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Pensamiento :: 19/05/2011

Rafael del Riego y el hilo rojo de la democracia

José Luis Carretero Miramar.
Preguntarse por Riego es, al fin y al cabo, preguntarse por la democracia.

Rafael del Riego fue hecho prisionero el 15 de septiembre de 1823, en pleno derrumbe militar del régimen constitucional ante el absolutismo borbónico, y fue ejecutado dos meses después en Madrid, en la Plaza de la Cebada. La sentencia (que no llegó a cumplirse en sus propios términos) establecía que su cuerpo sería descuartizado, que sus cuartos serían repartidos entre los lugares más representativos de su vida (Sevilla, Isla de León, Málaga y Madrid), y que su cabeza sería expuesta por tiempo indefinido en Las Cabezas de San Juan, donde se alzó militarmente contra Fernando VII y su régimen de poder absoluto. El día de su muerte, algunos jóvenes testigos del suplicio (oportunamente bendecido por la Iglesia), entre los que se encontraban los poetas Patricio de la Escosura y José de Espronceda, se juramentaban para vengarle.

El 14 de abril de 1931, al proclamarse la Segunda República Española, el “Himno de Riego”, escrito en su honor, fue coreado por las multitudes proletarias y republicanas junto a “La Marsellesa”, “A Las Barricadas” y “La Internacional”, como un claro símbolo de la República en ciernes. Años antes, el célebre pedagogo anarquista Francisco Ferrer i Guardia había puesto a su hijo el nombre de Riego, en memoria de este militar liberal y revolucionario, muerto décadas atrás.

¿Qué extraño hilo rojo une a un oscuro teniente coronel de ideas liberales y democráticas con las figuras señeras del republicanismo y el movimiento obrero españoles de los decenios posteriores? ¿Por qué en la Unión Soviética de 1939, en pleno apogeo del Estado autodenominado como proletario se publicó un libro de G. Revsin titulado “Riego, héroe de España”? ¿Qué oscura clave conecta aún hoy la memoria del liberalismo democrático de primera hora con la narrativa feroz de las revoluciones proletarias y la transformación radical del mundo?

Preguntarse por Riego es, al fin y al cabo, preguntarse por la democracia. Por esa extraña consigna levantada por la burguesía al albur de la Revolución Francesa de 1789, contra el poder autocrático del Antiguo Régimen, que más tarde trataría de profundizar y acrecer, hasta un extremo no previsto por sus primeros defensores, el movimiento proletario del siglo XX.

A finales del siglo XVIII la burguesía era una clase social en plena expansión económica, pero apartada del ejercicio del poder efectivo por la estructura de un Antiguo Régimen basado en el dominio autocrático y absoluto de la Corona, la Iglesia y la clase aristocrática.

Frente a la áurea leyenda de una democracia agraria pura y virginal, el mundo inmediatamente anterior a la Gran Revolución estaba ferozmente determinado por el poder sin límites de señores, curas y reyes. El latifundismo feudal, expresado en obligaciones de servidumbre como el famoso “derecho de pernada” o de “prima nocte” era una realidad enormemente extendida que había derrotado ya hacía tiempo al régimen concejil. Pese a la subsistencia de parte del comunal, lo cierto es que la praxis social aldeana estaba controlada, en la mayor parte de los sitios, por nobles y eclesiásticos, en el marco de un ordenamiento jurídico donde la tortura era considerada un medio normal y legal de prueba, y la represión de los actos de rebeldía descansaba en el concepto del suplicio (la muerte, la mutilación, la tortura pública del delincuente). El analfabetismo era masivo y cualquier libro que pusiese en cuestión la más estrecha visión de la Santa Madre Iglesia convertía a su autor, si era identificado, en el objeto de las más ignominiosas crueldades.

La burguesía se había hecho fuerte en los poros de esta sociedad. Dedicándose a las actividades de nuevo desarrollo (el comercio, la industria, la usura…) había conseguido enriquecerse, pero su pujanza económica no se traducía en un poder político y social efectivo. Nobleza, Iglesia y Corona, pese a sus ocasionales encontronazos mutuos, seguían guardándose la parte principal del pastel para ellos solos.

Así que esta nueva clase dinámica y en crecimiento de la sociedad necesitó aliados en su pugna por el poder. Necesitó romper un tabú: el de la absoluta pasividad de las masas populares, trabajadoras y campesinas.

