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Pensamiento :: 12/09/2010

Miguel Hernández, cuando cañoneaban Madrid

Higinio Polo
Quisieron amordazar la voz del poeta, pero no pudieron. Sus versos resuenan hoy con tanta o más fuerza que antaño.

En este 30 de octubre se cumplirán cien años desde que naciera en Orihuela un niño, Miguel Hernández, destinado a ser poeta del pueblo. A finales de marzo de 2010, en un acto celebrado en la Universidad de Alicante, el gobierno español hizo público su reconocimiento al poeta, gratitud que llegaba muy tarde, y declaraba que había sido condenado tras la guerra civil “sin las debidas garantías por el ilegítimo Consejo de Guerra”. Pese a ese gesto del gobierno, el dramático expediente de Miguel Hernández sigue abierto, casi podría decirse que todavía quema, porque su familia sigue recla mando (¡casi setenta años después!) que sea anulada su condena a muerte. Cuando se iniciaban los actos del centenario, la mayor parte de ellos surgidos del esfuerzo militante y de la memoria dolorida del los descendientes de quienes fueron derrotados en la guerra civil, el partido del poeta, el Partido Comunista de España, hizo público que “Miguel Hernández forma parte del patrimonio cultural de la humanidad; su poesía, que es savia sin otoño, sigue siendo palabra en el tiempo para denunciar la injusticia y luchar por la libertad”. El PCE utilizaba los propios versos del poeta en su afectuosa declaración de reconocimiento y recuerdo. Savia sin otoño.

Los testimonios sobre Miguel Hernández nos hablan de un hombre honrado, sincero, arrebatado por la pasión de los años hermosos y duros que vivió. Tenemos, además, el libro "Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández", de Josefina Manresa, publicado en 1980, cuando ya había muerto el verdugo; y multitud de recuerdos de quienes le conocieron, desde Pablo Neruda hasta María Teresa León, que hablan del “pastor poeta”, como lo denominaban en Madrid, y que dan cuenta de su vida corta y exigente, de su escueta existencia adulta entre la ronda de primavera de la república de abril y los primeros años de la dictadura fascista que echó de España a los hombres y mujeres más valiosos del país, empujándolos a un exilio de tristeza, siempre vigilantes para no arraigarse en otro sitio, para no poner ningún clavo en la pared (“mañana volverás”), como en el poema de Brecht, esperando el retorno cada año, perdidos como las mariposas en el túnel del joven Alberti, pero firmes en el recuerdo y en la ambición de otra España. Miguel Hernández no conoció el exilio, porque la muerte lo atrapó enseguida.

Había nacido en 1910, un mes de octubre, como si lo hubiera elegido, como si supiera desde el principio cuál iba a ser su existencia. Había ido a la escuela apenas un par de años, entre 1924 y 1925, pero tuvo que dejar las aulas para ayudar a su familia. Su padre se ganaba la vida con el ganado, y Miguel dedicaba su tiempo a pastorear un rebaño de cabras por la sierra de Orihuela, a ordeñarlas, a vender la leche entre los vecinos, atento a los cambios de las estaciones, a la vida que despuntaba, a la tierra, secreta y dispersa, a la emoción del canto de los ruiseñores. Cuando llega la República, Miguel Hernández es un hombre joven, de 20 años, que está empezando a vivir la vida adulta, en medio de las ráfagas entusiastas que atravesaban el país de punta a punta, es un joven que palpita en un huracán de camaradas. Le quedan entonces apenas once años de vida. En esos once años, tan pocos, se le acumulan los cinco de la república en paz, los tres de la guerra, y los tres de la huida, la cárcel y la muerte.

