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Chile :: 13/11/2025

El legado de Allende vive en Jeannette Jara

José Maurício Domingues
Este domingo hay presidenciales en Chile, y todo indica que la contienda principal estará entre Jeannette Jara, del Partido Comunista, y José Antonio Kast o Johannes Kaiser, de la ultraderecha

Alexis Cortés Morales es un cientista social chileno, doctor en Sociología por el IESP-UERJ y profesor de la Universidad Alberto Hurtado en Santiago de Chile, donde dirige el Doctorado en Sociología. Divide su tiempo entre la vida académica --es autor de Favelados e pobladores: a construção teórica de um movimento social (2018) y Chile, fin del mito. Estallido, pandemia y proceso constituyente (2022)-- y la militancia política: desde hace seis años es miembro de la dirección nacional del Partido Comunista de Chile (PCCh). En 2023, Cortés fue miembro de la Comisión de Expertos formada tras la no aprobación de la Constitución elaborada por la Convención Constituyente de 2021 con la tarea de proponer un texto más consensuado (sustituido finalmente por una propuesta mucho más a la derecha, que acabó siendo también rechazada en el referéndum posterior).

En esta conversación con José Maurício Domingues, Alexis responde a algunas preguntas sobre el proceso político chileno desde 2019, pasando por el complicado proceso constitucional (cuyos impases acabaron dejando en funcionamiento la Constitución otorgada por Pinochet, aunque ya muy reformada), hasta llegar al momento actual, en el que Jeannette Alejandra Jara Román, exministra de Trabajo y Previsión Social --y también militante del PCCh-- es candidata por una amplia coalición de izquierda a la presidencia de la República.

Alexis, ¿cómo evalúas la situación actual, con el estallido de 2019, el gobierno de Gabriel Boric y el proceso constituyente, así como el auge de la extrema derecha? ¿Es que las fuerzas de izquierda y progresistas interpretaron mal la situación tras las grandes manifestaciones de 2019-2020, y eso condujo a la derrota del proceso constituyente, o existen otras lecturas? ¿Qué factores explican el desgaste del gobierno de Boric y el ascenso de la extrema derecha? ¿Es un reflejo más de la polarización que observamos en otros países o hay factores locales específicos a considerar?

Hoy vivimos un reflujo del «estallido»: un cambio radical en las prioridades ciudadanas justo después de la pandemia, cuando pasamos de tener como principal preocupación la desigualdad a otro momento en el que la seguridad pública y la migración se convirtieron en los principales problemas para los chilenos. El gobierno de Boric no tuvo luna de miel, porque con solo seis meses en el cargo se enfrentó a la derrota electoral más importante de la historia de la izquierda chilena: el rechazo de la propuesta constitucional de la Convención (2022), una redacción que incorporaba las demandas históricas de los movimientos sociales.

La derecha ha tenido un éxito parcial a la hora presentar este resultado como una derrota del «estallido» y de las ideas de izquierda, a pesar de que ellos sufrieron una derrota similar en el segundo proceso de 2023, que fue controlado íntegramente por la extrema derecha. Aunque están en el gobierno, las fuerzas progresistas están jugando en el campo de la derecha.

Por otra parte, el Gobierno se vio rápidamente atrapado en un techo de apoyo del 30%, en un contexto favorable para una oferta política centrada en la restauración del orden perdido. Mientras tanto, una parte cada vez mayor de la población dejó de identificarse con la izquierda y comenzó a mirar hacia la derecha. Y aunque la demanda de cambios sigue siendo fuerte, por momentos parece reducirse al cambio de Gobierno.

El presidente Boric llegó a La Moneda con grandes expectativas y esperanzas, pero sin mayoría en el Congreso y obligado a incorporar a la antigua Concertación, la alianza de centroizquierda que gobernó desde 1990 hasta 2010. Este movimiento era tan necesario como insuficiente para implementar un programa de gobierno que, en la práctica, necesitaba un cambio constitucional para ser posible.

Aun así, el oficialismo ha tenido notables triunfos legislativos para un Gobierno sin mayoría parlamentaria (reducción de la jornada laboral, aumento del salario mínimo, royalty del cobre, pago de la deuda previsional histórica de los profesores), aunque no logró hacerse de la intensidad necesaria para inclinar el apoyo de la población a su favor. ¿Cómo sucedió esto? ¿Cómo se pasó de un «estallido» que prometía convertir a la «cuna del neoliberalismo» en su tumba a un país en el que es muy probable una victoria presidencial de la extrema derecha?

