Las guerras de género: una estrategia de poder


Las transformaciones en las relaciones de género desde los años setenta fueron uno de los elementos centrales del cambio en valores que consiguieron transformar algunas sociedades de manera radical. El movimiento de mujeres y las guerras culturales que desencadenaron estuvieron inextricablemente unidas. Las cuestiones relacionadas con el aborto, pero también con las disidencias sexuales --la homosexualidad, el SIDA y la reacción conservadora a los derechos de los homosexuales--, formaron parte de aquellas confrontaciones que se han prolongado hasta nuestros días[1].
Hoy hablamos de guerras de género como una especificidad de las guerras culturales que hace referencia a los conflictos políticos y culturales centrados en cuestiones de género y sexualidad, donde diferentes grupos e ideologías compiten por influir en las normas, las políticas y las percepciones públicas relacionadas con la identidad de género, la expresión de género, y los derechos sexuales. Estas contiendas se producen alrededor de temas como los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales, la igualdad de género, el aborto, la educación sexual, y la representación de género en los medios y la cultura popular, e incluso podríamos hablar aquí de los debates sobre la violencia de género.
Estos conflictos giran alrededor de las luchas por el poder, la igualdad y el reconocimiento en un mundo que sigue redefiniendo lo que significa el género en el siglo XXI. Las guerras de género pueden ser funcionales a la lucha por el poder político de partidos y otros actores de la democracia representativa, pero pueden participar en ellas una miríada de actores diversos, algunos institucionales y otros movimentistas.
Las guerras de género son impulsadas muchas veces como reacción a cambios sociales y culturales que desafían las concepciones tradicionales de género y sexualidad. Pero no hay que olvidar que estos conflictos a menudo se convierten en campos de batalla que implican luchas más amplias por el poder, la autoridad moral y el control social, que reflejan posiciones políticas centrales para determinados actores[2]. Por tanto, en ellas no solo está en juego la lucha por determinados derechos y o medidas de reconocimiento simbólico, sino una lucha por el poder determinados proyectos políticos.
No deberíamos analizar estas cuestiones, pues, como si únicamente constituyesen una herramienta de agitación --aunque sin duda este aspecto es muy relevante-- sino que se deben contemplar como parte central del proyecto político de muchos de estos actores antigénero: defender el orden de género tradicional sirve para apuntalar el actual régimen de desigualdad. Podemos hablar aquí entonces de cómo el género y la sexualidad tienen esta doble cualidad: pueden ser centrales para el proyecto de las derechas radicales pero también son usados profusamente de manera táctica[3]. Esto último, además, constituye un hecho definitorio de la propia evolución de estas derechas, en lo que reside buena parte de su «radicalización».
Las guerras de género se convierten así en herramientas altamente funcionales para lograr o sostener gobiernos, generar coaliciones --entre religión y política o entre distintas religiones-- o articular grupos de gente de carácter reaccionario. Las cuestiones de género son óptimas a la hora de movilizar y agitar socialmente en momentos de desafección política. La sexualidad sirve porque permite construir fantasmas, crear apasionadas contiendas que desvían la atención de este mundo que se desmorona, generar identidad, condensar miedos y construir sobre las inseguridades vitales una dirección para vidas sin demasiado sentido, sobre todo colectivo.
De hecho, las cuestiones de género crean comunidades afectivas sobre las que sostenerse, y esto no se refiere únicamente a las comunidades formadas por disidencias sexuales o feministas sino también a las contrarias, a las que se construyen por oposición que también delimitan un nosotros. Este tipo de materias permiten construir un propósito social, un orden, una guía moral. El «odio» puede ser una cuestión identitaria. Pero ¿qué elementos están en juego en esta temática que concita una reacción tan visceral por parte de los actores ultras y, en general, de todo el espectro político?
Las guerras de género. La política sexual de las derechas radicales, de Nuria Alabao (Editorial Katakrak, 2025)
Pánico moral
Las guerras de género no son nuevas. Gayle Rubin ya las describía en los años setenta como confrontaciones públicas donde las definiciones y valoraciones sobre las conductas sexuales eran objeto de luchas encarnizadas entre «los principales productores de ideología sexual --las iglesias, la familia, los medios de comunicación pública y los psiquiatras--» y los grupos contra los que se dirigen estas confrontaciones[4] (fundamentalmente los activistas). Para Rubin, estos eran los «momentos políticos» del sexo, en los que las pasiones desatadas relativas a cuestiones morales eran canalizadas hacia la acción política y de allí al cambio social.
