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Chile, Chile :: 08/03/2022

Radiografía de la ultraderecha chilena

Jorge Molina y Patricio Mery
El fascismo ha sido una constante en este país

El docente de la Facultad de Ciencias Sociales Miguel Urrutia señala que las nuevas organizaciones de talante fascista responden a la salida a la superficie de posiciones que han sido una constante en este país, remontándose a finales del siglo XIX. Pero que estas nuevas organizaciones fascistas, aprovechan la coyuntura como una oportunidad para actualizarse. Según él, además, la derecha tradicional con su visión conservadora, nacionalista, y su negativa a condenar la dictadura cívico-militar genera las condiciones para que estas expresiones surjan. 

Una característica destacada por este académico es la apuesta de estos grupos por tener presencia entre sectores populares, a diferencia del nacionalismo tradicional de las Ligas Patrióticas o la Milicia Republicana de hace un siglo, que surgían de la oligarquía. 

“Esta apuesta evidencia aún más la conexión con la derecha chilena, que ha tenido desde hace años un desplazamiento hacia el mundo popular aprovechando su experiencia católica y conservadora en la segunda mitad del siglo XX, con fenómenos como la UDI popular”, remarca. 

Asimismo, de acuerdo al historiador Sergio Grez, detrás de los diferentes grupos nazi-fascistas, a pesar de sus matices, existe una base doctrinaria compartida en su rechazo al liberalismo, a la democracia, al marxismo y a la noción de lucha de clases, en pos de una mítica unidad nacional. 

“Un rasgo que identifica tanto a los grupos nacionalistas de los años '20 y '30 del siglo pasado y los actuales es su rechazo a los valores del liberalismo político y a la democracia, donde identifican el germen del debilitamiento nacional, sosteniendo en su reemplazo el principio jerárquico de la existencia, y una apelación a un pueblo mítico que resulta de una amalgama entre conceptos como patria, pueblo trabajador y nación”, aseguró. 

En esa línea, todos estos grupos nacionalistas, desde aquellos afincados en las ideas de pensadores como Nicolás Palacios y Francisco Encina en el siglo XIX, pasando por el Movimiento Nacional Socialista hasta llegar a José Antonio Kast y sus hordas, se presentan como una reacción al debilitamiento y división de la nación. 

El fascismo fue evocado a menudo para definir las tendencias autoritarias y las nuevas formas de poder que aparecieron después de la Segunda Guerra Mundial, no solo en América Latina, sino también en Europa. En un artículo célebre de 1949, en plena “era Adenauer”, Theodor W. Adorno estimaba que “la supervivencia del nazismo en la democracia era más peligrosa que la persistencia de tendencias fascistas dirigidas contra la democracia” (1998: 555). Los estudiantes alemanes que, en la década de 1970, se manifestaban en contra de las leyes anticomunistas de la RFA (Berufsverbot) no decían otra cosa. En 1974, Pier Paolo Pasolini observaba el advenimiento de un “nuevo fascismo” fundado en el modelo antropológico consumista del capitalismo neoliberal, frente al cual el régimen de Mussolini aparecía irremediablemente arcaico, como una suerte de “paleofascismo”. Y, hace algunos años, los historiadores que se dedicaron a estudiar la Italia de Berlusconi no pudieron dejar de reconocer una relación de parentesco, si no de filiación, con el fascismo clásico. Por cierto, las diferencias son de talle: adepto de las “libertades negativas” y enemigo mortal del comunismo –un término que utiliza como metáfora de toda idea de igualdad–, el “pequeño duce de Arcore” no tenía la ambición de erigir un nuevo Estado y se había volcado, antes bien, al culto del mercado; su hábitat natural era la televisión, no las “aglomeraciones oceánicas” apreciadas por su predecesor; su carisma y la exhibición de su cuerpo eran fabricados por los medios de comunicación modernos y remitían a una variante particular de carisma a distancia, antes que al carisma clásico teorizado por Max Weber, que implica una relación directa, emocional, casi física entre el líder y sus adeptos. 

Esta pequeña digresión basta para mostrar que el fascismo posee una dimensión no solo transnacional –brillantes estudios han sacado a la luz su carácter transatlántico–, sino también transhistórico. Es la memoria colectiva la que establece el lazo entre un concepto y su uso público, más allá de su dimensión historiográfica. Visto desde esta perspectiva, el fascismo puede convertirse en un concepto transhistórico que rebasa la época que lo ha engendrado, del mismo modo que otras nociones de nuestro léxico político. Decir que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido son democracias no significa postular la identidad de sus sistemas políticos, aún menos pretender que se corresponderían con la democracia ateniense de la era de Pericles. El fascismo del siglo XXI no tendrá el rostro de Mussolini, Hitler o Franco, ni –esperemos– el del terror totalitario, pero sería erróneo deducir de esto que nuestras democracias no están en peligro. La evocación ritual de las amenazas externas que pesan sobre la democracia –en primer lugar, el terrorismo- olvida una lección fundamental de la historia de los fascismos: la democracia puede ser destruida desde el interior. 