A punto de terminar ese luminoso 1931, Miguel Hernández se va a Madrid, tan lejos, seguro de abrirse camino con su poesía, entusiasmado con las palabras, triturando con sus manos los versos que le llegaban con el aire, que leía en los cafés, que paladeaba con su voz de campesino, bebiendo la lírica que le había atrapado desde los estertores de una monarquía que ahogaba la renovación y la cultura y que se había trocado, en ese momento de su juventud intacta, en una república a la que cantaban los poetas. Consigue publicar algunos poemas en revistas como Estampa y La Gaceta literaria, pero las cosas no son sencillas y vuelve a su pueblo, Orihuela, a principios de 1932. Dos años después, retorna a Madrid, se instala en una pensión y consigue un pequeño trabajo que le obliga a investigar el mundo de los toreros, de las plazas, de la España que parecía eterna y era apenas una madrastra que escondía a sus hijos atenazados por el hambre y la oscuridad. En esos años de la república en paz, Hernández consigue publicar dos libros, Perito en lunas y El rayo que no cesa, y su obra teatral Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, que ve la luz en la revista Cruz y raya que dirigía José Bergamín. Madrid es un mundo nuevo, y allí conoce a Neruda, a Aleixandre, Alberti, Cernuda, Altolaguirre, Zambrano, a tantos jóvenes que pugnan por conquistar otra mirada y otro lenguaje, empeñados en enterrar el rostro de la miseria.

Pablo Neruda, que desempeñaba la función de cónsul chileno en Madrid, conoce a Hernández “cuando llegaba de alpargatas y pantalón campesino de pana desde sus tierras de Orihuela, en donde había sido pastor de cabras.” Neruda publica poemas de Hernández en la revista Caballo Verde, y, según nos cuenta el chileno, lo aloja en su casa, donde escribe. La poesía de Miguel Hernández se llena de ecos de Gón - gora, de Alberti, de Guillén, de Aleixandre, sin perder su fuerza, la pasión que llega “con un dolor de cuchillada”; más tarde, se llena de referencias al mundo rural, a la sexualidad, a la tauromaquia, al paisaje castellano, a la esperanza en el cambio social que ha bía traído la república de abril, se desgrana en los vínculos que le unen al alma popular, se vierte en la capacidad para cantar la fuerza de los trabajadores para crear un futuro distinto, como escribe en el “Juramento de la alegría”:

Sobre la roja España blanca y roja,
blanca y fosforescente,
una historia de polvo se deshoja,
irrumpe un sol unánime, batiente.

Hernández es todo eso, y también un joven que vibra ante la injusticia, que observa la España de su época, que escucha a los poetas que ya han tomado partido, como Alberti. En enero de 1936, Hernández es detenido por la Guardia civil en la orilla del Jarama, y golpeado con las culatas de los fusiles camineros, amenazado de muerte y conducido después al cuartel de San Fernando donde los guardias seguirán maltratándolo. La arbitraria detención de Miguel Hernández suscita una declaración de protesta de numerosos intelectuales, que denuncian el constante abuso de poder y el maltrato que los guardias dan a los ciudadanos pobres (denunciamos al ministro de la Gobernación, y protestamos, no de que la guardia civil exija sus documentos a un ciudadano que le parezca sospechoso, sino la forma brutal de hacerlo […] maltratándole y hasta amenazándole de muerte. Protestamos de la vejación que representa el abofetear a un hombre indefenso. Protestamos de esta clasificación entre señoritos y hombres del pueblo que la guardia civil hace constantemente. En este caso que denunciamos, Miguel Hernández es uno de nuestros poetas jóvenes de más valor. Pero, ¡cuántas arbitrariedades tan estúpidas y crue les como ésta se cometen a diario en toda España sin que nadie se entere! Protestamos, en fin, de esta falta de garantías que des de hace tiempo venimos sufriendo los ciudadanos españoles).

