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Europa :: 31/12/2006

«Una muerte ingrata salva a Pinochet». Crónicas desde la prisión por Bahar Kimyongür, prisionero político en Bélgica

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Prisión de Gantes, Bélgica, 15 de diciembre de 2006

Ni felicidad, ni alivio. La muerte natural y demasiado apacible del dictador fascista Augusto Pinochet habrá despertado en mí sólo sentimientos de pesar y de amargura.

Ya su detención en Londres en 1998 me había apenas regocijado. Me encontraba entonces en la capital británica y fui testigo de la explosión de alegría de los exiliados chilenos y de innumerables demócratas de todos los colores que se habían agrupado frente al hospital donde permanecía el ex general. Era un placer de ver a compañeros tan felices. No obstante, se me hacía dificil de imaginar que la patria de su odiosa protectora Thatcher iba a ponerlo gentilmente a disposición de la justicia española.

Por su parte, el juez encargado de la querella, Baltazar Garzón que iba a hacerse ilustre, los años siguientes, por su campaña de represión contra los partidos políticos y la sociedad civil vascos, no me inspiraba en nada más confianza. No más que esta justicia belga que había acogido la queja de las víctimas de Pinochet gracias a aquella ley notable que permitía juzgar en el suelo belga a criminales de guerra, torturadores o genocidiarios, pero que el parlamento amputó cuidadosamente, y muy rápido, de su competencia universal.

En suma, no llegaba a concebir que instituciones minadas por depredadores probados de la democracia y de la equidad, sirviendo por añadidura los intereses de la misma clase social que aquella en la que se había apoyado el régimen de Pinochet, hubieran podido hacer justicia en toda imparcialidad. Eran sólo impresiones y no sería por cierto mi reciente condena que iba a convertirme en alguien menos desconfiado de la justicia burguesa.

En el caso Pinochet, yo había soñado con otro desenlace. Ante todo, que su proceso se hubiera desarrollado no en un palacio de justicia normal, lo que hubiera sido hacerle demasiado honor, pero en el Estadio de Santiago dónde Victor Jara y tantos otros tesoros inestimables del pueblo chileno fueron salvajemente asesinados.

En segundo lugar, yo había soñado que iban a ser las esposas, las madres, las hermanas y las hijas de los desaparecidos, los fusilados y los mutilados, en todo caso mujeres, las que harían justicia. Porque nadie sufrió tanto como las mujeres chilenas, monumentos de coraje cuya tenacidad reavivó la lucha por la justicia y conmocionó la opinión internacional en las horas más negras del fascismo.

Las chilenas como todas las mujeres de los pueblos oprimidos están animadas por una fuerza temible que sacan de su amor, y de sus lágrimas más ardientes que heridas de cuchillo.

En Turquía, las madres de los detenidos o de los desaparecidos son iguales: cuando bajan a la calle, desafían las prohibiciones, bloquean los caminos, se enfrentan con la policía y, a veces, hasta logran atrapar a torturadores por el cuello. En sus manifestaciones, un eslogan que les es dedicado, proclama que "la colera de las madres ahogará a los asesinos".

Es ahogado en los torrentes de lágrimas de las madres chilenas enarbolando las fotos de sus hijos mártires que yo habría deseado ver morir a Pinochet.

En lugar de eso, una muerte ingrata le permitió evadirse. Aceptémoslo. Pero no nos quedemos en eso. Los pueblos no han dicho su última palabra. Por prueba: las ideas que Pinochet intentó erradicar, reflorecen de uno y otro costado de la Cordillera de los Andes y esa es nuestra verdadera revancha y nuestro mayor consuelo.

Ironía del destino, es en el día de sus funerales que pude obtener por fin el derecho de acceso a la minúscula biblioteca de la prisión. Pude así acompañarlo en su último viaje leyendo una pequeña y deliciosa novela titulada "Mi país reinventado", escrita por una cierta Isabel Allende...

Bahar Kimyongür

 

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