El postfascismo extrae su vitalidad de la crisis económica y del agotamiento de las democracias liberales que han conducido a las clases populares hacia la abstención y se identifican de aquí en más, en todos sus elementos, con las políticas de austeridad. Su ascenso tiene lugar en un contexto profundamente diferente de aquel que vio nacer al fascismo en las décadas de 1920 y 1930. Después del colapso del orden liberal del “largo” siglo XIX, el fascismo se presentaba como una alternativa de civilización, anunciaba su “revolución nacional” y se proyectaba hacia el futuro. Esbozaba la utopía de un “Hombre Nuevo” que debía reemplazar las democracias decadentes y regenerar las naciones del Viejo Mundo.

Mussolini prometía el renacimiento del Imperio Romano y Hitler anunciaba el advenimiento de un Reich milenario que habría permitido, a los miembros del Volk (pueblo alemán) comulgar en un futuro de fraternidad racial. El postfascismo, desprovisto del impulso vital y utópico de sus ancestros, surge en una era postideológica marcada por el colapso de las esperanzas del siglo XX. Está limitado por una temporalidad “presentista” que excluye todo “horizonte de expectativas” más allá de los plazos electorales. Dicho de otro modo, el postfascismo no tiene la ambición de movilizar a las masas en torno a nuevos mitos colectivos. En lugar de hacer que el pueblo sueñe, quiere convencerlo de que sea un útil eficaz para expresar su protesta contra los poderosos que la dominan y aplastan, sin dejar de prometer el orden –económico, social, moral– a las capas poseedoras que han preferido siempre el comercio a las finanzas y la propiedad hereditaria a las fluctuaciones del mercado.

Lejos de ser o de presentarse como “revolucionario”, el postfascismo es profundamente conservador e, incluso, reaccionario. Su modernidad se funda en su uso eficaz de los medios y de las técnicas de comunicación –sus líderes revientan las pantallas de televisión– más que en su mensaje, completamente desprovisto de toda mitología milenarista. Si sabe fabricar y explotar el temor presentándose como una muralla frente a los enemigos que amenazan a la “gente común” –la mundialización, el islam, la inmigración, el terrorismo–, sus soluciones consisten siempre en retornar al pasado: retorno a la moneda nacional, reafirmación de la soberanía, repliegue identitario, protección de la gente humilde que se siente, a partir de ahora, “extranjera en su patria”, etcétera. 

Una de las fuentes fundamentales del fascismo clásico, su razón de ser y, en varios casos, la clave de su ascenso al poder ha sido el anticomunismo. El fascismo se definía como una “revolución contra la revolución”, y su radicalismo estaba a la altura del desafío encarnado por la Revolución Rusa. Los dos postulaban el retorno del orden establecido y estructuraban sus movimientos según un paradigma militar heredado del primer conflicto mundial; eran el espejo de una vida política brutalizada por la guerra total. Hoy en día, el postfascismo diluye su lenguaje por spots televisados y campañas publicitarias antes que haciendo desfilar sus tropas en uniforme. Y cuando moviliza a las multitudes, estas últimas no desdeñan ciertos códigos estéticos tomados en préstamo a la izquierda libertaria, como en el caso de la “Manifestación por todos”, de 2013, en oposición al matrimonio homosexual. El imaginario postfascista no se siente acosado por las figuras jüngerianas de las “milicias de trabajo” (Arbeiter) de cuerpo metálico esculpido por el combate, ni por los fantasmas eugenésicos de purificación racial. En suma, se reduce a las pulsiones conservadoras de aquello que el pensamiento crítico ha definido como la “personalidad autoritaria”: una mezcla de temor y frustración y una falta de autoconfianza que conducen al goce de la propia sumisión. 

El postfascismo tiene enemigos, pero ni el movimiento obrero ni el comunismo estructuran ya su odio y sus cóleras. Visto en una perspectiva histórica, el postfascismo es una consecuencia de la derrota de las revoluciones del siglo XX y del eclipse del movimiento obrero como sujeto de la vida social y política. Al haber desaparecido el comunismo y al haberse alineado la socialdemocracia según las normas de la gobernabilidad neoliberal, las derechas radicales adquirieron una suerte de monopolio de la crítica del sistema, sin tener siquiera la necesidad de mostrarse subversivas. 

