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Asia :: 22/12/2004

Afganistán: El despotismo consentido

Ana Delicado Palacios
Caos y miseria tras la ocupación norteamericana.

Al igual que en la antigua Grecia, la esperanza de vida en Afganistán ronda los cuarenta años. Lo alarmante es que estamos comparando una civilización de hace veintiocho siglos con un país que llegará al 2005 hundido en el caos y la miseria.

Afganistán está lejos de empezar un período que asiente mínimos principios de democracia. El país vive coartado por los señores de la guerra, aliados de EEUU en la lucha inicial contra la Unión Soviética, y después contra los talibanes. Terratenientes o jefes tribales, controlan el mercado del opio, que mueve 2.800 millones de dólares anuales y supone más del 60% del PIB de Afganistán. La dificultad estriba en sustituir esta droga por otras formas de agricultura, como el trigo, que apenas suministra ingresos.

Dieciséis mil soldados estadounidenses todavía permanecen en Afganistán, junto con otros soldados de tropas aliadas. Cuentan con el consentimiento de Hamad Karzai, el presidente interino colocado tras el derrocamiento del régimen talibán y reelegido en octubre en elecciones presidenciales. Su elección no fue casualidad: trabajó como asesor de Unocal, una empresa petrolífera que con el apoyo de Bush se dispone a construir un oleoducto de paso obligado por el país.

No sólo eso: de los quince ministros del gobierno de Karzai, diez tienen pasaporte estadounidense. A ellos se pueden sumar los colaboradores talibanes que el presidente admitirá si "no están vinculados al terrorismo".

Por si fuera poco, persisten los conflictos locales o entre los señores de la guerra, que cuentan con un ejército de 100.000 combatientes, frente a los 7.000 del gobierno. Ante a un gobierno que ha fracasado en las reformas militares, políticas y judiciales que se propuso, los señores de la guerra controlan a sus anchas el panorama político y económico del país.

Tras convertir el país en una caricatura grotesca de lo que fue, tampoco EEUU ha introducido ninguna de las mejoras que prometió. Según RAWA (Revolutionary Associaton of the Women in Afghanistan), las mujeres sufren todavía el acoso y la discriminación que ya padecían con el régimen talibán. Llevan el burka y pueden condenarlas a morir lapidadas si son acusadas de adulterio.

Los hombres también son hostigados, aunque de otra manera. La gran mayoría de los campesinos son explotados por los señores de la guerra o por sus ejércitos. Reclaman impuestos, y es común que por las luchas entre los jefes tribales resulten muertos o desplazados muchos de ellos.

Tres años después de la invasión, Afganistán es uno de los países más pobres del mundo. Tras el ataque, EEUU prohibió el paso de camiones con ayuda de la ONU y otras organizaciones no gubernamentales. ¿Cuántos perecieron por todo ello? No se sabrá nunca.

Pero Afganistán no lleva tres años de guerra, sino más de veinte, con un millón de muertos y seis millones de desplazados, muchos de los cuales no piensan volver porque no tienen ni dónde vivir. Los que siguen en Afganistán tienen que luchar además contra la inflación que desde la llegada de EEUU asfixia al país.

Además, es muy peligroso vivir allí. Las minas que se ocultan bajo el suelo afgano no tienen otro objetivo que el de matar por matar, porque sí. Construidas por EEUU y Europa, estas bombas se rigen por el azar: no importa si se es niño, hombre o mujer.

Por todo ello, grupos radicales pueden aprovecharse del hastío para invocar un movimiento extremista. Muchos añoran la época de los talibanes, en la que no había clases favorecidas.

El renacer de un nuevo Afganistán no vendrá de la mano de una economía ilegal, como la que padece ahora, o gracias a la represión que impone ausencia de libertad y de expectativas. Sin invasores que le marquen el camino, el país necesita una nueva directiva lejos de las clases e intereses que lo saquean. Su situación actual lo pide a gritos.


Fuente: La Haine.
 

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