles; aumento del número de policías y asimilados (que la protección privada es ya una realidad incontestable), tanto como de los servicios secretos de seguridad del Estado, en vistas al incremento de la actividad de lucha armada por parte de grupos organizados entre los propios inmigrantes, que toman conciencia de la precariedad e inutilidad de sus esfuerzos en una sociedad que se aprovecha de ellos al tiempo que los rechaza como seres humanos..., por no citar el fenómeno de la deslocalización de las empresas multinacionales, que buscando mejorías en sus beneficios se instalarán en los países emergentes del Este europeo, con una mano de obra muy cualificada y barata, lo que agravará, si cabe, la situación en los países occidentales.

En fin, una realidad que sumada a los desastres naturales que se suceden sin solución de continuidad a lo largo y ancho del planeta, arrasado por el desarrollismo incongruente al que estamos votados y que parece no tener cuenta de la inexistencia de recursos para todos los que quieren seguir el denostado ejemplo del capitalismo desbocado, configura un escenario que haría las delicias de los productores cinematográficos estadounidenses, los cuales periódicamente propinan espectáculos que, en su ficción, no logran alcanzar las cuotas tremendistas de la realidad actual, la cual, como de todos es sabido, supera ampliamente la imaginación de los guionistas más estrafalarios. La estética "fin del mundo" se abre paso en las mentes infantilizadas por el terror, ficticio y real, a la que les somete el mercado cinematográfico y el Estado.

El extenuado continente africano, al borde del colapso total, es el reflejo palpable de la política criminal que se está llevando a cabo desde hace milenios, mucho antes de la expansión del imperio romano y su capitalismo de Estado: el antiguo imperio egipcio ya consumaba la deportación de esclavos y el traslado de enteras poblaciones según sus intereses económicos y políticos. África, cuna de la humanidad, es también la cuna de todas las injusticias y los crímines de Estado registrados por la historiografía desde los albores de la civilización. Pero también, África ha sido el escenario en el que se han derimido las luchas por el poder de muchos de los imperios que la han sometido para desaparecer poco después; víctima y espectador de las peores masacres que la humanidad haya jamás conocido, ante el peligro de desaparecer como continente poblacional, África representa el desolado futuro que espera a la humanidad desorientada por la ausencia de un proyecto común de convivencia planetaria: hambre, enfermedad, epidemias, guerras civiles sin fin, genocidios y carencia absoluta de todo lo que hasta ahora se había tenido como imprescindible para justificar la condición "humana".

Lo que da sentido al sentimiento de decadencia, que se expande en nuestras sociedades de forma subrepticia, es precisamente la imposibilidad de soluciones para enfrentarse con la actual situación: por muchos homicidios que cometan la gendarmería marroquí y la Guardia Civil en las fronteras que pretenden defender, la entrada de inmigrantes en los países súbditos del imperio, la "invasión de los bárbaros", es imparable. Hasta el secretario de las Naciones Unidas, ese corrupto negrito sonriente al que han puesto en su cargo, para lavarse la cara, los poderosos del poder racista del planeta, lo admite abiertamente en sus últimas declaraciones, durante la ceremonia llevada a cabo por los gerifaltes latinoamericanos reunidos recientemente en Salamanca. Porque, o se deja entrar a todos los pobres en nuestra sociedad o se permite que entren los productos de los países de donde provienen los inmigrantes.

Pero como no es posible ninguna de las dos alternativas, el imperio actual está destinado a desaparecer; puesto que cualquiera de ellas supondría una situación límite, imposible de soportar para los que basan la economía en su propio enriquecimiento a costa de los demás, ya sea por mor de la seguridad y la precariedad del trabajo con un aumento de mano de obra desproporcionado, ya sea por evitar el "empobrecimiento" de los agricultores europeos, que gozan de subvenciones y ayudas que mantienen altos los precios para garantizar la riqueza de terratenientes y avispados "campesinos", a la vez que se exportan los productos a precios irrisorios en nombre de la Unión Europea, causa primordial del pauperismo constante de los países productores subdesarrollados, que no exportan más que lo que tienen: sus pobres cosechas que sufren la competencia de los precios de las de los países ricos.

Por tanto, la sensación de inseguridad, los temores cotidianos a los que la población, cada vez en mayor medida, se verá sometida, ha de ser la constante hasta la caída del último de los imperios occidentales, el imperio estadounidense. Sí, también este imperio caerá, aunque todavía luche con sus últimas fuerzas por defender los privilegios obtenidos con métodos criminales, aunque engañe sistemáticamente a su población con ilusorias promesas de victoria. La tenaza tendida por la insurgencia armada en el mundo islámico, la presión de los "bárbaros" en las fronteras y la falta de combustibles fósiles para mantener los actuales niveles de consumo se cerrará, inevitablemente, sobre un sistema capitalista que ha perdido su base ideológica (hace mucho que ha dejado de existir el espejismo del libre mercado) y su justificación moral de "defensor" de los derechos humanos (que sería más conveniente abolir para maniobrar sin tantos obstáculos en la represión de todos aquellos que se pueden convertir en enemigos del régimen, como ya apuntan los varios ministros del interior de los países "democráticos").

