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Estado español :: 28/04/2021

Más allá del trabajo asalariado

Andrés Fernández
Que no tot en la vida és faena, Que morir és no viure lluitant. Vull (Zoo)

Que no tot en la vida és faena

Que morir és no viure lluitant

Vull (Zoo)

A las puertas de un nuevo 1º de Mayo envuelto en una crisis económica de dimensiones desconocidas, resulta un misterio que no haya una resistencia más activa ante los niveles insoportables de explotación laboral y desempleo...o no. En el mejor de los casos la solución pasa por derogar la reforma laboral de Rajoy o aprobar una nueva. En ningún caso una reforma laboral planteará la necesidad de abrir nuevos horizontes que vayan más allá del trabajo asalariado.

Desde hace más de un año vivimos en la excepcionalidad permanente. La incertidumbre es ubicua. Con la pandemia se exacerbó la precariedad laboral, se perdió poder adquisitivo y el teletrabajo dilató la jornada laboral. Los espacios de ocio fueron sacrificados en aras del “interés general”. Podíamos, y podemos, salir a trabajar si disponíamos de un trabajo asalariado formalizado a través de un contrato. La puesta en escena de nuevas tecnologías propició una mayor atomización de las tareas. Se está imponiendo una nueva organización del trabajo que es necesario desafiar. No solo requiere enfrentarnos a su reificación y despolitización, sino también a su normatividad y moralización.

Parecemos haber normalizado que la inmensa mayoría vivimos para trabajar, cuando deberíamos trabajar para vivir. Esto contrasta sobremanera con la realidad que muestran las numerosas series que nos ofrecen las plataformas de streaming: abundan las historias dedicadas y organizadas alrededor de actividades como el placer de la comida, el ocio o practicar sexo y son muy pocas las que muestran la realidad de las condiciones laborales de la inmensa mayoría de la población. La representación de la realidad laboral, el problema del trabajo, brilla por su ausencia. 

Desde mi punto de vista el trabajo es un tema crucial. En esta sociedad organizamos nuestra vida en torno a la forma de trabajo asalariado tanto si tenemos un salario como si hemos sido expulsadas o excluidas del mercado laboral. Por otra parte, los centros de empleo son lugares donde la toma de decisiones se estructura bajo relaciones de poder y autoridad. Al ser organizaciones jerárquicas, nos plantean el tema del consentimiento y la obediencia. Y al ser espacios de exclusión, abren el interrogante sobre la pertenencia y la obligación. 

En la actualidad tener un salario para vivir se entiende como algo natural más que como una convención social. De ahí que nos centremos más en los problemas de tal o cual empleo, o en su ausencia, que en el empleo como un sistema de dominación. Olvidamos, sin embargo, que no siempre se vivió de un salario y por lo tanto esta forma de explotación no es natural, no tiene por qué existir para siempre.

En el lugar de trabajo, sea una oficina, un bar, una fábrica, en una casa o bajo el techo de la nuestra cuando teletrabajamos, es dónde la mayoría de personas experimentamos más a menudo las relaciones de poder más inmediatas, indiscutibles y palpables. Por tanto, es un fenómeno mucho más político que económico. Siendo el trabajo un fenómeno político y económico sorprende la poca atención que se le dedica desde la izquierda. 

Quizás esta poca atención se deba, en parte, a que el lugar de trabajo, al igual que el hogar, se nos presenta como un espacio privado que es resultado de un conjunto de contratos individuales más que una estructura social. Son espacios que parecen tener que ver con la esfera de las necesidades humanas y las elecciones individuales más que con un lugar donde se ejerce el poder político. 

Otra de las razones por las que se presta tan poca atención a la relación laboral tiene que ver con la derrota ideológica que ha sufrido la izquierda y el declive del activismo sindical: solo somos capaces de imaginar un mundo dominado por zombis. El optimismo y la voluntad por darle la vuelta a este mundo, es decir transformarlo, parecen quedar lejos. Esta derrota posibilita que la institución de la propiedad privada asegure la privacidad del empleo, y por ende la normalización de la dominación en el lugar de trabajo.

Este aspecto privatizado del trabajo, su condición de lugar privado, está recogido en un pasaje de El Capital de K. Marx: 

“…abandonamos esta esfera ruidosa, situada en la superficie y visible para todos, junto con el poseedor de dinero y el poseedor de fuerza de trabajo, a fin de seguir a ambos en los lugares ocultos de la producción, en cuya puerta se haya escrito: no se admite la entrada si no es para asuntos de negocios. Veremos aquí no sólo cómo se produce el capital, sino cómo se produce él mismo. Y se nos revelará por fin el secreto del plusvalor.”[1].

