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Pensamiento :: 09/01/2006

Yo también soy terrorista

Nel Ocejo Durand
Yo también soy terrorista porque aún uso la razón para explicarme los problemas.

Razón y libertad se compaginan en mi mente cuando he de abordar cuestiones morales que me atañen, en cuanto ser humano vinculado a los demás por imperativos concernientes la especie a la que pertenezco: necesidad de comunicación derivada de mi constitución genética; educación recibida en el seno de una cualquiera sociedad humana, lo que comporta deudas impagables con quienes me formaron, ya fuesen seres vivos presentes en mi desarrollo o pretéritos personajes a cuyas obras acudí buscando respuestas a las innumerables cuestiones que la realidad vivida me planteó y todavía me plantea; permanencia de instintos animales que no puedo sublimar y que me inducen al contacto con el prójimo, por necesidad de afecto, por necesidad de reproducción o de placer, por necesidad de supervivencia. Todo lo cual considero como el origen de una necesidad constante de socialización sin la cual mi existencia carecería de fundamento: la actitud que he de adoptar en las relaciones con mis semejantes, el comportamiento consciente derivado de mis principios morales, indispensables para cualquier forma de convivencia posible aceptando la responsabilidad de mis actos y manteniendo íntegra la dignidad derivada de mi propia condición. En resumen: al ser un ser social necesariamente debo admitir la condición moral de mi existencia mientras viva en una sociedad, comunidad, colectividad o cualquiera de los sinónimos adscritos a la vida agrupada existente para mi especie en el planeta.

La razón me dicta todas estas consecuencias derivadas de mi propia condición natural, ¿y la libertad? La libertad es el elemento indispensable para que la razón se despliegue en mi mente sin cortapisas artificiales que le induzcan a confusión, a tergiversación o engaño a la hora de enfrentarse con la exposición de las cuestiones vitales que se presentan a lo largo de la vida de cualquier ser humano en una sociedad. Ninguna condición más allá de las que se consideran necesarias para el uso de la razón, intrínsecas al propio proceso mental en el que se desarrollan las ideas, puede ser admitida por la libertad de expresión, por la palabra libre de cadenas afectivas, profesionales o políticas. Ninguna constricción, pues, para declarar los resultados obtenidos por la aplicación de la razón al planteamiento de las cuestiones vitales para cada uno de los seres dotados, por la evolución de la especie, para discernir lo verdadero de lo falso, lo consecuente de lo inconsecuente, lo real de lo ficticio. Solamente en estas circunstancias es posible razonar sin mediar intereses espureos que conduzcan los razonamientos y sus conclusiones hacia una dirección predeterminada. Otra cosa es la incidencia de lo irracional, de lo inconsciente, en nuestras palabras y acciones. El elemento irracional es imposible negarlo, pero es necesario apartarlo cuando el discurso concierne los problemas sociales, que se rigen por convenciones regladas por nuestra razón, mientras que es consustancial a la hora de resolver cuestiones estríctamente personales, derivadas de nuestra búsqueda de la felicidad en otro plano vital que no implique consecuencias para el resto de las personas que nos rodean, al menos sin su pleno consentimiento y conformidad con la exclusión de las cuestiones generales que atañen al conjunto de la población en la que se desenvuelven nuestras vidas.