El recurso a las dictaduras, a la violación de los derechos civiles, al Estado-policía y el terror generalizado no son más que los síntomas de una decadencia in crescendo. La decadencia de los símbolos del capitalismo convertido en corporativismo fascista va acompañada de la decadencia moral de sus ciudadanos: ¿hasta cuándo se podrán soportar las imágenes de los crímines cotidianos sin que la población se neurotice y haga gala de sus peores instintos recurriendo a la violencia desenfrenada para defender su bienestar, sin el cual son ya incapaces de sobrevivir en un mundo privado de sus valores más elementales? "Hasta que nos las quiten", sería la respuesta de la gente que ya ha asimilado su decadencia moral y no le da mayor importancia a la situación de inmoralidad permanente en la que transcurren sus vidas. No serán las masas cooptadas por la corrupción (la "corrupción de las masas" no es el último de los temas orteguianos sino una realidad "palpable") las que reaccionen ante tales desmanes, paralizadas, como se encuentran, por el veneno consumístico que los poderes les han inoculado en sus primitivas mentes.

Por el contrario, hay quien piensa que la situación se hace día a día insostenible para el imaginario colectivo basado en la simbología del Poder y recurre a la historia para recordar los procesos del pasado: el primero de los símbolos del poder imperialista, las torres del Trade World Center, centro neurálgico del comercio mundial, ya cayeron. El Coloso de Rodas, símbolo del poder marítimo comercial y militar de la talasocracia griega, cayó, y el imperio desapareció. En el 410 de nuestra era, el visigodo Alarico saqueó Roma sembrando el pánico entre la población urbanita, que desde hacía más de ocho siglos (el galo Brenno -¡vae victis! - en el 387 a.C.) no había conocido una catástrofe semejante. La llegada de los vándalos, en el 455, fue la gota que colmó el vaso en aquel clima de inseguridad creado por la incursión visigoda. Veinte años después (476) el hijo de un bárbaro, Rómulo Augústulo, el último emperador, viene depuesto por su rival, Odoacro, sentenciando definitivamente la caída de un imperio que había agotado su poder de convicción ante sus propios ciudadanos, que prefirieron ser súbditos de los bárbaros antes que de sus propios corruptos gobernantes.

Las causas de la desaparición de este imperio han sido objeto de numerosos estudios a lo largo de la historia. La mayor parte de los especialistas están de acuerdo en conceder a las "causas morales" una importancia decisiva en el desarrollo de los acontecimientos, tanto como lo fue la repercusión psicológica del saqueo de la capital inviolada del imperio entre todos sus habitantes. Sin embargo, fue la captación de esos mismos bárbaros para realizar las tareas más "indignas", que requerían esfuerzo y eran rechazadas por las clases acomodadas romanas, tanto como el servicio en el ejército, destinado a combatir a los propios bárbaros, lo que desencadenó su integración paulatina en el imperio: un largo proceso de infiltración consentido que representaría una causa más decisiva que la de las propias invasiones en el desenlace final.

El hedonismo importado de Oriente corrompió hasta las raíces más profundas las bases morales del imperio: la riqueza individual, el continuo agasajo de los apetitos "carnales" (sobre todo gastronómicos), la ostentación y otros ritos que no resultan desconocidos a la actual sociedad imperial, fueron síntomas y causas de la decadencia, las "arenas movedizas" sobre las que se basaba la convivencia en aquellos tiempos como en el presente: los germanos reclamaban tierras para asentarse dentro de las fronteras del imperio y crear sus propios reinos al margen del poder imperial; los hambrientos reclamaban su tributo alimentario al que estaban acostumbrados como plebe ciudadana, soñando con el final de una injusticia permanente y estentórea, de una degradación moral para ellos inconcebible e inalcanzable, y ambos lo lograron.

El acuerdo sobre la importancia de los símbolos en una sociedad de la Antigüedad como la romana parece ser unánime: la mentalidad de sus individuos estaba regida por "ideas" ancestrales, impregnada de la superstición en la que les sumían las numerosas religiones y liturgias existentes, no obstante la cristianización, más de iure que de facto, de los últimos romanos. ¿Lo es también en la actualidad, tanto como para justificar esa sensación de "fin de un imperio" que trastornó a los ciudadanos de la antigua Roma? Habría que preguntarse cuál es la mentalidad de las masas alienadas del conocimiento, que sustentan el actual imperio, para responder razonablemente sobre la cuestión.

Ateniéndose a las tesis de la psicología analítica, no parece que el desarrollo tecnológico haya sido seguido de un desarrollo psicológico de los individuos en igual medida. Es más, la actual ostentación de símbolos "partidistas" y de la monarquía: las banderas, los escudos... toda la panoplia de la que se sirven los dirigentes y gobernantes, apoyados por los medios de comunicación que controlan (todos, sin excepción) y coadiuvada por esa otra parafernalia mediático-deportiva, dejan bien en claro la actual vigencia de un simbolismo estatal del que han hecho partícipe a las masas, ignorantes de todo cuanto sucede a su alrededor y en el interior de sí mismas, inconscientes de tener una conciencia y un subconsciente. Carl Gustav Jung ya se interesó del fenómeno de la pervivencia de los símbolos en el denominado "inconsciente colectivo", tanto como de su formación a lo largo de la historia y de sus pensadores más prominentes. En la génesis del símbolo, el científico suizo señalaba: "Con su separación del objeto la libido se transfiere al interior del sujeto, donde vienen activadas las imágenes del subconsciente. Estas imágenes son formas de expresión arcaicas que resultan símbolos, los cuales a su vez se representan como equivalentes de objetos relativamente privados de su valor.

