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Estado español :: 17/05/2014

Lo utópico es votar

Nacho Cardiel de CNT Aragón-Rioja
Los Anarcosindicalistas creemos en la organización. En organizarse al margen de los partidos -y sindicatos- que participan de la política institucional

“Nosotros vamos a intentar hacer desaparecer las prerrogativas que hacen que los cargos públicos se conviertan en ciudadanos especiales […] Estar en un sillón, por modesto que sea, crea una costumbre, incluso puede que unos vicios que sería bueno eliminar”. Mercedes Gallizo, cargo público de IU y PSOE. Ex-directora general de prisiones de 2004 a 2011. Extraído del programa político de Convergencia Alternativa de Aragón-Izquierda Unida editado por el periódico “El Día de Aragón” (1987).

Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo. Ya conocemos lo que supone confiar el voto en las elecciones desde hace los suficientes años como para entender que, actualmente, presentarse a las elecciones con el ánimo de “cambiar el sistema” es poner el carro delante de los bueyes.

Desde el Anarcosindicalismo, no se puede entender que gente trabajadora, que conoce la realidad a la que nos enfrentamos diariamente las trabajadoras y trabajadores, nos pida el voto apelando a la acción electoral de la “ciudadanía” y “los/as ciudadanos/as”, en la búsqueda de articular una mayoría ficticia que, ni existe, ni puede existir. No hay posibilidad real de encontrar propuestas capaces de aglutinar una “inmensa mayoría social” en contra de la minoría de políticos, financieros y neoliberales mediante un programa electoral a gusto de todo el mundo, a gusto de la “ciudadanía”. Este planteamiento elude la realidad del conflicto de intereses entre la clase trabajadora y las élites y apacigua el conflicto social existente entre nosotros y nosotras y quienes deciden sobre nuestras vidas. Quienes defienden esta visión en el fondo no pretenden cambiar el mundo sino participar en su gestión, “otra gestión capitalista es posible”, reformando los mecanismos de coaptación de la clase dominante para que la situación social sea aceptable. Quienes defienden esto han tirado la toalla.

Es evidente que ser de la clase trabajadora no supone tener conciencia de clase pero eso no significa que no haya clases. Como me decía el otro día una compañera, lo que te encuentras en el curro es que “al final van a tener razón los que dicen que no hay dos clases, hay tres: los que nos oponemos, los que mandan y sus esbirros”. Y esto mismo es lo que te encuentras en todos los niveles de la vida. Es inoperante para articular un cambio social eludir el discurso que pone el dedo en la llaga porque hay parte de la clase trabajadora que no tiene conciencia de clase, o porque han variado ligeramente las condiciones económicas. Como sindicalistas nosotros/as sabemos que por un plus, por una indemnización mayor, se vende un compañero/a, pero entendemos que tampoco nos sirve un discurso que niegue las clases y las diferencias de intereses entre ellas para aglutinar una mayoría social necesaria para dar un vuelco a la situación. Un cambio que no puede ser solamente económico sino que ha de ser también político, y que ha de partir de estructuras nacidas de los trabajadores y trabajadoras horizontales y de las que no emane privilegio alguno. Un cambio que solamente puede nacer de una conciencia clara de la situación y de los pasos necesarios para cambiarla evitando la creación de vanguardias instaladas en las instituciones.

El planteamiento político y económico que emana de la mayoría de propuestas de la izquierda entiende que el estado democrático es el único medio válido para paliar -incluso para acabar con- las desigualdades sociales. Dado que el Estado sufre grandes presiones del Capital -llámese grandes corporaciones o empresas multinacionales-, la izquierda postula que para contrarrestar tan malvada influencia se hace imprescindible que cada persona ponga la mayor atención a los asuntos de Estado y que así obliguemos al gobierno a realizar políticas sociales. Los ciudadanos/as no sólo deben elegir representantes sino que además ha de presionarles para que actúen como corresponde. Pero hemos de hacerlo sin tener conciencia de ni a que nos enfrentamos, ni que tipo de renuncias personales o sacrificios hemos de afrontar, o hacia que tipo de sociedad queremos caminar, excepto a alusiones a que sea “más democrática y más justa”… y muy europea…