Ejemplos históricos de estos «pánicos morales» se reconocen en la historia desde el origen de la Modernidad. Así, la histeria ante la esclavitud sexual blanca --la «trata de blancas»-- de la década de 1880, las campañas anti-homosexuales de los años cincuenta o el pánico a la pornografía infantil de finales de la década de 1970, que ya intentaban vincular a los homosexuales con la pederastia[5].
El concepto de «pánico moral» fue utilizado por primera vez en relación con la cuestión homosexual[6] y es probablemente el ámbito en el que se han producido más campañas de este tipo. Pánicos morales son también los que se desataron contra la pornografía o la prostitución en los años ochenta del siglo XX por parte de la Nueva derecha, con ayuda de un sector del feminismo y que se denominaron «sex wars». En cualquier caso, como explica Jeffrey Weeks:
El pánico moral cristaliza temores y ansiedades muy extendidos y, a menudo, se enfrenta a ellos, no buscando las causas reales de los problemas y las características que muestran, sino desplazándolos a los «tipos diabólicos» de algún grupo social concreto --a menudo los «inmorales» o los «degenerados»--. La sexualidad ha jugado un papel particularmente importante en esos pánicos, y los «desviados» sexuales han sido los chivos expiatorios omnipresentes.[7]
Las actividades sexuales tienen la capacidad de condensar significantes relacionados con temores personales y sociales con los que no tienen por qué guardar relación intrínseca. Durante el estallido del pánico moral esos temores pueden relacionarse con alguna actividad o población sexual excluida o «marginal», consecuencia del sistema de estratificación sexual que organiza nuestro orden de género y proporciona blancos fáciles sobre colectivos sociales que, por lo general, carecen de herramientas para poder defenderse. El estigma contra los disidentes sexuales o las prostitutas los convierten en chivos expiatorios predilectos y moralmente indefendibles.
Este mecanismo opera normalmente de acuerdo con la siguiente secuencia: los medios de comunicación se indignan, la gente se comporta como una turba enfurecida, se activa a la policía y el Estado promulga leyes nuevas[8]. El pánico moral tiene consecuencias a dos niveles: la población objeto del mismo es la que más sufre, pero los cambios sociales y legales afectan al conjunto de la población[9].
En algunos ejemplos recientes se observa como la cuestión de la homosexualidad o la identidad de género son elementos centrales de esta tecnología del miedo. Así, hay municipios que se declaran «Zonas libres de personas LGTB» en Polonia, se despliega la campaña «contra el borrado de las mujeres» --lanzada en España desde un sector del feminismo transexcluyente para tratar de frenar la ley de autodeterminación de género-- o se promulgan distintas leyes que prohíben hablar de homosexualidad a los niños en Hungría, Rusia y en algunos estados de EE. UU., como Florida.
Para activar estas campañas es necesario fabricar víctimas, al menos en el plano discursivo, lo que permite justificar las reacciones, ya sea en forma de nuevas leyes punitivas, de restricción de derechos o tratando de impedir avances legislativos. Como señala Rubin, por medio de la construcción de la víctima, cuestiones como la expresión de las disidencias sexuales, la prostitución, el porno o la educación sexual en las escuelas acaban por mostrarse como amenazas a la salud, la seguridad, las mujeres, los niños, la seguridad nacional, la familia o la civilización misma[10].
Las extremas derechas actuales son expertas en este tipo de instrumentación: emplean el escándalo, se mueven en los entretelones de los medios y de las presuntos «afectados», construyen a las víctimas --a menudo muy alejadas de las personas que realmente están en posiciones de mayor vulnerabilidad social-- y se victimizan a sí mismos. De este modo, logran uno de los principales efectos buscados en las guerras culturales y logran invertir los términos del debate: las disidencias sexuales, que precisamente en un primer momento se unen para contrarrestar su posición de rechazo social, se convierten en poderosos lobbies que cancelan o censuran la libertad de expresión.
