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Pensamiento :: 22/01/2008

Nosotros los asesinos

Rafael Cid
Una característica del felipismo, esa égida socialista de 14 años de funambulismo democrático, fue el compromiso con la derecha para no ?remover el pasado?.

Desalojado del poder por méritos propios (GAL, Fondos Reservados, ofensiva antisindical, etc.) y ajenos (frentismo facha político, mediático y empresarial), Felipe González reconoció sotto voce que esa, la del silencio cómplice, fue una de las promesas que le arrancó el fallecido general Manuel Gutiérrez Mellado. Un mirlo blanco para los nostálgicos, porque si la transición se había iniciado con una amnistía general (no a la UMD, claro está, porque recordaba demasiado a los capitanes del 25 de abril portugués) que en realidad era un salvoconducto para el bando nacional, su ratificación por uno de los partidos víctima de la represión significaba de hecho una auténtica ley de punto final para quienes colaboraron con la dictadura. Y eso es lo que supuso en la práctica la “modélica” transición: que las víctimas pedían perdón a los verdugos. Jodidos y agradecidos.

Hubo, pues, durante bastantes años un statu quo que se concretó en la ausencia de acusaciones mutuas en cuanto a los orígenes cuestionadamente democráticos del invento. Izquierda y derecha, como en las misas, se habían dado la paz y todos tan contentos. Los archivos oficiales, abiertos a investigadores e historiadores lo estaban sólo con cuentagotas (verbigracia, control y orientación de sus pesquisas en la línea de lo políticamente correcto), permitieron trampear la cuestión y que obrara el milagro de una “vuelta a la democracia” perpetrada sobre el olvido del estigma que Hanna Arendt denominó “banalidad del mal”. Eso ayudó a esculpir biografías ejemplares sobre la trayectoria rectificada de personas que se situaban justo en el punto medio equidistante del vaivén dictadura-democracia, el famoso viaje al centro. De esta forma, lo encomiable no fueron las vidas de aquellos hombres que habían resistido a Franco y sus esbirros y luego asumido sin odio la trágala reformista antes de ser preceptivamente ninguneados. Al contrario, el paradigma se situó en las experiencias de quienes habían sido pilares entusiastas, en teoría y praxis, del criminal régimen fasci-franquista y más tarde, cuando el eje perdió la guerra y el mundo pudo valorar la atrocidad del holocausto, se convirtieron en ardientes defensores de la democracia. Ergo el caso prístino del ex nazi Dionisio Ridruejo, una personalidad casi icono de los nuevos demócratas que todavía en el tardío 1951 concluía una carta al Caudillo solicitando su intercesión en un tema empresarial de esta guisa: “con mi gratitud y mi lealtad de siempre quedo al servicio y a las órdenes de S.E. con el más sincero y respetuoso afecto”. A estos conversos, la izquierda en el poder les impuso galones y credenciales, y para los íntegros decretó un compasivo olvido.

Pero como en realidad la relación de fuerzas no se había modificado sustancialmente sobre lo que fue el mapa de dominio político durante el franquismo, la cultura-ideología dominante siguió siendo la de la clase dominante, que era en sustancia la de las sagas de la dictadura. Esto hizo que estrategas y planificadores de la derecha, con el impagable auxilio de la estulticia de la mansa izquierda, comenzaran a rescatar para la ya narcotizada audiencia de dos generaciones sin verdadera conciencia histórica, una edición de la Causa general acorde con los tiempos. La consigna era que ellos, los afectados e infestados, nos contaran cómo pasó. Y en tamaño despropósito se afanaron medios de comunicación, iglesia, fundaciones, banca y cátedras universitarias en misiones pedagógicas a favor del lavado de cerebro. El resultado está a la vista, 30 años después del óbito franquista la ignorancia de su maldad (vulgo “banalidad del mal”) permite que políticos como Manuel Fraga y Jaime Mayor Oreja reivindiquen aquellos tenebrosos años, la iglesia enarbole los valores de otra cruzada y los racistas ocupen la vía pública con reclamos contra la “escoria” de la inmigración que ha sacado las castañas del fuego a los gángsteres del boom inmobiliario. Cuéntame cómo paso y te diré de qué careces.

Esto hasta ayer. Con la aprobación de la Ley de Memoria Histórica (LMH) por parte de la izquierda instalada hemos ido de la nada a la más absoluta miseria. Al margen de algunos guiños y monsergas, la LMH debe interpretarse como la segunda autoamnistía llamada a cerrar el ciclo para descartar cualquier exigencia de responsabilidad, en momentos en que una supuesta justicia universal es utilizada por los tribunales españoles para hacer imagen de marca contra Videlas y Pinochets. Era preciso que la juventud que no vivió la transición y estuvo ajena a sus pactos secretos (los que trajeron la monarquía de Franco y denostaron in artículo mortis la República y su código ético ciudadano) signaran también el nuevo juramento de Santa Gadea. Aquel esbozo de Ley de Punto Final nom nato del “felipismo” se elevaba finalmente a los altares de la democracia coronada con una ley de nueva planta de auténtico Punto Final que incluía como banderín de enganche el reconocimiento del martirio y asesinato de personas por razón de sus creencias religiosas. Es decir, la LMH reconoce urbi et orbi que el golpe de Estado militar que trajo la guerra civil y produjo la dictadura fue una Cruzada, catalogando como patrimonio artístico las placas a favor del Alzamiento y sus caídos que adornar los muros de las iglesias. ¡Fuera de nosotros la funesta manía de pensar!

