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Estado español :: 08/06/2016

Elogio de los sillones

Jesús García Blanca

 

Para la mayoría —incluyendo por supuesto a la mayoría de los políticos— los sillones constituyen un símbolo de carácter claramente peyorativo. Decir de alguien que su objetivo es “conseguir un sillón” —en alusión al cargo institucional que el sillón representa, ya sea el de un concejal, un diputado, un senador, un alcalde o un presidente— es la descalificación política más frecuente desde los argumentarios de los partidos hasta la barra del bar de enfrente.

 

En los últimos meses, el recurso a la descalificación del sillón se ha repetido hasta la saciedad, muy en particular en torno a las negociaciones posteriores a los resultados electorales del 20D, y de modo más concreto en relación con las propuestas de Podemos en las que pedía determinados puestos de responsabilidad en el futuro gobierno resultante de los pactos. Peticiones que se vieron inmediatamente transformadas en “sillones” en boca de sus adversarios y de los principales medios de comunicación.

 

La acusación de “querer sillones” no necesita aclaración posterior alguna. Es tal la carga de negatividad que posee, que no requiere adjetivos ni complementos. Y así, no es preciso que se diga “quieren sillones para disfrutar de privilegios” o “quieren sillones para robar al pueblo”. Basta con proferir “quieren sillones” y el resto ya está implícito, sobreentendido, marcado a fuego.

 

¿Por qué? ¿Por qué esa negatividad cuasi absoluta?

 

Estrictamente hablando, el sillón no representa al cargo institucional como decíamos, sino que más precisamente representa lo peor de esos cargos: privilegios legales, irregulares e ilegales: no es preciso concretar porque en esto nos sobra imaginación; en definitiva, todo eso con lo que nos saturan los medios y que apenas pesa en la conciencia de la gente por la sencilla razón de que ya lo daban por descontado. Al menos esa parte de la población indolente, que se regocija en la ignorancia política mientras mantiene con los políticos una relación de amor-odio considerándolos un mal necesario y metiéndolos a todos en el mismo saco, el saco confeccionado por los grandes grupos mediáticos de uno y otro lado, que al final son todos del lado de Arriba.

 

¿Qué pasaría si yo me presentara en la próxima reunión de mi comunidad de vecinos y dijera que durante años todo se ha hecho mal, que yo tengo muy claro lo que se debe hacer, que aquí está la lista y adiós muy buenas que se apañe el nuevo presidente? ¿Qué pasaría en cualquier colectivo si yo planteara críticas y aportara ideas... para que otro las trabajasen? Desde luego que a nadie le parecería razonable: si uno critica y pretende que las cosas se hagan de otro modo, lo lógico, lo honesto, es responsabilizarte personalmente, ponerte manos a la obra y no dejarles el marrón a los otros, máxime si los otros son precisamente los que tú has criticado.

 

Se podrá estar de acuerdo o no en que trasladar la lucha de la calle a las instituciones es una buena estrategia para los de abajo —ese es otro debate— pero si investimos de dignidad al sillón asegurándonos de cortar de raíz las ilegalidades e irregularidades que propician, si conseguimos mantener un comportamiento ético mientras los ocupemos, y si además —como ya está haciendo Podemos— recortamos drásticamente incluso los privilegios legales que ahora traen de regalo, entonces me da que “pedir sillones” no solo dejará de ser una descalificación, sino que se convertirá en lo que ya es en cualquier otro ámbito: una declaración de compromiso. Será como pedir la pluma para escribir, la tiza para enseñar o la guitarra para tocar, será bajar al tajo para cambiar la vida de la gente.

 

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