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Estado español :: 11/03/2009

Ruido de togas

Carlos de Lorenzo
Los jueces han pasado a encerrarse en una táctica defensiva que les lleva a reivindicar un estatus privilegiado que les aleje de cualquier escrutinio social.

Que en España la justicia no funciona es algo que, prácticamente, nadie pone en duda. No sólo nos referimos a que la Justicia, con mayúscula, se administre de forma desigual, ni que lo haga con interpretaciones sesgadas y restrictivas de los deberes y derechos de los ciudadanos; estas deficiencias corresponden al normal desarrollo de la justicia en una sociedad como la española. El principal problema tampoco es que la justicia se administre con retrasos tan escandalosos que adulteran el espíritu educativo o el carácter sancionador de las penas; aunque resulte indecente que, por una parte, se castiguen con dureza delitos menores cometidos cinco o diez años atrás mientras que, por otro lado, algunas instrucciones se prolonguen durante meses y meses hasta que los delitos prescriben, como ha sucedido recientemente con la estafa de Alberto Cortina y Alberto Alcocer, los delincuentes fallecen, como Jesús Gil y su trama marbellí, o envejezcan en presunta libertad, como el cacique Carlos Fabra en Castellón.

Naturalmente, la culpa de estos retrasos injustificables se debe, sobre todo, a la carencia de medios de la administración judicial, siempre postergada por los políticos de uno y otro signo. Si el Ministerio de Justicia tuviese la mitad de los recursos informáticos que disfruta desde hace décadas la Hacienda Pública o la Tesorería de la Seguridad Social, las audiencias y los juzgados no estarían en tan lamentable situación. El retraso en abrir y dotar nuevos juzgados, las formas peculiares de contratación, la elevada proporción de suplentes e interinos… todo esto es clara muestra de la poca consideración que los que nos gobiernan y nos han gobernado tienen de la justicia.

Sin embargo, los jueces no habían protestado hasta ahora por la penuria humana de su trabajo o por la falta de medios materiales que sufren sus juzgados, a pesar de que tienen su propio órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial, y a pesar de que varios de los últimos ministros del ramo han sido jueces, como Juan Alberto Belloch y Mariano Fernández Bermejo. Tampoco se han mostrado dispuestos a renunciar a subidas salariales abultadas, que en varias ocasiones han estado por encima de las del resto de funcionarios públicos, para aumentar los recursos de sus tribunales.

¿Cuál es, entonces, el motivo principal del malestar evidente de los jueces? El actual "ruido de togas", afortunadamente menos letal para los ciudadanos que el "ruido de sables" del pasado reciente, tiene su origen en los cambios que está sufriendo la sociedad española, en el espíritu de crítica que llega, quizás por primera vez, hasta las actuaciones y sentencias judiciales. Alegan los jueces que están acostumbrados a que sus sentencias sean analizadas y revocadas por instancias jurídicas superiores, pero se olvidan de recordarnos que estas críticas siempre se producen dentro de la escala jerárquica de la magistratura, pero nunca por legos en derecho; basta para comprobarlo el pobre desarrollo que han tenido entre nosotros los jurados populares y el desprecio por sus resoluciones.

El descontento de los ciudadanos ante algunas sentencias, aireadas con escándalo demagógico por los medios de comunicación, y determinadas prácticas judiciales, que han tenido su cenit en el llamado "caso Mari Luz", se traduce continuamente en la escasa valoración y credibilidad que los españoles conceden a su magistratura, tal y como se pone de relieve en las encuestas. Y los jueces, que se sienten acosado por esta presión social antes desconocida, han pasado de culpar a sus pocos medios informáticos o a sus desmañados funcionarios para, al subir el tono de las críticas, encerrarse en una táctica defensiva que les lleva a reivindicar un estatus privilegiado que les aleje de cualquier escrutinio social.

El descontento judicial nos muestra la escasa adaptación de jueces y magistrados a la realidad social española y el largo trecho que les falta hasta ser un órgano no sólo constitucional sino, además y sobre todo, democrático. Una judicatura que no fue depurada durante la Transición, no sólo de personas sino también de prácticas franquistas, una judicatura con una elevada endogamia, en la que los apellidos se repiten en largas dinastías familiares, una judicatura que muestra un perfil ideológico asimétrico, los progresistas apenas representan el veinticinco por ciento del total de jueces españoles frente a una sociedad que se identifica con el centro-izquierda, una judicatura, en fin, que se ha adaptado tarde y mal a un modelo democrático liberal.

Pero la solución no pasa por el enroque de los jueces, sino por su adaptación al papel que les corresponde en la Europa del siglo XXI, recordándoles que sólo administran justicia en nombre del pueblo y no en nombre de su conciencia personal, como creen muchos jueces que se resisten y entorpecen las nuevas leyes sociales con decisiones abracadabrantes que repugnan a sus conciudadanos. La solución para el divorcio entre los españoles y sus jueces es más libertad, más crítica, más permeabilidad; la autonomía que ahora algunos magistrados reclaman, por ejemplo en la elección del Consejo General del Poder Judicial, está en contra de una sociedad escrupulosamente democrática y del sentido común. La huelga de los jueces del pasado 18 de febrero parece buscar ese autogobierno, trufado de corporativismo, y no la solución a los evidentes problemas de la justicia en España, como alegan sus convocantes con prepotencia.

Algunos alegarán que, en materia de jueces, para los anarquistas, cuanto peor, mejor. Pero no podemos olvidar que esos magistrados son los que cada día imponen penas injustas, hacen la vista gorda a los malos tratos en comisarías, cuartelillos, cárceles y centros de menores, como denuncian desde Amnistía Internacional hasta el Defensor del Pueblo, y dictan sentencias detrás de las cuales hay personas de carne y hueso, de carne de presidio.

Periódico Tierra y Libertad

 

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