Las víctimas privilegiadas de la derecha son siempre los niños; y en relación con la infancia, la propia institución de la familia, siempre vinculada al «orden natural o divino inscrito en los sexos»; también, últimamente, las mujeres y su seguridad. Un buen ejemplo de esto son las «guerras de los baños» lanzadas contra las personas trans para que no puedan usar los lavabos que corresponden con su género[11]. En países de medio mundo, este tipo de narrativas se vinculan a la homosexualidad y a la pederastia. Este argumento recurrente muta hasta encontrarse con las virulentas guerras contra la adopción de parejas homosexuales o la educación sexual e igualitaria, esa que «sexualiza a nuestros pequeños» o «los deja a merced de los pederastas»,[12] al tiempo que la familia se disuelve junto con la autoridad paterna, mientras todo es crimen y caos a nuestro alrededor.
En este marco encajan también la mayoría de los ataques que se lanzan contra la «ideología de género» o los discursos con los que se defienden las prohibiciones del aborto en muchos países, especialmente en aquellos lugares donde este derecho está conquistando algo de terreno, como América Latina. De hecho, el antiabortismo es uno de los aglutinantes de la derecha radical a nivel internacional y el punto de apoyo de una lucha ideológica mucho más amplia y absolutamente decisiva: el grado de autonomía y de libertad sobre la capacidad reproductiva de las mujeres, que no sean obligadas a parir o ser madres, afecta al estatus social de todas las mujeres, aborten o no[13].
Sexualidad y estructura social
Sin embargo, hablar de género hoy implica ampliar algo la perspectiva. Los pánicos morales no se lanzan solo contra los homosexuales y la «degeneración sexual», sino contra todas las personas que promueven la desestabilización del orden de jerarquías entre hombres y mujeres. Si bien el enemigo se amplía, el mecanismo es parecido. La política atraviesa aquí las cuestiones del sexo y del cuerpo de una manera radical. Pero es importante detectar también las tendencias subyacentes.
Bajo la pantalla de los escándalos y los pánicos morales no podemos pasar por alto que, en la mayoría de casos, estas campañas son en reacción a avances concretos, legislativos y políticos, pero también a cambios culturales que difícilmente se pueden detener. El binario de género lleva décadas en proceso de desestabilización, al igual que avanza la secularización de la sociedad, y esto sucede en todo el mundo, no solo en Occidente. Esta es la razón por la que la Iglesia católica se ha activado de manera tan militante desde los años noventa es por y en contra de este mismo proceso. Al tiempo que la sociedad se seculariza, lo religioso tiende a radicalizarse y a convertirse en movimiento militante.
Por eso resulta inevitable preguntarse acerca de la potencia de estas guerras de género hoy y de su capacidad de detener o bloquear derechos sobre la base de construir un poder político. Justo ahora asistimos a un evidente momento de involución, tal y como se ha visto con la aprobación de legislaciones sobre el aborto en EE. UU. En 2022, cuarenta años después de la histórica sentencia Roe versus Wade de 1973, que legalizó de facto el aborto en ese país, el Tribunal Supremo de Estados Unidos la anuló. No obstante, la inmensa mayoría de los estadounidenses, un 70%, está en contra de su derogación[14].
Esto da cuenta del increíble poder del lobby antiabortista y el persistente peso de la derecha religiosa en ese país, hasta el extremo de que el estado de Lousiana, por ejemplo, ha intentado equiparar a efectos penales el aborto con un asesinato. Vemos aquí un ejemplo donde minorías influyentes --con dinero, bien situadas políticamente y muy movilizadas-- han conseguido retrocesos importantes, mientras mayorías progresistas pero lábiles --no activistas-- han sido incapaces de preservar derechos conquistados previamente. A pesar de todo, la inercia cultural del secularismo y de la aceptación social de estos derechos no ha retrocedido. Han ganado la batalla política pero no han cambiado la sociedad.
Existen otros ejemplos en los que la expresión de estos pánicos tiene terribles consecuencias. Es el caso, por ejemplo, del provocado por la llamada «crisis de refugiados», instrumentalizada para desencadenar el terror a la «invasión» de los migrantes, cuyo resultado se ha cifrado en un aumento de apoyo a las opciones de extrema derecha y el crecimiento de las actitudes y las políticas racistas. Las nuevas extremas derechas son realmente eficaces desencadenando y fabricando crisis y alimentándose de las consecuencias de las mismas. Ejemplo paradigmático de ello son los asaltos sexuales en Colonia a principios de 2017, de los cuales se culpó a los refugiados. El caso fue luego instrumentalizado, entre otros, por Marine Le Pen que pidió un referéndum para cerrar las fronteras: «Temo que la crisis migratoria señale el comienzo del fin de los derechos de las mujeres»[15].