La socialdemocracia y la izquierda, que miran con envidia a la edad dorada del Estado del Bienestar norte-europeo que aquí nunca existió, parece que no son conscientes de que las reformas tendentes a un mayor poder adquisitivo de los trabajadores históricamente se han implantado para la recuperación del capitalismo tras una crisis económica. Nadie puede ignorar que también sirven para mermar la potencial radicalidad de una clase obrera que podría amenazar con hacer la revolución. Se empeñan en exigir una mayor intervención de la población en lo público. Parece que ignoren aquello sobre lo que los libertarios venimos advirtiendo desde hace siglo y medio: La integración de las luchas sociales en las estructuras del Estado -lo que se reclama como democracia participativa- no es sino garantía de la desintegración de las mismas. El ciudadanismo, no obstante, tenderá siempre a jugar el papel de mediador entre los movimientos sociales y el Estado, desde el reconocimiento de que éste último, el Estado, debe de ser el mediador -supuestamente- neutro entre el capital y los movimientos sociales y que han de ser los ciudadanistas quienes gestionen ese papel aceptando indudablemente el capitalismo, y la democracia que emana de él, como única posibilidad de organizarse socialmente.

A los trabajadores y trabajadoras no nos queda otra que romper la baraja cuando las cartas que nos dan están marcadas, cuando lo que se nos ofrece como alternativa es toda una liturgia de aceptación de lo establecido, envuelto en un lenguaje donde lo nimio -escribir en internet, mandar mensajes, amontonarse en movilizaciones con mensajes descafeinados- se convierte en algo supuestamente heroico. Debajo de lo que se cree que es un movimiento social, si se quitan las cámaras y medios de comunicación, se puede comprobar que se trata de un movimiento creado artificialmente porque el espacio de lucha en el que la izquierda electoral se encuentra cómoda no son ya las fábricas, o el barrio, sino los medios de comunicación.

De ahí que le venga muy bien esa especie de cajón de sastre, de sustituto del concepto de clase que sería la multitud, “la gente”: una especie de conglomerado de insatisfacción o de potencial marginalidad, a la que hay que darle una respuesta desde las instituciones y no que se ha de dar respuesta a sí misma como clase.

Esta y no otra es la triste situación en la que nos encontramos. En pos de un voto supuestamente útil, las propuestas que nos ofrecen desde la mayoría de la izquierda son cada vez más vacías de contenido y el discurso es menos didáctico y más populachero. No nos es útil ir de comparsa a un parlamento. No nos es útil, y es utópico, plantearse que el sistema se cambia desde dentro.

Es utópico sostener que, en el marco de instituciones creadas por el capitalismo, cumpliendo un marco legal y normativo diseñado desde y para las élites, se puede conseguir un cambio social sustancial solamente por la fuerza de los votos. Se puede, eso sí, aplicar un programa socialdemócrata que mantenga unos mínimos de aquello que llaman “estado de bienestar”. Pero en estos momentos ya está diseñado el programa económico a aplicar desde el FMI y la Troika Europea y los partidos socialdemócratas ya han aceptado el programa. La realidad social, como sabemos todos y todas, está muy lejos de un marco en el que la clase trabajadora acepte una ruptura porque no hemos construido una alternativa. Por tanto cualquier rédito electoral que se saque desde posiciones rupturistas no superará un porcentaje de representación que, como mucho, sería capaz de empujar a la socialdemocracia a asumir un programa levemente más audaz que el suyo, pero nunca un programa realmente transformador. Nos llevaría a no dar muchos más pasos atrás en algunas cosas, pero nos llevaría también a una aceptación simbólica y política de lo existente. A la aceptación de la derrota final.

Coincidimos con la izquierda electoral en este momento es necesario una firme defensa de lo público, porque solamente podemos aspirar a una educación pública y a una sanidad pública que, además, pagamos los trabajadores y trabajadoras. Pero la izquierda no propone nada realmente transformador, la izquierda pide que el Estado desempeñe el papel de mediador entre la “sociedad civil” y las instancias económicas, pero gestionando desde el Estado y no por parte de los/as y trabajadores. Nos propone una mediación y no un cambio, nos propone que no se cuestione quien tiene la sartén por el mango, sino que se reajuste el sistema.

Esto no es más que eludir la cruda realidad. No hay mediación posible, no hay alternativa capitalista posible, no hay una mejor gestión de la economía sin afrontar una serie de verdades incómodas: ni hay trabajo ni lo va a haber mientras a las empresas les sea más rentable la mano de obra esclava fuera de Europa. No hay crecimiento económico infinito y no hay recursos naturales infinitos para ello. Ni hay posibilidad de garantizar la subsistencia de la clase trabajadora en Europa sin un reparto de la riqueza y quienes son ricos se van a oponer por la fuerza a ello como han hecho siempre. El ser humano no puede seguir viviendo en el planeta sin abordar políticas radicales que primen la ecología frente a la economía. Y nada de esto va cambiar solamente sumando votos para obtener representación en instituciones diseñadas para evitar estos cambios.