Este proceso es tan antiguo como la humanidad, puesto que se encuentran ya símbolos en los restos prehistóricos así como en los tipos humanos de inferior nivel todavía hoy existentes."(Tipos psicológicos, 1921). Se podría añadir que la mayoría de la población actual responde a ese "inferior nivel", si no se quiere recurrir a la demagogia para obtener buenos resultados electorales; por lo cual, la vigencia de una visión simbólico-afectiva del mundo de parte de la mayoría de la población, interesada principalmente en el consumo de "objetos", hace inútil ampliar la discusión sobre el particular: los deseos, conscientes e inconscientes, de esas personas son dirigidos, por el automatismo de la publicidad y de la imitación, hacia los objetos, constantemente renovados (con el fin de mantener activo el proceso), que les proponen los mecanismos del mercado, no dejando ningún espacio en sus mentes para la reflexión, todo lo cual reduce su cosmogonía, su visión del mundo, a los aspectos simbólicos de la existencia que les dicta su inconsciente: los símbolos de su status social.

Parece evidente entonces que la sensación de pérdida de los símbolos que sustentan los poderes, es decir, el Estado, puede significar una desorientación psicológica en gran parte de la población. Lo cual nos situaría en el escenario inmediatamente anterior a la caída de un imperio. No obstante, no es mi propósito realizar paralelismos ineficaces ni caer en el más burdo de los anacronismos: la historia no se repite en los hechos sino en las mentes de los que los provocan. La ambición de poder, la crueldad, la locura y la insensatez no son patrimonio del pasado, se repiten constantemente en las mentes diseccionadas de los ambiciosos, crueles, locos e insensatos, a los que, paradójicamente, se han confiado los destinos de la humanidad. ¿Existe otra prueba más irrefutable del primitivismo mental de las masas, que les encumbran por medio de la escenificación del consenso electoral? Ésa y no otra es la demostración de la decadencia del imperio y de la de los individuos-masa que lo apoyan y sustentan.

Se puede poner en duda cualquiera de los elementos de esta exposición, lo cual es conveniente para activar las conexiones neurológicas que dan vida a las ideas, para disolver los "grumos" neuronales que provoca la falta de uso de la mente (Lledò). Y no será este espíritu decadente que se ha debatido hasta ahora el que empujará definitivamente el imperio hacia su caída. Hay otros elementos en la actual situación geopolítica del planeta que resultarán más determinantes: el ascenso de un imperio joven, y a la vez el más antiguo de los que tiene noción la historiografía, que reclama su protagonismo en la historia desde el otro extremo del continente euroasiático: China.

Inevitablemente, por mucho que lo niegen los historiadores adictos a la historia oficial, esa manipulación constante que se hace pasar por "científica", la dinámica de la sustitución de imperios a lo largo de la historia está ahí para demostrar lo irremediable: durante el pasado siglo se verificó la sustitución del viejo imperio británico por el jovencísimo estadounidense; la primera guerra mundial significó la desaparición de los imperios centrales (austro-húngaro, otomano y ruso), lo que consolidó la emergencia del recién nacido imperio occidental (EE.UU.). Tras la segunda guerra mundial, la desaparición del III Reich, el potente imperio alemán, permitió que se renovase el antiguo imperio zarista en la figura del "zar rojo", Josef Stalin, vencedor material de la contienda bélica. El nuevo imperio de la U.R.S.S., un imperio oriental, duró poco más de setenta años. La aceleración histórica a la que nos somete el desarrollismo paranoico, en el que han situado a todas las sociedades los dirigentes ocultos del planeta -que los títeres de la representación de la política mundial tienen amos- (en poco más de cien años ha habido cambios para los que se necesitaban siglos: el imperio romano duró casi cinco; el hispánico casi cuatro; el inglés casi tres) no consiente dilaciones: un nuevo imperio está llamando a las puertas de Occidente; la infiltración es tan silenciosa como sus súbditos, pero terriblemente eficaz.

No saltan alambradas ni viajan en pateras, no tienen identidad personal reconocida y se intercambian los documentos entre ellos (¿quién habla y escribe en chino?), trabajan sin rechistar y se adaptan a cualquier situación, clima o régimen político; sus invasiones no producen temor sino regocijo entre la grandes multinacionales de distribución de sus productos... La Cina è vicina, el nuevo imperio está cerca, muy cerca, está ya entre nosotros, y no dejará mucho tiempo a la decadencia del imperio actual para que lo consuma definitivamente. ¿Quién se comerá el plato de arroz en el futuro; y quién el plato de Jabugo?

nocejo@hotmail.com

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