El alma negra, la piel marrón

Si quien lo dice se considera persona de bien, inmediatamente se esmerará en aclarar que lo dice por el color del alma y no por el color de piel. Porque será guarango, pero no racista. Por lo general los indígenas receptores del insulto, según esta gente, tienen el alma de color negro, aunque hasta ahora no apareció otro color que lo contraste. Por lo que se entiende que un "negro de mierda" es una persona que merece total desprecio y hasta debería ser expulsado del país, para que las personas de bien no tengan que cruzarse con las almas oscuras que inspiran esa especie de terror urbano.
El racismo se vive desde el cordón umbilical. La mayoría de las mujeres mapuche que hoy pasaron los cuarenta años, recuerdan el maltrato recibido en los hospitales a la hora de parir. La violencia obstétrica no se denunciaba, ya que tarde o temprano los padres volvían al hospital público del pueblo y podían no ser atendidos cordialmente. Cuando una hermana mapuche dio a luz a su primer bebé, solo le quedó el recuerdo de la voz chillona de la partera gritándole "hacé fuerza india de mierda, ¿para qué te embarazas si no sabes ni cómo criar un chico? ¿Cómo le vas a dar de comer?"
Lo intangible con el tiempo tiene un efecto tangible. La rebeldía, la tristeza constante, son producto de una cantidad de frases que tienen que ver con el origen étnico, el color de piel y la comparación de siempre con lo de "civilización o barbarie".
En algunas escuelas solían separar a los niños mapuche de los que no lo eran. En el aula eran ubicados atrás de todo porque como eran callados seguramente tenían algún tipo de retraso mental, no valía la pena explicarles nada. Lo mismo ocurría en los actos escolares, donde nunca pisaban el escenario, y para el Día del Niño debían conformarse con una bolsita de caramelos masticables, mientras que a los niños blancos les tocaban los juguetes que podían ser camiones, muñecas o juegos de mesa. Lo más sorprendente es que los niños mapuche no miraban con odio. Era tal su inocencia que se alegraban de que los blanquitos se llevaran los regalos más interesantes, porque se los merecían. Todo indicaba que así era y como en la cultura se acostumbra a respetar lo que decían o decidían los mayores, eso no generaba ningún tipo de rencor en ellos.
Uno solía escuchar a los adultos blancos comentarse "¿Para qué vienen a la escuela si para lo único que van a servir va a ser para limpiar baños?". O "a estos indios habría que matarlos, son tan feos". Esto último aún tiene vigencia, parece ser que lo del alma negra, la piel marrón, el pelo oscuro y los ojos marrones son sinónimos de fealdad y en muchos casos, mugre. Era común que las señoras blancas con bigudíes en sus cabellos claros que compraban en el almacén de la esquina, le aconsejaran al carnicero atender desde la puerta a los negritos, porque daba mal aspecto que estuvieran cerca de la heladera de los fiambres, de cualquier producto comestible.
Las abuelas lo primero que le enseñaban a uno era a mantener las manos al costado del cuerpo todo el tiempo, ya sea en el negocio o en la casa de una familia blanca, hasta que alguien indicara que se debía hacer lo contrario. La enseñanza venía porque si por alguna razón se extraviaba algo, de los primeros que sospecharían serían de ellos. Más de una vez se acusó a alguien sin razón, hasta que al fin la dueña de casa, que era una despistada prejuiciosa, se acordaba que había dejado la billetera sobre la heladera. Pero era gringa, y bien saben los mapuche que los gringos no se disculpan porque tienen hasta ese privilegio de hacer lo que les plazca. Si meten la pata, siguen la vida como si nada.
En el tiempo de la adolescencia, más de uno se obsesionaba con aclararse probando fregarse hasta lastimar la piel con jabón o con lavandina pura. No faltó la que decía que el sol le hacía mal, que era alérgica y no salía de la casa sin cubrirse completamente para no tostarse el rostro. El color pálido no era para nada natural, era una palidez forzada que no le quedaba bien, parecía que estaba enferma. Otras probaban todo tipo de productos caseros "para sacar las manchas del cutis". "Lo que pasa es que ellos prefieren las blancas", dijo otra que se había enamorado y estaba convencida de que con su color de piel no tenía chance. Los noviazgos interraciales tenían sus complicaciones. A Fabiana el novio la había abandonado en pleno viaje de egresados, diciéndole que no era por discriminarla, pero tenía intenciones de formar una familia y en el futuro esperaba tener hijos claritos.
En la juventud, las chicas pasaban por una infinidad de emociones que las hacían perder por completo del razonamiento sobre su propia cultura. Sentían que no encajaban en ninguna parte, primero porque les habían metido en la cabeza que no merecían absolutamente nada y que eran feas, y posteriormente porque las humillaban hasta degradar su amor propio. Vane, por ejemplo, que tenía un apellido mapuche precioso, apareció una vez con las muñecas de las manos cortadas, envueltas en un pañuelo. Desde entonces se flagelaba cada vez que podía, enfurecida con ella misma.
Había un grupo de gringos jóvenes que odiaban tanto a los indígenas, que los esperaban a la salida del colegio para sopapearlos y dejarlos tirados en la zanja con barro. Eso también era aceptado por los más sumisos, que no tenían ni la fuerza ni el ánimo de luchar por un lugar en la sociedad. ¿Para qué? si lo que les esperaba en la adultez no era mucho mejor. Los moretones después de unos días sanaban, la degradación constante que padecían sus padres y abuelos era cotidiana, y todo ese combo se convertía en cicatrices que iban con uno a todos lados.