Para responder estos interrogantes es necesario volver la mirada sobre una serie de momentos clave en la historia reciente de Chile. En primer lugar, el significado político del «estallido». El «estallido» de 2019 fue la culminación de un ciclo más amplio de movilización que cuestionaba las consecuencias de la implementación del neoliberalismo en el país. Pienso en las manifestaciones estudiantiles (2011-2012), medioambientales (2011), feministas (2018) y por el fin del sistema de Administradoras de Fondos de Pensión (2016).

Además, el «estallido» provocó una coincidencia inusual entre el ciclo de movilización y el ciclo electoral. La principal consecuencia fue el inicio de un proceso constitucional para sustituir el texto constitucional de la dictadura, aún vigente. Esto no era poca cosa, ya que la derecha se negó sistemáticamente a modificar el texto de la dictadura en lo sustancial como mecanismo para defender el legado neoliberal (privatización de la salud, limitación económica del Estado y opción por una lógica subsidiaria) y proteger el modelo chileno de las mayorías democráticas que ostentaba la Concertación.

El plebiscito de entrada (2020), que decidió cambiar la Constitución (78,28%) a través de un órgano elegido exclusivamente para ello (79%), fue la primera expresión de esta sincronía de ciclos. Esto se confirmó al año siguiente, a la hora de elegir a los constituyentes: la izquierda independiente se hizo con una mayoría aplastante de convencionales, y en segundo lugar quedó una nueva alianza de izquierda entre el Frente Amplio (FA) --formado por líderes que provenían de esas movilizaciones, notablemente de las estudiantiles-- y el antiguo Partido Comunista de Chile (PCCh), que fue el solitario crítico en los años 90 de la política de consensos pro-neoliberales entre la centroizquierda y la derecha.

Esa elección tuvo resultados modestos para la antigua Concertación y catastróficos para la derecha, que no logró el poder de veto de un tercio de los elegidos. La izquierda no necesitaba a la derecha para llegar a un acuerdo constitucional, circunstancia que, paradójicamente, terminó siendo trágica para el proceso, porque desde el inicio la derecha trabajó para que el texto y el proceso en su conjunto naufragaran.

Sin embargo, la tendencia a la sincronía se reafirmó con importantes triunfos en las elecciones municipales de 2021, en las que el FA y el PCCh ganaron alcaldías emblemáticas. En las elecciones presidenciales de ese mismo año, Apruebo Dignidad (FA+PCCh), con Gabriel Boric (25,83%) a la cabeza, ganó por un amplio margen a la candidata de la antigua Concertación, la demócrata cristiana Yasna Provoste (11,6%). Sin embargo, quien ganó la primera vuelta fue el candidato de extrema derecha José Antonio Kast (27,91%). Si bien Boric logró imponerse en segunda vuelta con un resultado contundente (55,87%), el avance de la extrema derecha ya era una señal de que la ventana que se había abierto con el «estallido» comenzaba a cerrarse.

Cabe destacar un detalle fundamental: todas estas victorias electorales se produjeron con voto voluntario, pero para el plebiscito de salida de 2022, que terminó rechazando el texto constitucional de la Convención, se implementó un cambio determinante: pasamos a tener voto obligatorio. Esto significó que alrededor de 5 millones de nuevos votantes (un tercio del total) que se incorporaron a la contienda política y que votaron masivamente en contra del texto de la Convención, contribuyeron posteriormente al triunfo de la extrema derecha en el segundo proceso constitucional, pero también volvieron a votar en contra de la propuesta constitucional hiperconservadora en 2023.

Aunque en parte de la izquierda existía la idea de que los nuevos votantes consolidarían las posiciones progresistas al provenir principalmente de los sectores populares, lo cierto es que la izquierda no sabía cómo ganárselos para que votaran a favor del proyecto constitucional de la Convención. En este sentido, las fuerzas de izquierda no interpretaron mal la coyuntura --al menos inicialmente-- pero, electoralmente, su imagen se vio distorsionada por la ausencia de una parte del pueblo en la ecuación. Sin embargo, al contrario de lo que intentó instalar la derecha, estos votantes no son moderados ni estaban en contra de las protestas de octubre de 2019, sino que fueron expresión del sentido más destituyente del «estallido»: desconfianza de todo, incluido el gobierno y las propuestas de la izquierda.