Para atraer a su lado a los sectores sometidos, la burguesía, en el crisol de una de las mayores oleadas revolucionarias que en el mundo han sido, tuvo que prometerles algo: el concepto feroz y feraz de la democracia. Rebuscando en las tradiciones campesinas y en la cultura precristiana de Occidente, los teóricos liberales levantaron una bandera que llevaba siglos arrumbada: los hombres son todos iguales y deben de tener la misma capacidad de decisión. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Los pilares y ejes esenciales de una sociedad democrática y libre.

Ya desde el primer acto de este drama quedó claro que había distintas concepciones de dicho vocablo. Mientras los sectores burgueses hablaban de una ruptura con los límites teocráticos y absolutos del Antiguo Régimen que no superase determinados listones arbitrariamente establecidos, los sectores populares hicieron pronto suya (desde la propia Revolución Francesa, en la que ya se puede rastrear la existencia de facciones como las de Marat, Hebert o Babeuf) la consigna democrática exigiendo que la libertad, la igualdad y la fraternidad llegaran, incluso, al corazón de la estructura social: la organización económica de la vida.

La burguesía, para llegar al poder, había tenido que arrasar con dos mitos esenciales que una tradición de un milenio había mantenido incólumes. Había creado dos gigantescos monstruos que se convirtieron, subsiguientemente, en su gran pesadilla:

Había demostrado, primero, que la Revolución Social es posible. En cerca de cien años, la acción de las masas populares realizó una transformación completa y radical del cuerpo social y la estructura de poder. Todo mutó, desde la organización de la familia, hasta la cosmovisión general de la población o la educación de los niños. Aquello no eran simples levantamientos campesinos para exigir menos impuestos o cambiar un Rey por otro. Era el vértigo de las masas irrumpiendo en la Historia y cambiando el mundo, como se dijo entonces, “de arriba abajo”. Con mayor o menor consciencia, es cierto, pero conformando un sujeto imposible de detener. Y que ya no se detendría. La idea de que una Revolución Social es posible, caló hasta lo más profundo de la imaginación popular, expresándose en las nuevas herejías antiburguesas: el socialismo, el anarquismo, el comunismo…

Además, la idea de que los seres humanos han de ser libres e iguales, y de que las decisiones sociales han de tomarse desde una praxis democrática, caló igualmente en las mentes de las nuevas generaciones. Ya no se aceptarían diferencias de nacimiento como en el orden del Antiguo Régimen, recién derribado (ni, con el tiempo, incluso de género). No habría sangres rojas y azules. La idea de la democracia y la igualdad se convertiría en un gigantesco virus que alimentaría todos los sueños febriles del proletariado y el campesinado en los siglos siguientes.

Por supuesto, la burguesía, tras vencer gracias a ellos, hizo todo lo posible por derribar a los dos titanes que acababa de despertar: habló del sufragio censitario, del parlamentarismo, de la representación nacional contra el mandato imperativo, de la monarquía parlamentaria…Trató de levantar, infructuosamente, nuevos diques que detuviesen la energía desatada de las masas: partidos políticos, campañas electorales, Razón de Estado…pero a cada nuevo dique le correspondían sus propias grietas, sus rupturas. Cuando lo liberales hablaron de sufragio censitario, los demócratas levantaron la bandera del sufragio universal; cuando los demócratas (ya domesticados) hablaron de monarquía parlamentaria, los republicanos se insurreccionaron en nombre de la democracia federal; cuando los republicanos alabaron las virtudes de la pequeña burguesía, el proletariado se alzó inconmensurable, con una pregunta que agitó los mares y estremeció los anhelos de millones de seres humanos durante decenios de lucha inquebrantable: ¿Por qué la democracia ha de detenerse –inquirió, casi textualmente, por ejemplo, Carlos Marx en “El Capital” – a las puertas de la fábrica? ¿Por qué la libertad, la igualdad, la fraternidad, no han de determinar la estructura de la propiedad, la regulación interna de la vida productiva y económica?

Somos todos hijos de ese mar embravecido que, desde las jornadas gloriosas de 1789, no dejó de lanzar sus dentelladas contra el dique burgués, tras ver que había sido capaz de derribar el de las testas coronadas.

