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Estado español, Estado español :: 16/08/2025

En medio del verano descubrí un desolador invierno

Carolina Meloni
No es casual que todo confluya en Torre Pacheco, emplazamiento marcado por las nuevas plantocracias del necrocapitalismo

Hace 35 años que llegué a este país. Por segunda vez, puesto que mi primer exilio lo había vivido justo una década antes, con apenas cinco años. Un mes de enero de 1981, mi madre y yo salíamos de una oscura Argentina, como supervivientes de un naufragio en el que lo perdimos casi todo. Se quedaban mis abuelos, mi padre, todavía preso en una cárcel de Buenos Aires. Allí también dejábamos al fantasma de mi tío, detenido-desaparecido con solo 21 años. Los círculos de la migración y el destierro son extraños. Van y vienen, como oleadas. Porque cuando una lo abandona todo, cuando se sube a un avión con unas pocas pertenencias, el tiempo parece resquebrajarse, doblarse en pliegues que pueden devorarte años después. Toda migra vive en la confusión del pasado y el presente, en un desajuste espacio-temporal que siempre la acompaña. Uno de esos círculos nos volvió a atrapar en los 90, cuando la Argentina postdictatorial empezaba a derrumbarse en la primera gran crisis neoliberal de la nueva era.

Hasta hace poco, solía distinguir entre mis destierros. Cuando me preguntaban, marcaba rotundamente la diferencia entre un "exilio político", herramienta ya clásica de los genocidios planificados; y una "migración económica", aquella que se produce cuando el hambre, la miseria y la ausencia radical de horizontes se instalan en nuestras vidas. Con los años he comprendido que todo proceso migratorio es político. Y que, si hablamos de capitalismo, resulta imposible separar las múltiples cabezas que tiene la hidra. Pronto aprendemos que en el régimen depredador de vidas, cuerpos y territorios las dictaduras y guerras son solo una fase más de la colonización y el expolio.

En ese segundo círculo, me fui un mes de diciembre. Mis padres me esperaban en Madrid. Y en apenas unas horas, el verano subtropical de mi tierra se convirtió en un gélido abrazo de la estepa castellana. Pertenezco a esa generación que llegó en los noventa a una España que nos miraba con recelo. No éramos muches. Fundamentalmente, mujeres centroamericanas y algunas familias del cono sur, como la mía, que intuían los terribles reajustes y envites que se planificaban en el Norte Global para nuestros ya heridos territorios. Fui durante mucho tiempo la única sudaka de mi clase. Por lo que sufría tanto la exotización como la disciplina de profesores tardofranquistas, ávidos de corregirme mi manera de pronunciar esas consonantes tan ásperas para nuestros labios.

También en un invierno, preñado con nuestros sueños estivales perdidos, se produjo el primer asesinato racista. Nunca olvidaremos esa fría noche del 13 de noviembre del 92, cuando cuatro nazis encapuchados arremetían a golpe de balazos en el antiguo local de la discoteca Four Roses, en Aravaca. En su interior, un grupo de migrantes dominicanos cenaba a la luz de las velas. Dos tiros acabaron con la vida de Lucrecia Pérez Matos. Su triste historia concentra el entramado racista que impregna cada célula del Estado español y que perdura hasta nuestros días: migraciones irregulares, precariedad y desprotección absoluta, mano de obra empobrecida, cuando no esclava, feminización de la pobreza. Pero, y principalmente, complicidad de las instituciones públicas, racismo endémico e impunidad de los cuerpos policiales del Estado, así como leyes o ausencia de las mismas que favorecen la falta absoluta de derechos para la población migrante.

Esa antigua discoteca, situada en una zona privilegiada de Madrid, es todo un símbolo de la violencia real, simbólica, económica y cotidiana cuyas réplicas llegan hasta nuestros días. Ya entonces se escuchaban las consignas "Primero los españoles", "Defenderse contra la invasión" y demás lindezas. Para esos años, una importante parte de la sociedad española fue normalizando la segregación y la jerarquía racial, parte a la que le sigue costando aceptarnos como miembros de su propio tejido vital.

Después de Lucrecia vinieron años convulsos y difíciles. También, empezaron a llegar más personas de diversas partes del mundo. Han pasado ya varias décadas en las que España se ha ido abigarrando cada vez más. Y por más que les pese, nos hemos mezclado entre y con ustedes. Traemos con nosotras nuestras costumbres, religiones, sabores, cosmovisiones y conocimientos, acentos y lenguas. Podríamos decir que a día de hoy formamos parte de todo el tejido social, cultural, económico y afectivo que constituye este país. Convivimos con ustedes, trabajamos codo a codo en todo tipo de empleos, hemos tenido hijes que pueblan las escuelas, institutos y universidades que también pagamos con nuestros impuestos. Segundas y hasta terceras generaciones se entremezclan con "españoles de pura cepa", si algo así todavía existe. Nuestros padres y nosotras mismas hemos comenzado a envejecer en una tierra que también forma parte de lo que somos. Como decían las compañeras de Territorio doméstico, "querían brazos y llegaron personas".