La principal autocrítica que debería hacer la izquierda es no haberse preparado para integrar en su discurso y en sus propuestas a ese mundo popular. Cuando comenzó la campaña del plebiscito de 2022, muchos partidos y convencionales de izquierda veían imposible la derrota porque la propuesta constitucional restablecía los derechos suprimidos por la dictadura. Tampoco se leyeron a tiempo las señales de desgaste. La Convención Constitucional gozó de grandes expectativas y valoración inicial, pero la inexperiencia política de muchos de los actores que la protagonizaron, su tendencia a espectacularizar su acción política y el descubrimiento de un fraude por parte de uno de los íconos del «estallido» que había sido elegido constituyente erosionaron su prestigio hasta el punto de contaminar su producto: la propuesta constitucional.

Para la población, la Convención ya no era una nueva forma de hacer política: era más de lo mismo, pero peor. Además, el texto quedó fuertemente identificado con el gobierno de Boric, que ya daba señales de un alto rechazo, y los nuevos votantes encontraron una forma de castigarlo descartando el borrador constitucional. La mayoría de la población consideró que la propuesta «dividía a los chilenos» y, aunque contenía anhelos históricos de los movimientos sociales, esto no se tradujo en un relato coherente, sino que fue más bien una agregación de diferentes demandas sin cohesión ni articulación.

Todo este escenario, por supuesto, no es en absoluto ajeno a las tendencias globales de crecimiento de la extrema derecha. Pero, evidentemente, contó con expresiones muy nacionales. Este fue uno de los errores de interpretación que yo mismo cometí. Cuando apareció Bolsonaro en Brasil, mi interpretación fue que un fenómeno así no se daría en Chile debido a la existencia de un partido pinochetista fuerte que intentaba tímidamente desligarse de la herencia dictatorial. Sin embargo, eso fue suficiente para que una figura del pinochetismo radical como Kast ganara espacio y creara un nuevo partido, no porque el electorado se hubiera vuelto más pinochetista, sino porque los nuevos votantes valoran la coherencia política y el tono autoritario, por ejemplo, para hacer frente a la inseguridad pública. Aquí observo una tendencia global: la derecha tradicional no ha intentado diferenciarse de Kast y, como en todo el mundo, está siendo absorbida por la opción más extrema.

Mi segundo error fue pensar que la pandemia fortalecería las posiciones a favor de lo público y del papel del Estado. En parte fue así, pero las fuertes medidas de contención, con una de las cuarentenas más estrictas del mundo, tuvieron un efecto «descolectivizador», porque cortaron el proceso molecular de reorganización de la sociedad activado con el «estallido» y llevaron a la gente a sus casas. La pandemia también tuvo efectos perversos en la dinámica del crimen organizado, cambiando radicalmente los códigos delictivos e incrementando los delitos de alta connotación pública por la aparición en el país de organizaciones criminales transnacionales, como el tren de Aragua, de origen venezolano.

Así fue como en Chile entramos en cuarentena dispuestos a ajustar cuentas con la herencia pinochetista y salimos con una crisis de seguridad y migratoria. En este contexto, una parte del mundo progresista veía como el mejor escenario posible un triunfo de la derecha tradicional para evitar la llegada de Kast a La Moneda. Pero eso cambió con la victoria en las primarias oficialistas de la candidata del Partido Comunista, Jeannette Jara. La elección volvió a quedar abierta.

La victoria de Jeannette Jara en las primarias de la coalición oficialista--o al menos el triunfo por tan amplio margen, alrededor del 60%-- fue algo inesperado incluso para el propio PCCh, ¿verdad? ¿Se trata de un voto por el socialismo o aún estamos lejos de eso? ¿Crees que hay posibilidades reales de victoria para Jara, aunque en este momento José Antonio Kast sea el favorito? ¿Cómo afrontar políticamente una responsabilidad tan grande, sabiendo que una derrota de la izquierda puede tener graves consecuencias para Chile y para América Latina? ¿No existe el riesgo de que un sentimiento anticomunista tradicional se vuelva en contra de Jara, o eso ya es cosa del pasado?