Pero no nos engañemos. La Historia no se entiende si sólo se analiza ex post facto. Es fácil decir, pasada la fiesta, que los liberales de primera hora querían el triunfo de la burguesía y, por tanto, la OTAN, la Play Station, los discos de Bisbal, el bombardeo de Bagdad, el FMI, las contratas y subcontratas, el fútbol profesional, o cualquier otra cosa del mundo actual. Quienes ven así la Historia son como aquellos cineastas que, realizando una película sobre el Cid, olvidan quitarle el reloj de pulsera al protagonista de la escena de amor. Las gentes reales viven en su tiempo, en su momento, y tienen únicamente las alternativas concretas y efectivas que su época les permite. El conflicto real, el que enfrentó la gente real, no fue el que encaraba a los liberales con las ideas de Félix Rodrigo Mora (por ejemplo), o a Rafael del Riego con una “democracia campesina” que ya había sido aplastada siglos antes por el cuerpo armado de la aristocracia y la reptiliana doctrina de la Iglesia. Las gentes que se levantaron en 1789, o que lucharon contra el absolutismo en el largo y convulso siglo XIX, lo hicieron en el nombre de la igualdad, la libertad de espíritu, la posibilidad de decir lo que pensaban, y se enfrentaron con el oscurantismo, la superstición y el odio salvaje que siempre ha demostrado el alma conservadora y tradicionalista española. “Monárquica y sentimental”, pero capaz de las más horrorosas crueldades, como bien quedó demostrado a partir de 1936.

Sólo hay que hacer un pequeño seguimiento a la delgada línea roja, a algunas de sus hebras. Tras Riego, vinieron otros:

-Ramón Xaudaró, liberal republicano conocido como el “Marat barcelonés”, que se puso a la cabeza del levantamiento de la Ciudad Condal de 1837. Fue fusilado por, según se dijo, “propagar teorías disolventes” y ponerse “a la cabeza de proletarios armados para destruir el edificio social”.

-Francisco Pi i Margall, presidente de la Primera República. Masón. Federalista. Introductor de Proudhon en España.

-Eduardo Barriobero. Diputado Republicano federal. Abogado de la CNT. Presidente del Tribunal Revolucionario de Barcelona, tras el 18 de julio de 1936, a propuesta del sindicato anarcosindicalista. Puesto en el que fue sustituido por Angel Samblancat, un personaje muy parecido (también republicano federal y masón, y también un “hombre de la CNT”). Defensor de una “República social” que fuera más allá del parlamentarismo y del dique burgués, como un primer paso hacia el comunismo libertario.

-Ricardo Mella, Ramón Acín, Gil Bel, Pedro Vallina, Fermín Salvochea ¿Cuantos hombres y mujeres del movimiento obrero empezaron militando en las filas del republicanismo federal, radicalmente democrático y socializante? ¿Cuántos pasaron del reclamo de mayor libertad política a la reivindicación de la libertad y la igualdad social? Es muy simple: en 1848 una ola revolucionaria se desató en la práctica totalidad del territorio europeo. Reclamaban principalmente libertad, democracia, República. Su parecido con el 2011 árabe ha sido ya subrayado por muchos analistas. Hubo dos tipos barbudos, entre los miles que se bregaron esos años en esa lucha por democracia, libertad, República. Analizaron sus posibilidades y sus límites. Y, subsiguientemente, decidieron trascenderla, superarla, acrecentarla, llevarla mucho más allá, hasta traspasar los límites que la propia burguesía insurrecta ya no consideraba aceptables. Se llamaban Carlos Marx y Miguel Bakunin. Exiliados, encarcelados, perseguidos por su participación en esos levantamientos, dieron voz a los millones de personas que, en el siguiente siglo, se tomaron la consigna de la democracia mucho más en serio que sus propios inventores.

No tenemos por qué renunciar a ella. Más allá y contra el parlamentarismo, las campañas electorales, el “pluralismo político” de los lobbies o la “Gobernanza Global”, lo que nosotros reivindicamos es una democracia efectiva y real. Una democracia que no se pare a las puertas de los centros de trabajo. Muchísima más democracia. Hasta hartarnos. No rompamos la delgada línea roja de los últimos doscientos años. Ya les gustaría.

José Luis Carretero Miramar.

 

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