Un rasgo común del postfascismo, bien arraigado en todas sus variantes, desde los movimientos neonazis a los partidos más “moderados” salidos de las derechas tradicionales, es la xenofobia. El odio violento hacia el extranjero, siempre identificado con el inmigrante, estructura su ideología y orienta su acción. En el imaginario postfascista, el extranjero es definido por oposición al autóctono. En consecuencia, el extranjero es también y sobre todo un enemigo del interior, un elemento corruptor que afecta al cuerpo sano de la nación como un virus, o que lo carcome como un cáncer.

La nueva xenofobia se apoya en una producción erudita neoconservadora muy considerable. Obras tales como El choque de las civilizaciones de Samuel Huntington (1993), Riqueza y pobreza de las naciones de David Landes (1998) o ¿Qué ocurrió? El islam, Occidente y la Modernidad de Bernard Lewis (2002) son el equivalente actual de La Psicología de la evolución de los pueblos de Gustave Le Bon (1895), La Génesis del siglo XIX de Houston Stewart Chamberlain (1899) o La decadencia de Occidente de Oswald Spengler (1918). Su lenguaje y su utilería conceptual cambiaron, pero cumplen una función análoga. En el momento de su aparición, los libros de Le Bon, Chamberlain y Spengler poseían una sólida reputación científica y ejercieron una influencia indudable sobre la cultura conservadora. Y, como para nuestros eruditos actuales, su influencia permaneció circunscrita a los estratos cultivados. 

La xenofobia ordinaria se expresa más bien a través de la violencia simbólica de eslóganes, declaraciones impactantes, imágenes vulgares, lugares comunes racistas. Como en el antisemitismo de antaño, difundido tanto en los estratos aristocráticos como en las clases populares, el repertorio de la islamofobia contemporánea es vasto y rebasa ampliamente las fronteras del postfascismo. Desde el nacimiento de la Unión Europea (a excepción, ahora, de Alexis Tsipras), no reconoció jamás que el Viejo Mundo tenía necesidad de sus inmigrantes y que ellos constituían su futuro. Después de décadas de retórica sobre la “inmigración elegida”, la imposibilidad de “acoger toda la miseria del mundo”, “el ruido y el olor”, el “pan de chocolate”, etcétera, el postfascismo ha sido legitimado poderosamente por aquellos mismos que pretendían combatirlo. Ya en el fascismo clásico, la palabra cumplía un papel más importante que la escritura. Ahora que la videosfera predomina sobre la grafosfera, no resulta sorprendente que el discurso xenófobo se propague primero por los medios de comunicación, asignando a la producción cultural un papel auxiliar. 

En Chile, la extrema derecha tiene presencia comunicacional con personajes como José Antonio Kast, Raúl Meza (abogado de represores presos en Punta Peuco), Loreto Letelier (antigua militante de la UDI), Ignacio Urrutia (legislador), Hermógenes Pérez de Arce (columnista), Jorge Muñoz (ex general de Ejército), Jorge Arancibia (excomandante en jefe de la Armada y actual convencional constituyente), Aldo Duque (abogado), Rojo Edwards (senador electo), Hernán Büchi (exministro de Hacienda de Pinochet), Carlos Cáceres (exministro del Interior de Pinochet), Javier Leturia, Gonzalo Rojas (historiador), Sebastián Izquierdo (fundador de Capitalismo Revolucionario), entre otros.

Durante 2020 y 2021 quedó claro el avance en la presencia y protagonismo de sectores de ultraderecha en distintos ámbitos territoriales y sociales, y espacios como el Parlamento, con la actividad de Ignacio Urrutia y Camila Flores, o en la Convención Constitucional con Jorge Arancibia. 

En un texto del Observatorio del Ascenso de la Extrema Derecha en Chile (OAEC) de la Universidad de Chile, se señaló que en el último periodo, sobre todo después de 2019, “surgieron ( ) grupos herederos del fascismo histórico, ‘anarco-capitalistas’ y extrañas mixturas de perspectivas religiosas ultra conservadoras y un anti-estatismo neoliberal que comenzaron a copar las redes sociales y hacer pequeñas, pero significativas muestras de fuerza callejera. Si bien todos estos grupos tienen cosmovisiones y esbozos programáticos radicalmente distintos unos de otros, el chovinismo, la xenofobia, el racismo, la LGBTI fobia, la misoginia, el desprecio a la cultura democrática y el rechazo al posible cambio constitucional, ocupan transversalmente la agenda de todos ellos, independiente del lenguaje y los métodos que utilicen para justificar esta clase de relatos”. 

Siguiendo a Julio Cortés (2020), estudiar los grupos de la “nueva derecha” es interesante porque es a partir de ellos desde donde está surgiendo una especie de “primera línea” en defensa del orden social existente, y en primer lugar, del llamado “modelo neoliberal” chileno. 

Para empezar, es necesario realizar una primera gran distinción dentro del espectro de lo que indiferenciadamente es considerado “facho”. 