La cuestión sexual tiene la capacidad de galvanizar elementos inaprensibles desde un punto de vista racional. Lo sexual es construido como un espacio donde se cruzan el orden reproductivo y el mandato del placer a toda costa del capitalismo tardío, tabús y sacralizaciones diversas, así como miedos de contaminación de la inocencia primigenia representada en la infancia. La cuestión sexual está aferrada de manera inseparable a los elementos culturales que han construido el sexo bien como algo sagrado, bien como un impulso irrefrenable --en el caso de los hombres--, bien como una amenaza encarnada en todos aquellos que desafían el orden reproductivo con sus «desviaciones» consideradas como aberraciones contra lo «natural».
Estas ideas sobre la sexualidad responden a un diseño de siglos dirigido a mantener en la subordinación a las mujeres, a garantizar las líneas sucesorias y las herencias, imprescindibles para la reproducción de las clases y del propio capitalismo. También conectan con el nacionalismo que se articula a partir de cuestiones demográficas y reproductivas: quién tiene derecho a reproducirse y quién no, es decir quién puede pertenecer de pleno derecho a la nación.
Las guerras de género tienen esta doble dimensión: por un lado, impactan en uno de los pilares del orden de género, es decir, de la estructura social y, por el otro, operan como activadores políticos capaces de generar un polo de energía militante en tiempos de crisis y desafección que las han convertido en extremadamente útiles para la política contemporánea.
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Notas
[1] Rodgers, Daniel, Age of Fracture, Harvard University Press, 2012, p. 146.
[2] Las políticas antigénero como estrategia de poder han sido desarrolladas por Sonia Correa y el Observatorio de Sexualidad y Política en trabajos como Serrano-Amaya, F., Políticas antigénero en América Latina, Género y Política en América Latina, Brasil.
[3] Esta idea está desarrollada por Spierings, N. (2020). Why gender and sexuality are both trivial and pivotal in populist radical right politics. Right-wing populism and gender, 45-64.
[4] Rubin (1986), op. cit., p. 95-145.
[5] Ibídem.
[6] Ver Stan Cohen, Folk Devils and Moral Panics, Londres, MacGibbon & Kee, 1972, p. 9.
[7] Weeks, Jeffrey. Sex, Politics and Society: The Regulation of Sexuality Since 1800, New York. Longman, 1981, p. 19-20.
[8] Rubin (1986), op. cit., p. 95-145.
[9] Véase Spooner, Lysander, Vices Are Not Crimes: A Vindication of Moral Liberty, Cupertino, CA, Tanstaafl Press, 1977, p. 25-29
[10] Quizás se podría hablar aquí de cómo esto se entrecruza con una característica de la política actual -también la de izquierdas- muy centrada en la construcción de la figura de la víctima como principal vía de búsqueda de reconocimiento antes que la generación de conflicto, verdadero motor del cambio social.
[11] En 2016 Carolina del Norte promulgó una ley que impide que las personas trans usen aseos diferentes al sexo que figura en sus certificados de nacimiento y otros quince estados de EE. UU.. discutieron durante esos años proyectos parecidos mientras en institutos e universidades se daban agrias discusiones sobre el uso de esos espacios que trascendieron a los medios de comunicación y ocuparon la conversación política durante meses y que vuelven recurrentemente.
[12] Ver por ejemplo el trabajo de Patrick Wielowiejski, « Identitarian Gais and Threatening Queers, Or: How the Far Right Constructs New Chains of Equivalence», en Dietze, Gabriele & Roth, Julia, Right-Wing Populism and Gender: European Perspectives and Beyond, Alemania, Transcript, 2020, p. 135-147.
[13] Barrientos Violeta y Gimeno Beatriz, «Nuevas perspectivas en el debate sobre el aborto: el aborto libre como derecho», Revista Trasversales, nº 15, septiembre 2009.
[14] Al derogar la ley de 1973 pueden entrar en vigor las restrictivas leyes promulgadas por 26 estados que ya han sido aprobadas pero que permanecían sin efecto y otros estados también podrán aprobar nuevas prohibiciones.
[15] Le Pen, Marine, «Un référendum pour sortir de la crise migratoire», L'Opinion, 13 enero 2016.
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