Marx nos propone salir del Edén del mercado aparentemente igualitario del intercambio de mercancías (una parte poseedora de dinero, otra poseedora de la fuerza de trabajo) y descender a “los lugares ocultos” para hacer público el mundo del trabajo asalariado y analizarlo como lo que es: un elemento central del modo de producción capitalista. Es un punto de vista esencial desde el cual descubrir y revelar los misterios y la lógica capitalista.

Quienes logran satisfacer las necesidades de comida, techo, vestimenta lo hacen mayoritariamente a través del salario. A día de hoy el salario es el mecanismo dominante de distribución de ingresos, al mismo que tiempo que otorga estatus en función de su cuantía y posibilita (que no garantiza) el acceso a una jubilación. Además, es importante no olvidar que para una parte muy importante de la población el acceso a un trabajo asalariado supone una fuente de socialización. Poner el foco en el mundo del trabajo no solo significa analizarlo en todas sus dimensiones sino insistir en la necesidad de politizarlo.

Por lo general, no es la policía o el miedo a una denuncia lo que nos fuerza a buscar un empleo. No es necesaria la amenaza o la coacción en un sistema social que se sostiene sobre un hecho aparentemente irrefutable: el trabajo asalariado es la única forma que tenemos la mayoría de la clase trabajadora de tratar de cubrir nuestras necesidades. Esto explica que naturalicemos esta forma de dominación y la veamos de manera abstracta e incluso con resignación: “es lo que hay”.

Hay quienes dirán que no hace falta descender a los oscuros lugares de trabajo y que es más fácil y lógico abordar el problema desde el consumo. Pero este enfoque sigue esquivando el problema: no sólo porque el consumo mercancías presupone la producción de mercancías para vender sino porque quien consume seguramente ha obtenido ingresos a través de una relación asalariada. Entre consumidores se enfrentan uno con dinero y otro con el producto, pero ese dinero y ese producto esconden una relación laboral de explotación. 

En el lugar de trabajo se producen mercancías, bienes y servicios económicos, claro, pero también sujetos sociales y políticos. En otras palabras: la relación salarial no solo genera ingresos y capital, sino además personas disciplinadas, sujetos gobernables, ciudadanos de bien. Dada su centralidad tanto en la vida individual como en el imaginario colectivo, el trabajo asalariado se convierte en un lugar clave para clasificar personas.

Algo del atractivo que detentan algunas formas de trabajo (sean o no asalariadas) en el capitalismo deriva de la posibilidad de unirse a una clase o a un sector de la clase relativamente aventajado: ser clase trabajadora o ser clase media; estar indefinido o temporal; ocupar un puesto para el que hace falta una carrera profesional o un puesto “no cualificado”; realizar trabajos de cuidados de forma asalariada o trabajar en hogar realizando tareas de reproducción sin ningún tipo de remuneración. 

Todas las formas de trabajo vienen definidas por la productividad de la mano de obra pero se distinguen no solo por la remuneración, la posición laboral, los niveles de explotación y precariedad; sobre todo se distinguen por la forma de dominación que se establece: esclavista, feudal, asalariada o, en un futuro, asociación de productores libres.

Existe además un elemento diferenciador fundamental que a menudo se obvia: el género. Este elemento esencial afecta al reparto del poder tanto en los hogares como como en las ocupaciones asalariadas, ya lo sabemos. Lo que se suele tener menos en cuenta es hasta qué punto el ámbito laboral refuerza, apuntala y esclerotiza los roles, los estereotipos de género… el propio patriarcado. Hasta qué punto los asumimos, de forma consciente o inconsciente, como peaje imprescindible para acceder al trabajo asalariado. Cuando, por ejemplo, mujeres y hombres recurrimos a códigos y guiones diferenciados (“generizados”) como una herramienta de negociación en las relaciones con los jefes y colegas de trabajo; cuando nos vemos obligadas a hacer uso de patrones diferenciados de cortesía o profesionalidad estamos poniendo a trabajar el género. Son normas no escritas pero grabadas en piedra. A esta realidad hay que sumarle la feminización o masculinización de determinados sectores, es decir el modelaje de género de los sujetos explotables por parte de los empresarios, normalmente basada en estereotipos que perjudican la posición social y el acceso a recursos de las mujeres. 