Un desolador invierno pareciera crecer en este verano de 2025. Como si los círculos se repitiesen una vez más. Para muchas de nosotras, lo sucedido en las últimas semanas trae oscuras reminiscencias: vivimos escenas similares en El Ejido, vimos las fronteras sangrar en Melilla, a jóvenes ahogarse en Tarajal mientras la guardia civil les disparaba pelotas de goma. En estos inciertos días, varios acontecimientos nos abruman, nos llenan de angustia y miedo. En Torrejón de Ardoz, vimos el asesinato casi en directo de Abderrahim a manos de un policía y ante la mirada de los vecinos. Fuimos testigos de su asfixia y de la obscena impunidad que destilaba su asesino. Hemos escuchado a Rocío Meer, portavoz de Vox en el Congreso, afirmar desde la asepsia y languidez que otorga un cuerpo privilegiado, que es preciso llevar a cabo "una operación quirúrgica" para separar a la escoria del migrante bueno, al que viene a delinquir del que sostiene el sistema, al que atenta contra toda seguridad, de aquel que permanece esclavo, silenciado, obediente. España tiene derecho a "sobrevivir como pueblo", afirman, a conservar su pureza, a no ser invadida por religiones extrañas ni lenguas raras. Porque la España cristiana e incólume siempre estuvo del lado de la civilización, sabiendo someter bajo el yugo de la cruz, el incienso, la tortura y la muerte a toda la chusma bárbara. La España que tanto defienden se hizo experta en invasiones y en aniquilar culturas hace ya cinco siglos.

Pero también hemos podido escuchar los bienintencionados argumentos en defensa de la inmigración, aquellos que con su baba salvacionista apelan al extractivismo más clásico. ¿Qué será de nosotros si expulsamos a los y las migrantes?, se preguntan. ¿Qué vamos a hacer si nos quedamos sin cuidadoras de nuestros ancianos, sin las que limpian nuestras casas y lugares de trabajo, sin las que recogen las fresas y hortalizas que consumimos para mantenernos saludables? ¿Quién se encargará de nuestra mierda? ¿Quién sostendrá nuestros privilegios? Llevamos décadas de gobiernos de todo pelaje mirando hacia otro lado, cómplices de pactos europeos sangrantes, de leyes y fronteras racistas que son el humus de toda violencia y explotación. Llevamos a nuestras espaldas todo el peso de esa Europa indefendible, como nos enseñó Césaire, cuya boca rebosa derechos humanos, a la par que expulsa de toda humanidad a tantas vidas.

No es casual que todo confluya en Torre Pacheco, emplazamiento marcado por las nuevas plantocracias del necrocapitalismo, en el que los cuerpos migras y racializados son una vez más la carne que alimenta el capital. No es casual que allí se haya producido esa deshumanización absoluta del otro, nunca considerado como un igual, reproducida no solo en los discursos más ultras que llaman a "cazar" como si de bestias se tratara, sino también en la prensa y las redes sociales con toda su carga simbólica de odio, desprecio y crueldad.

En un conocido espacio migra de Madrid, nos recibe un cartel que pone "Migrar es para siempre". No hay retorno posible para quien ha dejado el lugar que lo vio nacer. Porque, aunque se vuelva, en el caso de que pudiera hacerlo, todo habrá cambiado. Un desplazamiento migrante nos alquimiza el alma, se cuela en nuestra piel, se expande por nuestros huesos. Una ya no vuelve jamás. Tampoco hay retorno posible para el país que nos acoge. No existe pureza alguna que pueda defenderse, puesto que las arterias del norte global se hallan pobladas por millones de vidas, historias y voces diversas.

España tiene una deuda infinita con nosotras. Una deuda impagable, como dice Denise Ferreira da Silva. Impagable en lo que concierne a todo el expolio del que todas procedemos. Porque cada migra es un trocito vivo de colonia, una historia de esclavitud, un fragmento de tierra y sueños robados. Infinita, porque se ha ido acrecentando en estas décadas ante la indiferencia, soberbia y altivez con la que nos siguen tratando, con la que nos miran todos aquellos para los que siempre portaremos la marca del otro, de la subalterna. Una deuda que no es solo económica, sino afectiva, moral, histórica, que atraviesa cada lágrima de nuestres hijes, que anida en las manos de nuestros ancianos. Llegamos personas. Valientes y rotas, diversas como toda odisea. Llegamos y aquí hemos decidido quedarnos.

A la memoria de Abderrahim Akkouh

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