No me cabe duda de que las personas que componen las candidaturas de izquierdas tienen todas las buenas intenciones del mundo. Incluso compartimos luchas en la calle. Pero no estamos en lo mismo. Y no estamos en lo mismo porque si confiamos en la política institucional, si como clase aportamos por esa vía muerta, no nos queda más que el desencanto. Un desencanto que lleva a una desmovilización social aún mayor. Si en lugar de empoderar a nuestros compañeros/as de trabajo y vecinos/as, al resto de parados y paradas, explicándoles cuan difícil es construir una alternativa real, les convencemos pidiendo su participación mediante el voto y basta, no hacemos más que infantilizar la situación y empujarles a la frustración.

La participación en las instituciones lleva al roce diario y como se suele decir, del roce nace el cariño. Los/as representantes de izquierdas mantienen diariamente un trato -supuestamente de tú a tú- con nuestros opresores que por muy indeseado que sea, al estar en condiciones de inferioridad y al no existir un movimiento social bien articulado e independiente que les sustente y exija, lleva a los representantes institucionales de la izquierda a la complicidad. Pisar moqueta es pisar el terreno del contrario, y bien sabe el contrario utilizar las prerrogativas del cargo para debilitar las voluntades. Así es en una fábrica y así es en la política. Ya llevamos tiempo oyendo debates políticos en las instituciones, de discusiones del “y tú más”, y luego vemos a “nuestros representantes” compadreando en la inauguración de turno o el rito institucional que toque. Nos marcan la agenda, nos invitan al acto y… nos llevan a su terreno.

Pisar moqueta si es útil para la izquierda, pero no para el pueblo. La izquierda obtiene su financiación por su participación en la política. La izquierda obtiene propaganda para afianzar sus réditos electorales. Y la izquierda obtiene márgenes de poder, mediante los cuales puede montar o mantener chiringuitos propios donde colocar a afines. La izquierda no tiene pudor en oponerse simbólicamente a las reformas laborales y posteriormente aplicarlas en sus chiringuitos, que son eriales en lo referente a los derechos de los trabajadores y trabajadoras, como tristemente comprobamos diariamente como sindicalistas. Lo que vemos en los comités de empresa es lo que vemos en los parlamentos, ayuntamientos y demás…

Como ya decía al principio, en el momento actual apostar por la vía institucional es poner el carro delante de los bueyes. El sistema cambia si la sociedad cambia, si las personas cambian. El sistema cambia si hay estructuras obreras articuladas sobre su propia fuerza y capacidades que generen movimientos sociales horizontales. Hoy por hoy, lo que existe es mucha rabia, mucha frustración y movimientos mareantes copados por profesionales de la política que, por mucho que se cuiden de ocultarlo, que articulan “marcas blancas” de protesta social que se activan y desactivan al son de los intereses electorales. Como se activan y desactivan los sindicatos de concertación dependiendo del color del gobierno de cada momento. Pero no existen unos movimientos sociales con el suficiente peso, ni se ha asumido popularmente el discurso anticapitalista.

Como sindicalista convivo con el miedo de muchos que todos y todas tenemos a dar un paso adelante, a reivindicar lo más básico en su lugar de trabajo, y aunque la Ley nos de la razón, el miedo está ahí. Por tanto el primer reto es romper el miedo. El cambio empieza ahí, en el enfrentamiento día a día por cada céntimo de sueldo y en la capacidad de significarse y creer que cada persona somos el motor del cambio. Que lo somos individualmente, más allá de meter un voto en la urna u opinar entre quienes te son afines.

Desde el Anarcosindicalismo decimos que no hay un programa político transformador que sea fácil de aplicar y que no implique un cambio en las creencias de cada uno/a y en el modo de vida que conocemos. No pedimos que nadie haga nada simbólico, somos racionales, nos vemos capaces de convencer con propuestas para el día a día, y no con grandes propuestas para aplicar desde el Estado, sino que llamamos a la acción política de cada trabajador y trabajadora. No se trata de votar, se trata de hacer.

Los Anarcosindicalistas creemos en la organización. En organizarse al margen de los partidos -y sindicatos- que participan de la política institucional, los parlamentos y todo el aparato del estado, con sus consiguientes subvenciones y prebendas. Apoyamos organizaciones sociales de clase, donde la toma de decisiones sea de forma horizontal y de carácter asambleario -es decir, que se autogobiernan sin gobierno- pero bien estructuradas. Pero además, como pieza imprescindible para llegar a la autogestión, nuestro interés se centra en formar grupos que aúnen esta horizontalidad política con la autonomía financiera, que sean independientes de la “censura previa” que los grupos que dependen de las subvenciones terminan irremediablemente adquiriendo. Eso es lo que hacemos en la CNT y esa es nuestra propuesta.