Claro que, como ocurre con la bulimia, el revisionismo no tiene límites. Sobre todo cuando intenta maquillar imprescribibles delitos de lesa humanidad. No hay verdadera Ley de Punto Final si no se finaliza culturalmente, punto por punto y con la ley en la mano, con aquellos incómodos adversarios que recuerdan los crímenes fundacionales. Esa es la razón de que al parpadeo de un inicial revisionismo haya sucedido el revanchismo descarado. Estamos a punto de “consensuar” una nueva Causa General que sitúe en la diana de la responsabilidad de todas las barbaridades de la guerra sobre aquellos que no sólo lucharon sin remilgos por un república auténticamente social (“democrática de trabajadores de toda clase”) sino que incluso tuvieron el cuajo de refutar la aclamada transición y los benéficos Pactos de la Moncloa. Me refiero fundamentalmente al movimiento libertario y a toda esa miríada de gente de la izquierda resistente desbordadora de un Partido Comunista franquiciado por el consenso cortesano.

Y cómo no hay mejor cuña que la de la misma madera, la estampida se ha iniciado desde las filas de la izquierda nominal. El libro de Javier Martínez-Reverte, La batalla de Madrid, acusando, vía acta encontrada en los archivos de la CNT, de haber sido los anarquistas los responsables de Paracuellos, las inventivas de Antonio Elorza sobre el diario anarcosindicalista La Tierra y los espasmos descontextualizadores de Santos Juliá sobre Casas Viejas, han inaugurado, malgre lui, el género guillotina que la extrema derecha acariciaba. Esta vuelta de tuerca a la tradición historiográfica, mutatis mutandis, asocia en resultados a investigadores de perfil progresista con propagandistas de la dictadura como la escuela de los Pío Moa y Cesar Vidal.

Y como no hay dos sin tres, la saga contrafactica, conveniente empotrada en la prensa con reportajes sesgados y reseñas tremendistas, está teniendo continuidad en otras revelaciones editoriales como el libro de Miquel Mir Diario de un anarquista anarquista, o el tratamiento editorial dado en los medios al cortometraje sobre la vida de Felipe Sandoval (“El verdugo anarquista”), un energúmeno de ínfulas ácratas al que el propio escritor Eduardo de Guzmán desenmascaraba para la posteridad en el libro Nosotros los asesinos, obra con título irónicamente inculpatorio donde se relatan pormenorizadamente las torturas, vejaciones y purgas a que fueron sometidos los vencidos en comisarías, cuartelillos, prisiones y campos de exterminio franquista, todo por Dios y por la patria . Un cronista que titulaba su nota periodística Las patrullas de la FAI, comentando el libro de Jordi Alberti El silence de les campanes, decía sin asomo de inflexión hace unos días en La Vanguardia: “Se trata de la crónica de uno de los acontecimientos más negros de la historia reciente de Catalunya donde fueron ejecutados un tercio de los 6.818 religiosos asesinados en territorio español. Este dato lleva a Alberti a concluir que lo ocurrido en Catalunya y en España no tiene parangón en la historia. Ni la revolución francesa, ni la soviética, ni la maoísta tuvieron un comportamiento comparable en lo que hace a la persecución y muerte de religiosos”. Como suena. Y uno que creía que un tal Georges Bernanos había escrito a la viceversa un libro titulado Los grandes cementerios bajo la luna.

Pero la noticia debería ser otra: que hoy, 70 años después de la victoria-holocausto de Franco, tras casi 40 de régimen dictatorial y unos 30 de constitucional se argumenta que los asesinos fueron sus víctimas y no lo verdugos. Ya no cabe duda: fuimos derrotados por los fascistas en defensa de la legalidad republicana; sufrimos persecución por la justicia franquista y ahora, en esto que llaman democracia y algunos creemos que aún no lo es, vuelven a colocarnos en la picota. Pobre, Durruti, eligiendo secretario a un mosén (Jesús Arnal) para protegerle y de paso dar ejemplo. Pobre Simone Weill, la filósofa cristiana que acudió desde Francia junto a las malicias anarquistas de Aragón. Pobre Melchor Rodríguez, el faista que recién nombrado director general de prisiones se jugo la vida pistola en mano acabando con las sacas de quintacolumnistas. Pobre, en fín, Abad de Santillán, el también dirigente de la FAI que, tras derrotar a los militares golpistas en Barcelona, no quiso ocupar el poder en Catalunya como le ofrecía Companys.

Nosotros, los asesinos.

 

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