Jeannette Jara ganó las primarias del mundo oficialista por varias razones. En primer lugar, tenía una ventaja: fue ministra de Trabajo del Gobierno de Gabriel Boric y sus avances son los más valorados por la población. Logró una reducción de la jornada laboral de 44 a 40 horas, un aumento histórico del salario mínimo, la aprobación de una ley contra el acoso laboral y, finalmente, una reforma de las pensiones que, aunque lejos de poner fin al sistema de AFP (capitalización individual), rompió con casi una década de inacción en este ámbito.

Pero no solo eso: en todas esas conquistas recibió elogios transversales, incluso del mundo empresarial, por su capacidad de escucha, pragmatismo y diálogo. Por otra parte, su trayectoria biográfica instaló una división entre «el pueblo y la élite» que oxigenó la base de apoyo del gobierno. Ella creció en una familia y un barrio popular de Santiago, estudió en una universidad pública distinta de la Universidad de Chile, donde fue presidenta de la Federación de Estudiantes y fue subsecretaria de Previsión Social en el segundo gobierno de Bachelet.

Tiene una trayectoria de esfuerzo que la diferencia del resto de los políticos chilenos (incluso de los de izquierda), pero que la identifica con la población en general. En la campaña demostró empatía y cercanía, lo que a muchos les recordó el estilo de liderazgo de Michelle Bachelet. Las otras candidaturas oficialistas nunca lograron conectar más allá de sus nichos militantes y no ofrecieron una perspectiva de futuro, quedando atrapadas en la nostalgia o el rechazo de los años 90. Finalmente, su propuesta programática se centró en el bienestar material de la población mediante propuestas muy concretas y un discurso que no confundió la existencia de un clima políticamente adverso con la necesidad de moderación. Aunque su propuesta no tiene una perspectiva socialista en el sentido clásico, en las condiciones actuales de Chile es sin dudas expresión de un proyecto de izquierda.

El anticomunismo estuvo presente en el discurso de la candidata de centroizquierda que resultó derrotada, pero de una manera poco útil para sus pretensiones. En lugar de dedicarse a mostrar que ella podía tener más posibilidades, se dedicó a afirmar que era «imposible» que una comunista venciera a la derecha. Fue muy común escuchar frases como «la candidata es excelente, lástima que sea comunista». Pero, al ganar, ese discurso cayó en saco roto. El anticomunismo existe en Chile y es proporcional a la alta incidencia que tuvo el partido en la historia política nacional. El PCCh formó parte del Frente Popular a finales de los años 30, fue el partido más leal a Allende y formó parte del segundo gobierno de Bachelet.

El anticomunismo sigue vivo, pero dudo que sea un factor relevante para definir estas elecciones. Una parte importante de los votantes nació después del fin de la Guerra Fría y el fantasma del comunismo no les dice nada, especialmente a los más jóvenes. Estos podrían perfectamente votar por un comunista o por alguien de derecha o de centro. No es un código relevante para sus definiciones. Sin embargo, en otros grupos puede ser influyente. Al mismo tiempo, son varias las encuestas que han detectado un votante de derecha anti-Kast. ¿Qué prevalecerá, el riesgo que representa Kast para la democracia o el voto anticomunista?

Como dices, la responsabilidad es enorme: tenemos enfrente un proyecto que, de imponerse, implicaría un retroceso terrible. Pero el Partido Comunista tiene un prestigio muy consolidado en Chile y, además, la candidata es capaz de llegar a donde el partido no llega. Si ganó es porque puede trascender al PCCh y porque al mismo tiempo representa lo mejor que el partido puede ofrecer. Ningún otro partido comunista podría presentar una candidata tan competitiva como ella.

Sugeriste anteriormente que el programa de Jara es «necesariamente moderado», en el sentido de que se adapta a la realidad chilena actual, especialmente desde el punto de vista electoral. ¿No podría pensarse, en cierto sentido, como una continuidad a la «timidez» de los distintos gobiernos de la Concertación, que adoptaron el neoliberalismo y le fueron añadiendo poco a poco ciertos elementos de compromiso social para combatir la pobreza y reformar los sistemas universitarios, sin tocar las bases del modelo chileno (exitoso, es cierto, en sus propios términos)?