La declaración es firmada por relevantes intelectuales: Pablo Neruda, Maria Teresa León, Federico García Lorca, José Bergamín, Ramón J. Sénder, César M. Arconada, Rosa Chacel, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, entre otros muchos. En ese momento, la República está en manos de sus enemigos: el hecho ocurre durante el último gobier no del bienio negro, presidido por Portela Valladares, que había sustituido a Joaquín Chapaprieta en medio de una asfixiante corrupción de la derecha política que, además, había llenado las cárceles de España de presos políticos a raíz de octubre de 1934 y de la represión posterior. La detención hace que Miguel Hernández tome conciencia del desprecio con que el pueblo es tratado y de la importancia del momento: un mes después se celebrarán las elecciones que ganaría el Frente Popular, y el poeta, que tiene mucha relación con Rafael Alberti y María Teresa León, declara: “Estoy con vosotros. Lo he comprendido todo”, y se afilia al Partido Comunista de España.

El inicio de la guerra civil lo lleva a incorporarse como voluntario a las milicias comunistas, en el célebre Quinto Regimiento, con el que defenderá Madrid en los primeros meses de la guerra –Puente de los Franceses, nadie te pasa…– y después estará en Andalucía, Extremadura, Teruel. Recorre España como soldado, aportando su poesía, la fuerza que le hace recitar sus versos en el frente y en la retaguardia, sabiendo que muchos soldados repiten sus composiciones en las trincheras, voluntarios de la República que necesitan pan y mantas, pero también versos como los de Miguel Hernández. Escribe poemas llenos de vigor y sentimiento, como “Sentado sobre los muertos”, o la “Elegía primera” dedicada a García Lorca, el Viento del pueblo cuyos ecos se oirán por todos los frentes de la guerra civil. Ese Hernández, vestido con el uniforme del Quinto Regimiento, el destacamento comunista que desempeña un papel relevante en la lucha contra el fascismo, acompañando al comandante Carlos, volcando su poesía en el esfuerzo titánico para defender a la República y señalar el futuro del socialismo, es el que recuerdan sus amigos. Todo ha cambiado para él. También estará presente en el II Congreso Inter nacional de Intelectuales en Defensa de la Cultura, que se ce lebró en Valencia.

A inicios de 1937, Hernández trabaja en el “Altavoz del Frente”, en Andalucía, y en marzo se casa con Josefina Manresa. Durante su vida en Madrid antes de la guerra, Hernández había conocido a otras mujeres, como la pintora Maruja Mallo, con quien mantuvo una breve relación, pero reanuda su amor con Josefina Manresa, un amor que siempre estará presente, hasta el triste final de su vida, cuando el poeta tenía que escribirle a su mujer en trocitos de papel desde la cárcel. Tendrán su primer hijo en diciembre, un niño que no llegará a cumplir un año. La muerte de ese niño ronda en el Cancionero y romancero de ausencias. Su segundo hijo nacerá en 1939.

Con la sublevación fascista ensangrentando España, Hernández escribe su Teatro en la guerra, el encendido y germinal Viento del pueblo, que publica en 1937, y, el último año de la guerra, El hombre acecha. En ese Viento del pueblo encontramos la elegía a la muerte de García Lorca, dolorida y profética: “no podrá con tu savia la carcoma”; y el canto a la resistencia popular contra el fascismo, contra la vieja España de burgueses parásitos, de militares traidores, de obispos hipócritas y sucios como el capitalismo que bendecían; es una resistencia que hace suya, sabiendo lo que arriesgaba, sin temor: “Cantando espero a la muerte / que hay ruiseñores que cantan / encima de los fusiles / y en medio de las batallas.” También encontramos en ese libro la delicada “Canción del esposo soldado”, donde formula el deseo (“Para el hijo será la paz que estoy forjando”) que nunca llegaría a ver más que en el aire siniestro y desolado de los fusilamientos al amanecer, de los cementerios, de las prisiones y de los campos de concentración de la posguerra fascista. Hernández ha escrito sentidos versos llenos de la grandeza épica que está viviendo el país, pero también poemas entregados, íntimos, doloridos por la triste historia que ha padecido España. Él es un comunista y lo será hasta el final.