Creemos en organizaciones dedicadas a la ecología y la agroecología que defienden una asunción doble de los papeles de productor y consumidor; vecinales, que reivindiquen políticas de defensa de los barrios o los edificios y contra la especulación; culturales, fuera del espacio de la cultura subvencionada y distribuida por los medios de masas, que buscan un espectador y no un participante; en el terreno educativo, las escuelas libertarias y los proyectos y talleres educativos de esa tendencia para ampliar y enriquecer el paradigma existente en lo pedagógico. Creemos en las redes de consumo nacidas del trueque y otras actividades no-económicas; en las cooperativas integrales; en los centros sociales ocupados y autogestionados.

En el mundo del trabajo, los cenetistas apoyamos las secciones sindicales de empresa que se construyen y funcionan de forma asamblearia, con plena autonomía en su actividad y sin presentarse a las elecciones sindicales. Secciones sindicales que aspiran a algo más que mejoras laborales, sino que son la semilla mediante la cual nos preparamos para la socialización de los medios de producción, para la creación de cooperativas laborales, para la gestión obrera de la economía. La economía por y para el pueblo y no que estemos al servicio de la economía, y que esto no se quede en una frase bonita, sino en una subversión completa de los roles capitalistas que la izquierda asume.

Mediante la organización de la clase trabajadora, mejor dicho, solamente mediante la organización de la clase trabajadora, adquiriremos la experiencia de la democracia directa y, más allá del carácter intrínseco de cada organización que se cree, cada una representa un ejemplo de organización al margen de los criterios jerárquicos, independientes de las formas de participación autorizadas y permitidas por el estado. Cada una de las organizaciones que están en marcha o que tenemos que crear ha de ser una escuela de aprendizaje para ese “pueblo soberano” al que se llama a las urnas. Y en esta escuela, en este hacer, aprendemos a ejercer nuestras capacidades personales en la gestión de lo común y que de esta participación, que ha de ser diaria, no nacen privilegios ni es un camino fácil. El cambio social no se delega, se hace en el día a día.

Tenemos que reaprender a exigir nuestros derechos y no a pedirlos. Cada experiencia debe de ser una prueba de que podemos hacerlo. La democracia y la autogestión se construyen, no se espera a que llegue del cielo mediante las estructuras actuales en base a subvenciones y leyes. La primera prioridad no es cristalizar el momento de agitación social en el que vivimos en mayorías electorales, apresuradas y sin un programa ni un consenso social, sino aprender a gestionar en la práctica construyendo nuestras propias estructuras y alternativas en todos los aspectos de la vida. No es fácil, no es rápido, pero ni nos enfrentamos a problemas fáciles de solucionar, ni hay soluciones rápidas. En la negociación sobre nuestras vidas, no estamos en el lado de la mesa del patrón, nos hemos de sentar frente a él.

Debemos plantear un desafío a la política autoritaria que padecemos. De nuestras experiencias, de su éxito para las personas que las integran y de sus energías organizativas para extenderse y hacerse visibles, depende en una buena parte que cada vez más personas, en más espacios sociales, se den cuenta de que tienen el derecho a plantearse otra forma de vivir y gestionar la sociedad, de administrar la economía, el consumo o la ecología. El fruto de este éxito será el progresivo aumento de espacios autogestionados, independientes y libres de autoridad, que al mismo tiempo han de convertirse en la semilla de ulteriores movimientos más estructurados, que no más burocratizados, entorno a las ideas comunes que la sociedad se marque en su desarrollo. Ideas que lleven el germen del comunismo libertario, en pos de la gestión de lo común mediante la suma de las libres acciones individuales solidariamente.

No tengo recetas para ese tránsito, ni sé de hojas de ruta escritas previamente por ningún sabio, ideólogo o gurú, ni creo en ilusorios designios científicos que predigan cómo, dónde o cuándo va a ocurrir esta toma de conciencia colectiva de la que hablo. De hecho, ocurre constantemente en todo el globo de forma incontrolable. Ese mundo nuevo está creciendo en este instante. Sólo es necesario que esas conciencias se agreguen, que asuman su sacrificio individual y se doten de un objetivo común. Un objetivo en cuyo corazón necesariamente tiene que habitar el ansia de liberación individual y colectivo tanto del sistema político como del económico, es decir, del capitalismo en todas sus vertientes. Los/as anarcosindicalistas no sumamos votos, construimos la nueva sociedad.

 

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