¿No sería el momento, sobre todo con una candidata de extracción comunista, de avanzar en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, dejando atrás la versión suave del neoliberalismo --el liberalismo social-- que sigue imperando incluso bajo el gobierno de Boric? Al fin y al cabo, se trata de una cuestión que, aunque continúa moviéndose en las sombras, poco a poco va desplazándose hacia el centro del debate político. ¿No sería esta una buena oportunidad para avanzar, por ejemplo, hacia una mayor intervención del Estado en la economía?

El programa de la primaria y el de la primera vuelta tienen en común su carácter antineoliberal. Eso quedó expresado, en primer lugar, en una gramática de derechos sociales que busca dejar atrás la lógica subsidiaria (el Estado solo interviene cuando los privados no quieren invertir) y, en segundo lugar, en una propuesta económica que aspira a salir de la explotación de las ventajas comparativas, como reza el credo neoclásico, lo que lleva a que nuestros países se especialicen en la extracción de materias primas. En otras palabras, el programa tiene el componente redistributivo esperable de cualquier proyecto progresista, pero también ofrece pistas para incluir en la ecuación el cambio de la matriz productiva, aunque todavía de manera tímida.

Chile sigue dependiendo en gran medida de su riqueza minera. Para usar una expresión tuya, el país, con la dictadura, se convirtió en una «economía reprimarizada», lo que la hace muy subordinada y sensible a las fluctuaciones del mercado internacional, con baja productividad y una crisis de empleo entre los jóvenes que se formaron con la expansión del sistema universitario, pero sin una economía basada en el conocimiento para absorberlos. Dar el salto productivo implica recuperar y potenciar las capacidades estratégicas del Estado, por ejemplo, a través de la histórica Corporación de Fomento, pero el Estado chileno aún tiene restricciones constitucionales para convertirse en un actor económico que impulse ese salto productivo.

Los estudios muestran que la población valora el papel del Estado en la economía, pero los partidos políticos --incluso los de izquierda-- o bien evitan este tema o bien se centran únicamente en la distribución. Estoy convencido de que, para ganar, será necesario tener audacia programática y discursiva, ya que la timidez y la moderación dan ventaja a una extrema derecha que no tiene inhibiciones en su programa de retrocesos.

¿Y la cuestión medioambiental y climática? A pesar de que los movimientos sociales medioambientales y la gran preocupación por la crisis climática pisaron fuerte durante las manifestaciones de 2019-2020 y en el proceso constitucional, la economía de Chile depende en gran medida de la minería del cobre y, más recientemente, del litio. El gobierno de Boric tiene un discurso que refiere a esos movimientos pero, sin embargo, no solo no ha cambiado, sino que, de hecho, ha ampliado el extractivismo. ¿No hay una contradicción ahí? ¿Cuál es el programa de Jara en este sentido? ¿Cómo ven ustedes la relación entre desarrollo y medio ambiente, incluido el cambio climático?

El gobierno de Boric se ha definido a sí mismo como un gobierno ecologista, lo que se ha convertido en un rasgo fundamental de la política diplomática chilena, pero en ningún momento esto ha sido sinónimo del fin de la minería. Chile es un país minero y seguirá siéndolo. El cobre sigue siendo el «salario» de Chile, como lo bautizó Allende. El cobre y el litio siguen siendo la clave de nuestro posible desarrollo, pero también de un rentismo que ya ha alcanzado su techo.

Ahora bien, en los últimos años, Chile ha elevado mucho su estándar normativo ambiental, lo que permitió comenzar a superar una dinámica que multiplicó las «zonas de sacrificio» humano y ambiental (zonas que presentan daños ambientales irreversibles). Pero el Gobierno ha sufrido una fuerte presión empresarial contra lo que ellos denominan despectivamente como «permisología», en referencia a un supuesto «exceso» de burocracia en el proceso de concesión de licencias medioambientales y patrimoniales. Sin embargo, hasta ahora el Gobierno no ha sucumbido a los cantos de sirena de quienes ven en la naturaleza un obstáculo para el crecimiento o un recurso económico más.