Cuando termina la guerra, Hernández intenta pasar a Portugal. Carlos Morla, un diplomático de la embajada chilena en Madrid, les había sugerido a Alberti y a María Teresa León la posibilidad de que unos quince intelectuales pudieran refugiarse en la legación de su país, informándoles además de que Neruda había conseguido el compromiso de su gobierno de que después se les concedería refugio en Chile. Alberti y León informan de esa posi bi lidad a Miguel Hernández, pero éste se niega a refugiarse en la embajada. Son las semanas de la caída de Cataluña, de la traición de Casado, del cansancio de quienes creen que la guerra está perdida. Ade más, Hernández tenía que resolver también el destino de su mujer y su hijo, e intentar resolver la difícil situación de sus cuñados, los hermanos de su mujer.

Las líneas que María Teresa León escribe en su Memoria de la melancolía, dan cuenta de la tensión de los últimos días de la guerra: “Miguel iba a desaparecer también como había desaparecido Federico. Sentí mucha pena. Pocos días antes yo había discutido violentamente con él. […] Cañoneaban Madrid. Miguel Hernández, la cabeza rapada, todo sacudido por una ra biosa decisión, nos repitió: Me voy al frente.” Final mente, Hernández toma la decisión de irse solo, confiando en que más tarde podrá reencontrarse con su mu jer y su hijo. Cuando ya todo se ha perdido, cuando se ha consumado la traición de Casado y la República busca un refugio (¡de décadas!) en la memoria de los vencidos, Hernández va a Madrid, después a Sevilla, y decide pasar a Portugal. El caos y la confusión, el miedo que ya se ha apoderado de España, domina la vida de todos. Hernández consigue llegar en un camión hasta Aroche, en Huelva, y después camina hasta atravesar la frontera. Llega a Santo Aleixo, y a Moura. Allí termina su huida. Es detenido en esa población portuguesa en mayo de 1939, y entregado a las autoridades fascistas españolas, que lo encierran en un calabozo en Rosal de la Frontera, Huelva. Allí será torturado durante cinco días, como si el régimen fascista hubiese querido marcar a fuego al poeta comunista. Después, es conducido a la prisión de Sevilla, y, más tarde, a Madrid, a la cárcel de Torrijos, en el barrio de Salamanca, a un gran edificio que hoy alberga una fundación, en la calle Conde de Peñalver. La ferocidad del régimen franquista llevará incluso a cambiar el nombre de la calle dedicada al general fusilado por Fernando VII y bautizarla con el de un diputado de la restauración y alcalde de Madrid, el conde Nicolás Peñalver, nombre que todavía lleva. En esa prisión, donde se amontonaban más de dos mil hombres, escribe Hernández las “Nanas de la cebolla”, y en las cartas que envía a su mujer le cuenta la dureza de la prisión, los piojos que le torturaban, la inactividad, la tristeza. En una carta escrita en septiembre de 1939, escribe que su cuerpo está “entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, y sin ti, Manolillo de mi alma”, pero sabe que debe optar por la “esperanza que no se pierde nunca”. No se ha rendido, y pese a la dureza de las primeras semanas de su encarcelamiento, el contacto con sus camaradas le reafirma. La cárcel de Torrijos está llena de comunistas.

Consigue salir en libertad gracias al tesón de su mujer, que consigue un aval de Juan Bellod, un amigo de niñez de Hernández y con quien había vivido en la misma pensión madrileña, compañero además de inquietudes literarias, que es en ese momento uno de los dirigentes falangistas de Valencia; y vuelve a Orihuela, donde es detenido de nuevo, encerrado en el seminario de San Miguel, que el régimen fascista ha convertido en prisión, y, más tarde, conducido a la cárcel de Toreno, en Madrid. En su declaración ante el juez militar en Orihuela, el 1 de octubre de 1939, Hernández había manifestado que creía que su liberación se había producido gracias a la intercesión de José María de Cossío, Sánchez Mazas y Eugenio Mon tes, y entrega un certificado de Juan Bellot (sic) “secretario provincial de milicias de FET y de las JONS, de Valencia”, y otro de Diego Romero, un alférez provisional de Infantería que pertenecía al Ejército de ocupación en Madrid. Allí, en la cárcel de Toreno, donde coincide con Buero Vallejo, también miembro del Partido Comunista de España, el dramaturgo lo plasmará en un célebre retrato el 25 de enero de 1940.