Nacho era el compañero de banco en el fondo del aula, un bonachón que siempre andaba mordiendo un lápiz y no tenía drama en prestar la goma. Como a los demás en el fondo, le costaba entender las matemáticas, no había caso de que aprobara la materia. Encima tenían que bancarse los comentarios de los de adelante sobre las madres que parecían brujas o las abuelas indias, jorobadas como camellos. Por supuesto no faltaba el insulto de "indios brutos", o "burros". Nacho hacía lo mismo que el resto, agachaba la cabeza y sonreía tímidamente, hasta que un día lo sacaron de las casillas y reaccionó a las trompadas. Terminó expulsado, abandonó los estudios y nadie más preguntó por él. Al poco tiempo, Nacho, el pibe que caminaba arrastrando los pies, el que siempre tenía para convidar un pedazo de pan duro y una sonrisa triste, tomó la decisión de ponerle fin al maltrato y se ahorcó en su casa.
Resulta que el que no entendía ni jota lo del colegio, se había construido en el campo de su madre su propia cabaña de troncos, con las proporciones exactas, y vivía rodeado de varias esculturas talladas en madera que hacía en los ratos libres.
El racismo de los avisos publicitarios indica que la única oportunidad para los morochos es ser miembros de las fuerzas de seguridad. Basta con ver las caras elegidas para determinados comerciales, rostros indígenas que de alguna manera les dicen a sus pares "hasta acá vas a llegar, a esto vas a aspirar porque es para lo único que has venido al mundo".
Oscar, un longko de San Luis, contaba orgulloso cómo hace pocos años lo convocaron del Consejo Deliberante de su pueblo para entregarle un reconocimiento por mantener la cultura de recolección del algarrobo intacta. Al llegar, el portero del edificio le abrió la puerta y cuando sus miradas se encontraron se saludaron fríamente. El empleado municipal había sido uno de los que, en su infancia, los corrían a piedrazos a Oscar y a sus hermanos para echarlos del pueblo. El lugar de los indios era en sus ranchos, del otro lado de las vías del tren y de ahí no debían moverse.
Algunos adultos implementaron como salvación la aculturación absoluta y una amabilidad extrema hacia el blanco, convencidos de que ese era el único camino de aceptación social. Muchos dejaron de hablar el idioma y se negaron a ser originarios, ya que se avergonzaban, o se volcaron a las religiones. De ahí que tantos no pueden reconocer sus raíces o solo les sale decir que "yo no soy indígena, pero mis abuelos sí".
Tener trabajo dependía también de no ser indígena. Una hermana mapuche que era políglota tuvo que emigrar lejos, porque cada vez que presentaba su currículum no le creían que hablaba cinco idiomas. En una oportunidad le resaltaron que había un problema con su cara y su color de piel. El trabajo era para recibir extranjeros y la empresa esperaba encontrar a la joven cuyo aspecto inspirara confianza y amabilidad. Obviamente no obtuvo el puesto y se fue para dedicarse a dar clases de zumba. El trabajo se lo quedó una estudiante de modelaje que comenzaba a estudiar inglés. Esa misma hermana mapuche estaba cansada de que los Testigos de Jehová cuando golpeaban las manos de su pequeño hogar y ella estaba limpiando con la puerta abierta, le preguntaban si podía llamar a la dueña de casa.
Hay un sinfín de frases basadas en el prejuicio, el racismo, la discriminación solapada y la que sale espontánea y natural, porque quien la dice no se da cuenta de lo que acaba de decir. Algunos ejemplos: "¿comés el pollo con cubiertos? ¡no pareces mapuche!" "Pero qué modernos los indios, ahora andan en auto". En una tienda: "por favor no toques la ropa blanca" y hasta "disculpame pero vos, ¿qué relación tenés con la lectura?" En un edificio público, al ingresar para dar un concierto con los instrumentos en mano, el hombre de seguridad comunicó a su superior el siguiente mensaje: "atento base, atento base, acaba de ingresar personal de limpieza".
Ha pasado también en grandes seminarios sobre racismo, ocupar como público una silla del medio y las que la rodeaban quedaban vacías. Esto es muy común en congresos donde la consigna es construir una sociedad integradora con los pueblos originarios. O simplemente en la mesa de oradores no hay ningún indígena, salvo el abuelo que está escondido entre bambalinas, escuchando con respeto lo que los blancos le enseñan sobre su propio comportamiento y su modo de vivir. Su demostración de cómo se ejecuta su instrumento precolombino será durante el intervalo, o lo que llaman el coffee break, que es cuando todos salen corriendo a tomar café con pastafrola y el músico indígena, queda solo, tocando o cantando para las sillas vacías.
La voz de los discriminados siempre queda postergada, porque si dice lo que piensa sobre el racismo, puede ser señalado como un resentido social o lo que es más grave un "terrorista". Son pocas las versiones contadas desde adentro del problema. Desde la edad escolar las micro agresiones diarias son tantas, que van generando una atmósfera donde se respira cotidianamente el desprecio. En la adultez no cambian mucho las cosas y vivir en un país racista se convierte en una verdadera epopeya de supervivencia.
CALPU