El programa de Jeannette Jara, que tiene como componente central el cambio productivo, cuenta, en consecuencia, con un eje de nueva matriz energética, en el que el hidrógeno verde es el gran protagonista. Sin duda esto presenta contradicciones, como han demostrado las investigaciones de mis propios colegas Tomás Undurraga y Tomás Ariztía, pero lo importante, en mi opinión, es mantener el exigente estándar medioambiental que ya tenemos y conectar esta explotación con una estrategia industrializadora que sustente un desarrollo a largo plazo y erradique definitivamente la lógica del sacrificio ecológico. No es fácil ni intuitivo, pero existe la conciencia del tamaño del desafío.

Tras el terrible golpe de Estado contra el gobierno de Salvador Allende en 1973, Enrico Berlinguer, secretario general del Partido Comunista Italiano, afirmó que el ejemplo chileno demostraba que ni siquiera una victoria electoral y una mayoría electoral garantizaban que la llegada de la izquierda transformadora al poder del Estado no terminara con un ataque concentrado de la derecha.

Como ya hemos comentado en otra ocasión, Chile fue un modelo incluso para el desarrollo de un proyecto de tipo eurocomunista, defensor radical de la democracia de corte liberal --al menos en sus orígenes--, proyecto que encarnó exactamente el PCI como ninguna otra organización procedente del leninismo y de la Tercera Internacional. ¿Sigue siendo válido esto para el PCCh de hoy?

Más allá de su valor intrínseco, la pregunta tiene una gran importancia en este momento, en la medida en que amplios sectores de la izquierda latinoamericana vuelven a considerar la cuestión nacional más importante que la cuestión democrática (apoyando a cualquiera, por ejemplo, que se posicione contra el imperialismo estadounidense, lo que se agrava con la política agresiva del presidente de los Estados Unidos, Donald Trump). ¿Puede China servir de ejemplo?

La experiencia política de la Unidad Popular de Salvador Allende es la gran inspiración de la propuesta política de Berlinguer, en particular, de su idea de un «compromiso histórico» entre comunistas y demócratas cristianos. Pero eso fue algo que no sucedió ni con Allende ni con Berlinguer. La deriva que termina con la formación del Partido Democrático y la liquidación del PCI está lejos de ese «compromiso».

El PCCh sigue existiendo y siendo profundamente allendista, es decir, su proyecto político se basa en una confluencia indisociable entre socialismo y democracia. Aunque el PCCh fue ilegalizado y perseguido en tres momentos distintos de la historia chilena, nunca renunció a la lucha institucional ni a la de masas. Incluso en el período de la dictadura --cuando perdió tres direcciones nacionales a manos de la represión y dio un giro estratégico con la política de «rebelión popular de masas»-- siguió siendo un partido centrado en las luchas sociales, en el que la dimensión militar quedaba subordinada a la movilización de las masas.

Con el retorno de la democracia formal, incluso con todas las críticas al diseño institucional que permitió perpetuar la herencia de la dictadura, el PCCh siguió apostando por la democratización radical de las instituciones políticas. El prestigio ganado como la mejor trinchera contra la dictadura y su anclaje social explican en parte que el PCCh haya sobrevivido a la doble crisis de la caída de la Unión Soviética y la derrota de la política de Rebelión Popular, con la consiguiente exclusión política, producida por un sistema electoral diseñado por la dictadura para ese fin.

El PCCh es de los pocos partidos históricos chilenos que puede afirmar que nunca ha apoyado ninguna ruptura democrática en el país. El desarrollo democrático nacional tiene entre sus protagonistas al propio PCCh. Sin embargo, aún tiene una deuda teórica para conceptualizar esa vocación democrática, ya que el partido no cuenta con nada equivalente a «La democracia como valor universal» de Carlos Coutinho [N. del E.: importante intelectual históricamente vinculado al Partido Comunista Brasileño]. Sin embargo, tiene una práctica democrática que explica la persistente influencia comunista en la política chilena, algo que Luis Corvalán, el secretario general que condujo al partido por la «vía chilena al socialismo», captó muy bien en un libro titulado Los comunistas y la democracia.

La potencia histórica del socialismo chileno de Allende radicaba precisamente en su modo de articular la democracia con ese proyecto de transición al socialismo. Por eso era tan importante para Estados Unidos derrocar por cualquier medio al gobierno de Allende. Ahora bien, nuestro compromiso con la democracia no supone pontificar sobre ello al resto del mundo. Creo que es posible conciliar la vocación democrática y el respeto a las diferentes vías de los pueblos para construir su destino. Muchas veces la lógica de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo» nos lleva a contradicciones, pero ya es hora de superarlas.