¿Y por qué me considero terrorista si parto de estas premisas? Porque una razón libre, tal y como se ha indicado, no puede negar el sentimiento de justicia que nos ha sido inculcado desde los orígenes de nuestra civilización y del cual, en mayor o menor medida, somos conscientes todos los seres que se quieran considerar humanos. ¿Y no es una contradicción hablar de sentimiento cuando se trata de razonar? Si lo consideramos como sentimiento natural, incorporado por la moral a nuestra capacidad de raciocinio, no. La razón no contempla solamente conceptos abstractos sino también todos aquellos sentimientos sociales que han sido incorporados en las normas de convivencia, al punto de poder ser considerados como inmanentes a la propia condición humana de la existencia. La fraternidad, la solidaridad, la empatía... son también sentimientos "razonables" con los cuales hemos elaborado nuestras formas de conducta social, por lo tanto pueden ser contemplados por la razón sin presentar objeciones en el sistema lógico en el que se desarrollan nuestros pensamientos. Admitiendo el sentimiento de justicia como un elemento fundamental que informa nuestra conducta social y permite que no acabemos con nuestras diferencias con actitudes animales, ¿cómo es posible que se contemple la injusticia como base de la convivencia entre seres humanos? La razón y la experiencia vital indican una respuesta "terrorista": porque, en realidad, no todos los seres bípedos que responden a las características de la especie pueden considerarse "humanos". O, viceversa, si se consideran tales los que admiten y permiten la existencia de la injusticia en la sociedad, los que, atendiendo a su razón, se rebelan contra aquélla, se autoexcluyen de la categoría general de la especie, quedando relegados a un limbo existencial que los separa, automáticamente, del resto de los "humanos". Pero como no parece razonable que sean éstos los "inhumanos", puesto que a través de la historia de la humanidad se han mantenido los ideales de justicia para organizar la convivencia entre las personas, se ha de admitir que aquéllos, los tolerantes con la injusticia, y los que la provocan, son los verdaderos "inhumanos" o, también, no son "completamente" humanos, visto que no comparten una de las condiciones sociales admitidas por la razón para pertenecer a la categoría de animales racionales. Más que rondar la contradicción interesa dilucidar la paradoja.

La paradoja proviene, como es natural, de los usos y abusos del lenguaje que se emplea. Por humano se entiende lo contrario de lo que en realidad significa. Mientras que se considera humano todo lo concerniente al hombre (y a la mujer, sin necesidad de "arrobas"), con lo cual se incluye, por descontado, su capacidad para vivir en sociedad respetando las normas establecidas a lo largo de la evolución de la especie y racionalizadas en leyes, la acepción más común difusa por la educación manipulada por los poderes desde los bancos de la escuela es la de debilidad. Así se consideran "humanas" la corrupción, la deshonestidad, la prevaricación, la violencia en todas sus manifestaciones y, también, la injusticia, el crimen, el ensañamiento, etc., es decir, todo aquello que representa lo opuesto a las normas de convivencia dictadas por la razón. Somos "humanos" porque incapaces de comportarnos como tales, débiles moral y racionalmente. Este es el discurso elaborado por los poderes establecidos en casi todos los rincones del planeta, derivado de una concepción redentorista, religiosa (en la más peyorativa de sus acepciones), de la existencia humana: hemos nacido en el pecado y todos nuestros actos y pensamientos son impuros, poseemos una naturaleza que hay que doblegar y conducir hacia la redención de nuestra esencia mortal y limitada. El que manda siempre tiene razón y lo hace por nuestro bien, para salvarnos de nosotros mismos. De este modo, en vez de fomentar a través del lenguaje, de la educación, los sentimientos más afines con los postulados que rigen la razón de nuestras formas sociales de convivencia: la justicia, el amor, la responsabilidad, la belleza del conocimiento, la aspiración al perfeccionamiento del carácter y de la inteligencia, la empatía..., se justifican las peores desviaciones del comportamiento social o, mejor, se justifica la existencia de un poder necesario para "regular" tales comportamientos "humanos", relegando las personas a una condición inferior puesto que son incapaces de ser responsables de sí mismas, pero manteniendo la apariencia de convivencia en sociedad con la ficción de ser iguales, no obstante la fragante antinomia que se deriva de ello; se dictan normas para que no sean respetadas, es más, para que sean sistemáticamente violadas, lo cual no es sino la demostración ejemplar de nuestra "humanidad’, de nuestra debilidad de carácter, de voluntad para cumplirlas; así, nuestra "humanidad’ viene ensalzada como "compasión por las desgracias ajenas", que, naturalmente, es nuestra propia desgracia, nuestra propia debilidad, de la que "humanamente" se compadecerán nuestros vecinos, cerrando el círculo de la mutua compasión que justifique nuestros pecados y nos devuelva la inocencia en la mutua absolución. Si esto es así no lo es sino por la sublimación de un sentimiento natural, la justicia, a la categoría de ideal, naturalmente inalcanzable para cualquier ser humano, con lo cual se niega la existencia de tales sentimientos considerándolos un desideratum, un ideal personal e intransferible al conjunto de la sociedad que, paradójicamente, se compone exclusivamente de seres humanos, todos perfectamente capacitados para disponer de sus vidas con arreglo a su razón y con iguales sentimientos.

