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Estado español :: 13/12/2008

Sobre jueces, héroes y tumbas

Carlos de Lorenzo
No nos hace falta una ley para que nos refresquen la memoria, ellos siempre han estado presentes en nuestro recuerdo.

Según aprendimos en el catecismo, las siete obras de misericordia corporales de la Santa Madre Iglesia son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, visitar a los enfermos, asistir al preso y enterrar a los muertos. A lo largo de los siglos, los católicos han fundado numerosas congregaciones religiosas dedicadas a practicar todas y cada una de estas obras de misericordia… excepto para enterrar a los muertos. La Iglesia católica, sus clérigos y sus seglares, no se sintieron particularmente comprometidos con una obra de misericordia que nunca dejaba de practicarse.

Sorprende, por eso mismo, que la jerarquía eclesiástica católica se oponga con tanto ardor a la excavación de las fosas comunes en las que están enterrados anónimamente los españoles asesinados por la represión franquista. A sus familiares, sus hijos y sobre todo sus nietos, no les mueve otra voluntad que la de enterrar con dignidad a sus muertos, una obra de misericordia que la Iglesia está moralmente obligada a practicar. Pero no debe ser por casualidad que la única congregación dedicada a cumplir esa vocación cristiana de enterrar a los muertos, los Hermanos Fosores, se fundase en la martirizada provincia de Granada en 1953.

La misma Iglesia católica que beatifica apresuradamente a sus muertos en la Guerra Civil, niega a "los otros" no sólo la posibilidad de homenajear a sus héroes, sino hasta el derecho a buscar sus restos y darles una tumba. Como si fuese la reencarnación de Creonte, el rey de Tebas que prohibió dar sepultura al cuerpo yacente de Polinices, el cardenal Rouco Varela, jaleado por sus corifeos de la derecha política y mediática, ha decretado que enterrar a los muertos es abrir heridas, aunque afortunadamente hoy no puede condenar a muerte a las Antígonas que, desoyendo sus críticas y advertencias, siguen buscando a sus hermanos en los antiguos campos de batalla.

La derecha, como el rey Creonte de la tragedia de Sófocles, confunde el plano familiar con el plano social. ¿Cómo puede alguien resistirse a que un hijo entierre a su padre, una hermana a su hermano, un nieto a su abuelo? Para hacerlo las Antígonas de la España contemporánea no necesitan el permiso de la Iglesia católica ni la cobertura legal de un juez de la Audiencia Nacional. Por justicia, por solidaridad, sería bueno que el Estado colaborase con su tarea, pero familiares y amigos llevan una década excavando las cunetas de la Península sin ayudas ni subvenciones.

Porque las heridas nunca se han cerrado, porque los familiares y los compañeros de los muertos en las trincheras, en las tapias y en las cárceles nunca les hemos olvidado. No nos hace falta una ley para que nos refresquen la memoria, ellos siempre han estado presentes en nuestro recuerdo. Ni las leyes franquistas consiguieron que les olvidásemos ni necesitamos que los socialistas nos devuelvan su presencia con leyes vergonzantes. Resulta sonrojante que los mismos que en los primeros años de la Transición nos calificaban como nostálgicos y nos consideraban como los restos del naufragio de un pasado glorioso pero superado, sean los mismos que hoy pretenden darnos permiso a los anarquistas para mirar atrás. Para nuestro dolor y para nuestra memoria particular ni hemos necesitado ni necesitamos leyes, ni hemos pedido ni pedimos nada al Estado.

Pero hay otro plano social; junto a la memoria particular está la verdad histórica. La sociedad tiene derecho a conocer la verdad, tiene el deber de reconocerse en su Historia. Tenemos que saber y queremos saber quién disparó a los muertos de las cunetas pero, sobre todo, quién se enriqueció con los trabajos forzosos de los presos, quién se aprovechó de las incautaciones, quién obtuvo irregularmente títulos académicos y puestos de funcionario. Tenemos que saber y queremos saber cómo se repartieron entre los adictos los estancos y las administraciones de lotería, cómo se adjudicaron a dedo las viviendas sociales y los destinos más apetecidos, cómo se hacía la vista gorda con el estraperlo y la evasión de impuestos. Tenemos que saber y queremos saber quiénes fueron nuestros inquisidores y nuestros delatores, nuestros censores y nuestros adoctrinadores, nuestros torturadores y nuestros encubridores. En 1936 y en 1939, pero también en 1945 y en 1975.

No seremos los anarquistas quienes pidamos penas de cárcel para los que nos cubrieron de sangre y miedo durante cuatro décadas, coautores hoy impunes pero ancianos. Pero si nuestra memoria es particular, la historia tiene que ser general. Que se abran los archivos, que se derriben las censuras encubiertas, que se deje de señalar con el dedo avisando del silencio o amenazando por el miedo. Que se hable de la miseria de nuestro franquismo, que se oigan los testimonios de las víctimas y que se digan nombres y apellidos de los verdugos. Que se llame al pan, pan y al vino, vino. Para las generaciones venideras.

El general Franco siempre decía que sería juzgado por Dios y por la Historia. Dudo que haya visto al primero, pero le ha llegado la hora del juicio de Clío, la musa de la Historia.


Artículo extraído del periódico Tierra y Libertad

 

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