Para continuar volvamos a El Capital de Marx, en concreto esta frase en la que explica cómo la clase es el resultado de la relación que se establece es esos “oscuros lugares”:

“Al separarse de esta esfera de la circulación simple o del intercambio de mercancías, donde el librecambista vulgaris toma las ideas, los conceptos y los criterios para enjuiciar la sociedad del capital y del trabajo asalariado, parece como si se transformase ya algo la fisonomía de nuestros personajes. El antiguo poseedor de dinero avanza convertido en capitalista, y el poseedor de la fuerza de trabajo le sigue como obrero suyo. Uno pisando fuerte y sonriendo desdeñoso, todo ajetreado; el otro tímido y receloso, de mala gana, como quien lleva su propia piel al mercado y no tiene otra cosa que esperar más que la tenería.”[2]

Hay una clara brecha que separa al que se adelanta y a quien le sigue: se pone en evidencia una jerarquía social basada en la clase. Ahora bien, además de centrarnos en el resultado y en la desigualdad debemos reforzar nuestra crítica al capitalismo abordando los procesos y la no-libertad que supone la relación laboral en sí. 

Para ahondar en esto último debemos centrarnos en la división social del trabajo y en este sentido es importante señalar los aportes del feminismo revolucionario al debate del trabajo. Dentro de este feminismo hay planteamientos diversos: simplificando mucho, un sector pone el énfasis en la lucha por el derecho de las mujeres al trabajo asalariado en igualdad, rompiendo las barreras que impone la división sexual de los cuidados, y otro sector concentra sus esfuerzos en revalorizar las formas no asalariadas de trabajo en el hogar, como un trabajo socialmente necesario. Desde luego ambos planteamientos tienen legitimidad y son importantes formas de resistencia. El límite de estas estrategias feministas, y la inmensa mayoría de reivindicaciones sindicales y de la izquierda, es que ninguna logra desafiar el discurso dominante legitimador del trabajo. Es urgente que la lucha por trabajar menos esté al mismo nivel que las mejoras salariales y de las condiciones laborales. Y todas estas mejoras deben plantear nuevos horizontes que superen las actuales relaciones de dominación y no-libertad.

En el ámbito del trabajo descubrimos la jerarquía y se revela la desigualdad y la subordinación a varios niveles. En la relación laboral capitalista en sí, como ya hemos visto, pero también en el ámbito del hogar donde estructuralmente las mujeres sostienen sobre su doble jornada la reproducción de toda la clase trabajadora y por lo tanto del capital. Persiste en el ámbito doméstico otra dicotomía dominación-subordinación que es estructural y que es esencial analizar, visibilizar y contabilizar.

Ahora más que nunca, en medio de esta nueva excepcionalidad que persiste y fractura derechos laborales, al mismo tiempo que se exige el derecho al trabajo asalariado se debe luchar contra el trabajo asalariado. La lucha contra el empleo consiste no solo en asegurar mejores condiciones laborales durante el tiempo trabajado, sino también en garantizar el tiempo y el dinero necesarios para una vida digna fuera del trabajo. Y sí, estas exigencias deben coexistir y ser compatibles con la lucha por la superación de la relación capital vs. trabajo asalariado. Así, el trabajo no debe ser solo un lugar de falta de libertad, sino también un lugar de resistencia y de contestación. No debemos perder de vista nunca que estos polos de la contradicción no pueden vivir el uno sin el otro; que, por tanto, esta relación simbiótica supone que la destrucción de uno acarrea la del otro. No se trata de hacer únicamente una crítica del capitalismo desde el trabajo sino del trabajo en el capitalismo.

Por último, pienso que es importante no perder de vista que la lucha contra todas las formas de dominación que entrañan las relaciones laborales implica asumir la necesidad de emprender un proceso de liberación. El tema de la libertad, o la ausencia de ella, es de absoluta actualidad y está íntimamente vinculado al ámbito del trabajo, a esos “oscuros lugares”. Es también Marx el que advierte, en la “Crítica al Programa de Gotha”, acerca del error de ver en las luchas únicamente los resultados y perder de vista los procesos: 

“Es como si, entre esclavos que al fin han descubierto el secreto de la esclavitud y se alzan en rebelión contra ella, viniese un esclavo fanático de las ideas anticuadas y escribiese en el programa de la rebelión: ¡la esclavitud debe ser abolida porque el sustento de los esclavos, dentro del sistema de la esclavitud, no puede pasar dentro de un cierto límite, sumamente bajo!”.

Este compromiso con la libertad, junto con el de la igualdad, es lo que realmente distingue las posiciones revolucionarias de las socialdemócratas. Este objetivo de la liberación debería estar en el frontispicio de todas las luchas laborales y tener muy presente que la libertad es una práctica colectiva de construcción del mundo. Es también, o debería ser, una práctica creativa que depende más de la acción colectiva que de la voluntad individual, y esto es lo que la hace política. La libertad considerada como una cuestión de autodeterminación individual o auto-soberanía se reduce a un fenómeno solipsista. La libertad es un esfuerzo social. 

Andrés Fernández, 

militante de TrinCHEra

[1] K. Marx; El Capital; Libro I, Tomo I; Pág. 236. Akal

[2] Ídem, Pág. 236-237

 

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