Tal observación abre un debate que desborda las posibilidades de una simple exposición de algunas contradicciones, pero lo que se puede deducir de la misma es bastante menos complejo y accesible a cualquier mente bien dispuesta: en primer lugar, habría que comprobar si los sentimientos a los que se ha hecho referencia, la justicia en este caso, son reales o, como se justifica desde la autoridad, ficticios, es decir, ideales a los que hay que aspirar pero que no existen, no son percibidos como realidades "humanas". Cualquiera que posea un mínimo de sensibilidad ha sentido la ira apoderarse de su razón ante una injusticia manifiesta, incluso cuando su razón no estaba formada completamente, como en el caso de la infancia. ¿Quién puede negar tal sentimiento innumerables veces repetido a lo largo de su vida? Desde el castigo infantil injusto que a todos nos es familiar a la injusticia laboral cotidiana, pasando por las injusticias que se sufren en todos los ámbitos de la convivencia, el sentimiento provocado no se puede, sin caer en el peor de los cinismos sin base filosófica, considerar inexistente. De otro modo se niega la existencia como un hecho y se relega al mundo de los sueños, lo cual no es descartable a priori, según los avances del conocimiento en el campo de la física, pero que se aleja de los postulados sociales de la convivencia tal y como han sido planteados hasta ahora. El sentimiento de justicia, por tanto, se considera humano, además de no ser una ficción. Esta es una conclusión "razonable", tal y como se entiende por nuestras mentes, sin necesidad de subterfugios.

Por otro lado, el poder, que se justifica como necesario para "imponer" la razón en nuestras formas de convivencia, también se considera "humano", por lo cual comparte la acepción adscrita a la categoría, o sea, también es débil. Así, no puede sustraerse a la condición "humana" de sus representantes ni debe sorprender que sea "naturalmente" injusto, prevaricador, deshonesto, violento, corrupto, criminal, etc. Es decir, el poder es consecuente con la condición de sus sometidos, él y ellos perfectamente "humanos". De aquí que los que no comparten la justificación del comportamiento criminal extendido en todas las sociedades "humanas" o son "inhumanos" o denuncian con su propia existencia la "inhumanidad’ presente en nuestras sociedades. Hasta aquí la razón no encuentra dificultades para comprender la dicotomía presente en la naturaleza humana: por desgracia no todos somos iguales, o no todos somos "igualmente" humanos. Este hecho puede prescindir del razonamiento, es algo que se observa desde la infancia sin necesidad de poseer el "uso de razón", aunque después venga negado por la educación autoritaria a la que se ven sometidos todos los seres del planeta, casi sin excepción (no podemos extender tales conjeturas a quienes viven apartados de nuestra terrible civilización protegidos por una naturaleza rebelde a nuestra inhumanidad).