Finalmente, ¿qué representa China? La primera potencia económica del mundo demuestra el potencial de dos herramientas que la izquierda parece olvidar por momentos: el Estado y la planificación. ¿Qué tiene la izquierda que ganar con el ascenso de China? Hay autores que han advertido sobre cómo las relaciones con quien hoy es nuestro principal socio comercial podrían significar cambiar «seis por media docena», como dicen en Brasil, en cuanto a la situación de dependencia. Pero creo que la reprimarización es más una opción nuestra que una condición de ese intercambio comercial. Económicamente, China ofrece oportunidades inestimables y se pueden extraer muchas lecciones para el desarrollo de nuestros países, en la medida en que nuestro desarrollo económico vaya acompañado de un desarrollo político de democracia avanzada.

En efecto, los avances democráticos logrados por el republicanismo liberal no pueden ser ignorados ni minimizados. Por otro lado, sin embargo, la democracia liberal --cada vez menos representativa-- muestra claros signos de agotamiento (Trump es una expresión de ello, pero también lo son el Brasil de 2013 y el Chile de 2019-2020). ¿No es necesario entonces reinventar la democracia?

Aunque en el reciente proceso chileno se han probado algunas alternativas al predominio de las maquinarias partidistas (como la presentación de candidatos independientes en las elecciones a la Convención Constitucional, con resultados dudosos, y, anteriormente, la limitación de mandatos para cargos en los partidos, en los parlamentos y para la presidencia), estamos lejos de innovaciones como las que encendieron la imaginación revolucionaria, como las de la Comuna de París o los soviets de 1905 y 1917. ¿No hay ahí un problema en términos de participación ciudadana-plebeya?

Una primera reflexión. El proceso constitucional chileno presenta varias paradojas: ningún país había visto fracasar dos intentos constitucionales consecutivos, pero ambos procesos contaron con procedimientos participativos de gran intensidad. En particular, la Convención es considerada el proceso constitucional más participativo de la historia. Sin embargo, este diseño no impidió el fracaso del plebiscito. Por otra parte, algo que no esperaba de la Comisión de Expertos --en la que participé en el segundo proceso-- fue que el borrador elaborado tuviera un capítulo tan sustantivo sobre la democracia participativa. Creo que varias de esas propuestas oxigenarían bastante nuestro sistema democrático, que se encuentra en estado crítico.

Sin embargo, al mismo tiempo creo que la cuestión no es solo la incorporación de mecanismos o procedimientos de mayor intensidad democrática. El problema fundamental es que la lógica del neoliberalismo asfixia la democracia al sacar de la esfera deliberativa precisamente la cuestión económica del desarrollo, que queda restringida a un grupo de especialistas que comparten un credo que se presenta como natural. La economía se separa de la política y, en consecuencia, la política se separa de la sociedad.

En Chile, como en el resto del continente, hemos visto caer el apoyo a la democracia y crecer el número de personas indiferentes al régimen de gobierno. Este es un panorama favorable para el crecimiento de la extrema derecha, ya que ella conecta con los condenados por el sistema a través del miedo, la frustración y la amenaza de otros grupos (igual o más condenados), siempre con soluciones simples y autoritarias. Si la democracia no recupera el sentido de la célebre definición de Raúl Alfonsín --«con la democracia se vota, se come, se cura y se educa»--, continuará su proceso de descomposición.

El problema no es solo nuestra falta de imaginación como izquierda para reinventar la democracia u ofrecer otro proyecto de sociedad, sino también que a menudo nos convertimos en los principales defensores de instituciones en total decadencia. Basta ver cómo el progresismo se ha convertido en el principal guardián del orden económico mundial con la cuestión arancelaria de Trump. Esa es la inteligente provocación del argumento de Pablo Stefanoni en su libro sobre las nuevas derechas: ¿nos han robado la rebeldía y la imaginación? Si seguimos solo con una imaginación política apocalíptica, alimentaremos una profecía que se cumple a sí misma: tendremos razón, pero estaremos derrotados.

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