El fascismo tradicional suele presentarse con un discurso formalmente “anticapitalista”, y con una crítica explícita contra las ideologías liberal y marxista, rechazando en consecuencia los modelos económicos/sociales que emanan de ellas: capitalismo y comunismo. Este tipo de fascistas se presentan como adhiriendo a una tercera posición, nacionalista. Suelen presentar componentes populistas, aunque atacan la idea de lucha de clases, reivindican lo nacional-popular, y se han definido incluso como “nacional-revolucionarios” y/o “nacional-sindicalistas”. Algunos ejemplos de lo confuso de este discurso, y de la dificultad de encasillarlos en la dicotomía tradicional derecha/izquierda, los tenemos en el fenómeno del “peronismo” argentino y en el apoyo a Chávez por parte de sectores nacional-revolucionarios. 

En el caso chileno, los sectores nacionalistas más puristas miraron con poca simpatía la deriva gremialista/neoliberal de Pinochet, que obviamente se alejaba de su ideal de revolución nacional-popular. Lo cual no obstó para que colaboraran activamente con el aparato terrorista de Estado. 

Si bien no se autoproclaman abiertamente como fascistas, tenemos en Chile dos grupos que se acercan a estas características: el Movimiento Social-Patriota (MSP) y el Partido Republicano. Ambos apelan fuertemente a que no son “de derecha ni de izquierda”, y si bien son conservadores en cuestiones morales: defienden posiciones abiertamente homofóbicas y antifeministas, su discurso soberanista los hace criticar tanto al “globalismo” de la ONU y los Derechos Humanos, como de los grupos económicos que se han repartido Chile. El MSP sacó declaraciones en apoyo de la rebelión del 18 de octubre, si bien diferenciándose de sus aspectos más violentos. 

Otro sector muy diferente y que sí se asume abiertamente como de derecha o nueva derecha, son los llamados “libertarios”. Se les señala como básicamente pinochetistas neoliberales. Sus críticas parecen apuntar conjuntamente a dos grupos: Capitalismo Revolucionario y el Partido Libertario, quienes a su vez parecen odiarse mutuamente (un panorama no muy distinto al que se ve desde siempre en la ultraizquierda). 

En Estados Unidos existe desde hace décadas un Partido Libertario, que se vincula con una corriente algo difusa y llamativa hasta el absurdo: el anarco-capitalismo (o “ancap”), que usa como emblema una bandera similar a la rojinegra del anarcosindicalismo, pero con amarillo (símbolo del oro) en vez de rojo. En rigor, no son anarquistas, pues no están por la destrucción del Estado, sino que “minarquistas”: partidarios de mantener el Estado y el Gobierno reducidos a su más mínima expresión, como en los viejos tiempos anteriores al keynesianismo y el Estado de Bienestar, que a ellos como extremistas del libre mercado les parecen formas abiertas de socialismo. 

Cerca de ellos, los liberal-libertarios con el extinto filósofo Robert Nozick a la cabeza predican un capitalismo puro, que hace recordar a Marx cuando hablaba de “la anarquía del mercado”, o a Bakunin que decía que a la burguesía no le repugnaba la anarquía, sino que “la quiere para ella sola”. A pesar de las apelaciones a la anarquía, Nozick señala que “el Estado mínimo es el único estado moralmente admisible”, con lo cual se ubica también en el bando de los minarquistas tipo Axel Kaiser. 

Para Capitalismo Revolucionario, el fascismo es de izquierda y considera como tales a MSP e incluso a Patria y Libertad, aunque por otra parte apela sin problemas al “orgullo facho pobre”. A su vez, se diferencia del Partido Libertario (a los que critica por ateos, pacifistas, y “libertrolos” porque reivindica la necesidad de la violencia, y sobre todo de la acción directa en las calles, llamando a usar armas y atacar a manifestantes, con especial odio hacia los “antifa” y la “primera línea”. Pero al parecer provienen del mismo ambiente político, dado que ellos mismos han señalado en una larga entrevista a The Clinic que eran seguidores de las ideas de Axel Kaiser, pero que mientras muchos teorizan con cómo sería posible llegar a privatizar el aire ellos prefieren un poco de “leninismo” y acción en las calles. 

El nombre capitalismo revolucionario es bastante llamativo y muchos lo encuentran absurdo. No lo es tanto si consideramos que se trata de una forma de neopinochetismo, y que el mismo Tomás Moulian habla de la obra de la dictadura como de una “revolución capitalista”. 

Finalmente, cuando estos grupos entran en acción la violencia callejera se incrementa y se agrava, no sólo por agregar este tercer elemento a la ecuación manifestantes/policía, sino que también porque suelen tener fuertes vínculos personales con el aparato represivo, que hace la vista gorda en relación a su accionar, cuando no los tolera y apoya abiertamente.

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