A quienes no se han dejado confundir por la doblez del discurso y reaccionan contra la injusticia, porque la sienten como parte de su condición de seres humanos y desean que se respeten las normas establecidas desde los orígenes de la convivencia entre seres de la misma especie; a los que luchan por una razón que les permita ser independientes y aspirar a mejorar su condición desde un punto de vista "razonable", ser más humanos y consecuentes con la responsabilidad y la dignidad que esto conlleva, además de "rebeldes" se les estigmatiza con el manido término de terroristas, elementos abyectos, "inhumanos", que propagan el terror en la sociedad utilizando la razón para oponerse a la injusticia. Así, los que antaño dieron sus vidas por la libertad, por la justicia, por la solidaridad, por el deseo de respetar las normas de convivencia establecidas por la razón y extenderlas al conjunto de la sociedad; que se opusieron a las armas con las armas, a las razones con las razones, a las palabras con las palabras..., en vez de héroes los hemos de considerar terroristas. Un cambio fundamental en la interpretación de la Historia que no se corresponde con un cambio de valores morales que se adecúen a la nueva realidad impuesta actualmente por los poderes mediáticos. Es la entropía del sistema social que lo llevará a su destrucción o a un cambio radical de los fundamentos en que se basa la convivencia. Depende de cada uno de nosotros cuál será el final de los valores morales antidiluvianos que hemos mantenido hasta ahora. Porque para mantenerlos es preciso negar la "humanidad’ de los seres "inferiores" que han impuesto su dictadura al conjunto de la sociedad, votantes de los representantes de los poderes establecidos por "razones" irracionales, personales no sociales; corruptos e inconsecuentes con la realidad de sus propios sentimientos, que no sienten o deploran en aras de su propia convenienza material, que reniegan de su propia naturaleza animal y racional; metecos adocenados que siguen las consignas de sus jefes, responsables como éstos de todos los genocidios que se cometen en el mundo en nombre de la "libertad’ y la "democracia" y que ellos han elegido para que les mantenga su pan et circensis cotidiano, la única razón de su plebeya existencia; mamíferos aturdidos por el sentido de la oportunidad, pero innobles y mezquinos como jamás lo llegará a ser cualquiera de nuestros perros, ejemplos de fidelidad y afecto que para sí quisieran una gran parte de los que se autodenominan "humanos" sin haber pasado ninguna prueba de verificación que lo demuestre, deslegitimados por su propia conducta ante los postulados de la razón consecuente con el sentido de la justicia para ordenar nuestras vidas.

Si la hipocresía social se ha difundido a tal punto de ser considerada como la única posibilidad de convivencia, ¿por qué mantener la ficción de unos valores morales establecidos para no cumplirse? ¿No sería más conveniente, más racional, abolirlos y basar la convivencia, como hasta ahora ha sucedido, en la dominación de los débiles por los más fuertes, por los mejor armados y carentes de escrúpulos para llevar a cabo sus personales fines, sin tener por ello que avergonzarnos de llamar a las cosas por su nombre? Es la ley del más fuerte, la que se ha mantenido vigente desde los orígenes de la estructura social en todas las civilizaciones conocidas y que ha permitido la acumulación de las riquezas en las manos de los poderosos, los más "humanos" entre los humanos, según la legitimidad que se ha concedido a la propiedad y a la posesión del dinero para comprar voluntades de débiles de mente y espíritu. Ya sea por acción u omisión, por interés personal o por ignorancia, quienes votan a los partidos y se eximen de toda responsabilidad, creyendo que no se les ha de juzgar por tan banal comportamiento, son responsables directos de todos los crímines que se cometen en su interés, que a la postre no es sino el interés de quien los gobierna: el hazmerreír de la condición "humana", que sin beneficios evidentes se comprometen con la culpabilidad de los beneficiados. Sí, quienes mantienen a los poderosos y a sus representantes políticos son "humanos, demasiado humanos" para pertenecer a mi especie. Los humanos de mi especie luchan por su libertad, por su independencia y por su dignidad, oponiéndose a las armas con las armas, a las razones con las razones, a las palabras con las palabras. El uso de la razón me lleva a considerarlos héroes por sí mismos, porque realizan en sus acciones los sueños que son los sentimientos para los domesticados por la compasión. La razón me lleva por la senda del terrorismo, ¿ o es el terrorismo el que transita por la senda de la razón?
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nocejo@hotmail.com

 

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