Hernández es condenado a muerte, pena que sería conmutada por treinta años de reclusión, y en otoño de 1940 es destinado a la cárcel de Palencia y, después, al siniestro penal de Ocaña. Enfermo, en 1941 es trasladado al Reformatorio de Adultos de Alicante, y, finalmente, muere en la cárcel de Alicante, en 1942. Tenía 31 años.

Muere, pero seguimos viéndolo, subido a una silla, concentrado durante la lectura, el día en que inauguraban una placa dedicada a su amigo Ramón Sijé, en 1936, rodeado de otros asistentes. Y en una fotografía tomada en Moscú, en septiembre de 1937: está bajo una lámpara de mesa, con otros cincoasistentes al V Festival de Teatro Soviético; apenas lo adivinamos en la fotografía borrosa. Lo vemos recitando sus versos a los soldados de la República, lo escuchamos en sus poemas dedicados al amor de su esposa (“una mujer y un hombre gastados por los besos”), en sus versos al hijo, a la miseria, a la dignidad, a la sangre y el barro de la guerra, a la libertad (“para la libertad sangro, lucho, pervivo”). Canta a la esperanza, incluso en la hiel de la derrota: “Tu risa me hace libre, / me pone alas. / Soledades me quita, / cárcel me arranca”, escribe a su hijo desde la prisión, en las temblorosas y desnudas “Nanas de la cebolla”, que escribió en las mazmorras de Torrijos, como recuerda la placa que le dedicó la Sociedad de Autores (en 1985, diez años después de la muerte del dictador Franco), con un breve texto que ni siquiera cita al fascismo ni la guerra civil, ni ninguna circunstancia de la infame muerte a la que el régimen franquista condenó a Miguel Hernández.

Neruda dijo de él que era un escritor “salido de la naturaleza como una piedra in tacta” y que “su rostro era el rostro de España. Cortado por la luz, arrugado como una sementera, con algo rotundo de pan y de tierra.” La amargura de la enfermedad y la cárcel, la ausencia de los suyos, la derrota de la República, no consiguen vencer a Miguel Hernández, aunque le afectan hasta lo más hondo. En uno de sus últimos poemas, “Eterna sombra”, confiesa su pesar por la oscuridad que ha caído sobre España:

“Soy una abierta ventana que escucha,
por donde va tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.”

Sin embargo, sospecha que está llegando al final, y, en sus últimas líneas, se aferra a lo mejor que le ha dado la vida, la amistad, la solidaridad, la generosidad de sus compañeros de partido y de lucha por la libertad:

“¡Adiós, hermanos, camaradas, amigos:
Despedidme del sol y de los trigos!”

Aunque sea inevitable que lo recordemos en la hora de su derrota y la nuestra, con la faz de un hombre joven condenado a la miseria, la enfermedad y la muerte en la prisión, Mi guel Hernández es también el hombre desprendido, el amigo generoso, el amante enamorado, el rayo inquieto que ilumina el rostro torvo de los tiranos, el cantor de los pobres de la tierra que nos habla del niño yuntero y de la mano perdida de Rosario dinamitera, el poeta comunista que esconde el ruiseñor manchado de naranjas de Neruda, el pálpito y la sangre de la República española, y, por eso, no podemos dejar de recordarlo en los días en que las Brigadas Internacionales luchaban en la Ciudad Universitaria, cuando los milicianos madrileños iban al frente en tranvía, y en el momento de los postreros esfuerzos, desesperados, en los últimos días de la guerra, en que, con muchos otros, como nos cuenta María Teresa León, Miguel Hernández pugnaba por seguir resistiendo, sabiendo que era un militante comunista más en el mar del derrotismo, de la impotencia, de la esperanza, cuando cañoneaban Madrid.

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